– Louisa -susurró Annabel, pero su prima se había separado para dejar espacio al señor Grey, que acababa de llegar.
– Es un vals -anunció él, como si no acabara de pedírselo al director de orquesta.
Alargó la mano.
Annabel estuvo a punto de aceptarla.
– Louisa -dijo-. Debería bailar con Louisa.
Él la miró con extrañeza.
– Y luego conmigo -añadió ella-. Por favor.
Él inclinó la cabeza y se volvió hacia Louisa, pero ella farfulló una disculpa y ladeó la cabeza hacia su prima.
– Tiene que ser usted, señorita Winslow -dijo él.
Ella asintió y dio un paso adelante, colocando su mano encima de la del señor Grey. Oyó murmullos a su alrededor, y notó los ojos clavados en ella, pero, cuando levantó la mirada y vio que él la estaba mirando con aquellos ojos tan claros y grises, todo desapareció. Su tío… los chismorreos… nada importaba. De hecho, no permitiría que importara.
Fueron hasta el centro de la pista de baile y ella se colocó frente a él, intentando ignorar la oleada de emoción que la invadió cuando él la agarró por la cintura con la otra mano. Ella nunca había entendido por qué, hace un tiempo, el vals se había considerado un baile escandaloso.
Ahora sí.
El señor Grey la estaba sujetando de forma correcta, a unos treinta centímetros de distancia. Nadie podría recriminarles su actitud. Y, sin embargo, a Annabel le parecía que el aire entre ellos se había caldeado, como si su piel hubiera rozado alguna magia extraña y reluciente. Cada respiración parecía que le llenaba los pulmones de forma distinta y era plenamente consciente de su cuerpo, de qué sensación tenía al estar en su piel y de cómo cada curva se movía y deslizaba al son de la música.
Se sentía como una sirena. Una diosa. Y cuando lo miró, vio que él la estaba mirando con una expresión directa y hambrienta. Se dio cuenta de que él también era consciente de su cuerpo y aquello provocó que estuviera más tensa.
Por un instante, cerró los ojos y tuvo que recordarse que todo aquello era mentira. Que estaban interpretando un papel para rehabilitarla ante los ojos de la sociedad. Al bailar con ella, el señor Grey la estaba convirtiendo en deseable. Y si se sentía deseada por él, es que tenía que aclararse la mente. Era un hombre de honor, generoso, aunque también era un actor consumado en el escenario de la sociedad. Sabía exactamente cómo mirarla y sonreírle para que todo el mundo creyera que estaba enamorado.
– ¿Por qué me ha pedido que bailara con su prima? -le preguntó, aunque su voz sonó un poco extraña. Casi ahogada.
– No lo sé -admitió ella. Y no lo sabía. O quizá simplemente no quería admitir que estaba asustada-. Todavía no había bailado ningún vals.
Él asintió.
– Además, ¿no quedaría bien para nuestra charada -preguntó ella, intentando pensar en cómo tenía que poner los pies-, que bailara con mi prima? No se molestaría en hacerlo si sólo estuviera pensando en…
– ¿En qué? -preguntó él.
Ella se humedeció los labios. Se le habían quedado secos.
– Seducirme.
– Annabel -dijo él, sorprendiéndola con el uso de su nombre de pila-. Cualquier hombre que la mira piensa en seducirla.
Annabel lo miró, aturdida por la punzada de dolor que le había provocado ese comentario. Lord Newbury la había querido por sus curvas, por sus generosos pechos y por sus caderas anchas y fértiles. Y Dios sabía que nunca se acostumbraría a las miradas lascivas que despertaba en los hombres, excepto en los más decorosos. Pero el señor Grey… De algún modo había creído que era distinto.
– Lo que importa -añadió él, muy despacio-, es si piensan en algo más aparte de eso.
– ¿Y usted lo hace? -susurró.
Él no respondió enseguida. Pero entonces dijo, casi como si estuviera hablando consigo mismo:
– Creo que quizá sí.
Ella contuvo el aliento y analizó su expresión para intentar traducir esa frase en algo que pudiera entender. No se le ocurrió que igual él tampoco lo entendía; que igual estaba tan desubicado como ella ante aquella atracción que había nacido entre ellos.
O quizá no había querido decir nada en concreto. Era uno de esos pocos hombres que sabían ser amigos de una mujer. Quizá sólo había pretendido eso, decirle que disfrutaba de su compañía, que se lo pasaba bien con ella y que quizá, por ella, incluso valía la pena recibir un puñetazo.
Quizá sólo era eso.
Y entonces, el baile terminó. Él se inclinó, ella hizo una reverencia y se alejaron de la pista de baile hacia la mesa de la limonada, y Annabel lo agradeció mucho. Estaba sedienta, pero lo que realmente necesitaba era tener algo en las manos, algo que la distrajera, algo que la calmara. Porque la piel le seguía ardiendo, y tenía mariposas en el estómago y, si no encontraba algo con qué entretenerse, no podría parar de moverse.
El señor Grey le ofreció un vaso y Annabel acababa de dar el primer sorbo cuando oyó que alguien lo llamaba. Se volvió y vio que una señora de unos cuarenta años avanzaba hacia ellos agitando la mano.
– ¡Oh, señor Grey! ¡Señor Grey!
– Señora Carruthers -dijo él, inclinando la cabeza con educación-. Qué alegría volver a verla.
– Me acabo de enterar de algo asombroso -dijo la señora Carruthers.
Annabel se preparó para algo horrible, que seguramente la afectaría a ella, pero la señora Carruthers centró toda su alterada atención en el señor Grey y dijo:
– Lady Cosgrove me acaba de decir que posee una caja de libros autografiados de la señora Gorely.
¿Era eso? Annabel se quedó casi decepcionada.
– Es cierto -confirmó el señor Grey.
– Tiene que decirme dónde los ha conseguido. Soy una gran seguidora y no consideraría mi biblioteca completa sin su firma.
– Eh… Fue en una librería de… Oxford, creo.
– Oxford -repitió la señora Carruthers, visiblemente decepcionada.
– No creo que valga la pena hacer el trayecto para ir a buscar más -dijo él-. Sólo había una colección de libros autografiados y el vendedor me dijo que nunca había visto ninguno hasta entonces.
La señora Carruthers se mordió el nudillo del dedo índice de la mano derecha mientras apretaba los labios, pensativa.
– Qué intrigante -dijo-. Quizá sea de Oxford. O quizás esté casada con un profesor.
– ¿Existe algún profesor que se llame Gorely? -preguntó Annabel.
La señora Carruthers se volvió hacia ella y parpadeó, como si acabara de descubrir su presencia, al lado del señor Grey.
– Perdón -farfulló él, y procedió a presentarlas oficialmente.
– ¿Existe? -repitió Annabel-. Me parece que sería la forma más directa de averiguar si es la mujer de un profesor.
– Es muy poco probable que Gorely sea su verdadero apellido -le explicó tranquilamente la señora Carruthers-. No me imagino que una dama permita que su nombre aparezca en una novela.
– Si no es su nombre real -se preguntó Annabel-, ¿tiene algún valor su autógrafo?
Se encontró con un silencio por respuesta.
– Además -continuó-, ¿cómo sabe que es su firma? Yo podría haber escrito su nombre en la tapa.
La señora Carruthers se la quedó mirando fijamente. Annabel no sabía si estaba pasmada por sus preguntas o simplemente molesta con ella. Al cabo de unos segundos, la señora se volvió hacia el señor Grey y dijo:
– Si alguna vez se encuentra con otra colección firmada, o aunque sólo sea un libro, cómprelo y tenga por seguro que se lo pagaré.
– Será un placer -murmuró él.
La señora Carruthers asintió y se marchó. Annabel la vio alejarse y dijo:
– Creo que no le he causado muy buena impresión.
– No -respondió él.
– Creí que mi pregunta sobre el valor de la firma era pertinente -añadió ella, encogiéndose de hombros.
Él sonrió.
– Empiezo a entender su obsesión con que la gente diga lo que piensa.