– No es una obsesión -protestó ella.
Él arqueó una ceja. El movimiento quedó escondido por el parche, aunque así resultó más provocativo.
– No lo es -insistió Annabel-. Es sentido común. Piense en todos los malentendidos que se evitarían si la gente hablara a la cara en lugar de hablar con una persona que le puede explicar a otra, que le puede explicar a otra, que le puede…
– Está confundiendo dos cosas -la interrumpió él-. Una cosa es la prosa enrevesada y la otra son los dimes y diretes.
– Las dos cosas son igual de insidiosas.
Él la miró con cierto aire condescendiente.
– Es muy dura con sus congéneres, señorita Winslow.
Ella sacó las uñas.
– No creo que sea pedir demasiado.
Él asintió, muy despacio.
– En cualquier caso, yo creo que hubiera preferido que mi tío no me dijera lo que pensaba el miércoles por la noche.
Annabel tragó saliva, con cierta sensación de incomodidad. Y culpa.
– Supongo que agradezco su sinceridad. En términos puramente filosóficos, claro. -Le ofreció media sonrisa-. En términos prácticos, en cambio, creo que soy más apuesto sin el parche.
– Lo siento -dijo ella. No fue el comentario más acertado, pero fue lo primero que se le ocurrió. Y, al menos, no fue inadecuado.
Él restó importancia a su disculpa.
– Toda experiencia nueva es buena para el alma. Ahora sé exactamente qué se siente cuando recibes un puñetazo en la cara.
– ¿Esto es bueno para su alma? -preguntó ella, cautelosa.
Él se encogió y dirigió la mirada hacia los invitados.
– Uno nunca sabe cuándo tendrá que describir algo.
A Annabel le pareció una explicación muy extraña, pero no dijo nada.
– Además -añadió él, contento-, si no fuera por los malentendidos, nos habríamos perdido gran parte de la buena literatura.
Ella lo miró con curiosidad.
– ¿Dónde estarían Romeo y Julieta?
– Vivos.
– Cierto, pero piense en las horas de entretenimiento que nos habríamos perdido los demás.
Annabel sonrió. No pudo evitarlo.
– Yo prefiero las comedias.
– ¿De veras? Bueno, supongo que son más entretenidas, pero, sin las tragedias, no experimentaríamos el elevado nivel de drama que aportan. -Se volvió hacia ella con la expresión a la que Annabel estaba empezando a acostumbrarse: la máscara de educación que se ponía en sociedad, la que lo catalogaba de aburrido bon vivant, aunque pareciera una contradicción. Además, soltó un suspiro ligeramente fingido antes de decir-: ¿Qué sería la vida sin los momentos sombríos?
– Muy agradable, la verdad. -Annabel recordó su momento sombrío más reciente a manos, bueno, a manazas de lord Newbury. Le habría gustado vivir sin eso.
– Hmmm -dijo él, y ya está.
Annabel sintió la extraña necesidad de llenar el silencio y le espetó:
– Me votaron como la Winslow con más probabilidades de decir lo que piensa.
Eso llamó la atención de Sebastian.
– ¿En serio? -Torció los labios-. ¿Y quién votaba?
– Los demás Winslow.
Él se rió.
– Somos ocho -explicó ella-. Diez con mis padres; bueno, nueve ahora que mi padre ha muerto, pero, aún así, somos suficientes para una votación decente.
– Siento lo de su padre -dijo él.
Ella asintió y esperó a que apareciera el habitual nudo en la garganta. Pero no apareció.
– Era un buen hombre -dijo ella.
Él asintió y luego le preguntó:
– ¿Qué más títulos ha ganado?
Ella sonrió con gesto culpable.
– El de la Winslow con más probabilidades de quedarse dormida en la iglesia.
Él soltó una carcajada.
– Todo el mundo nos está mirando -susurró ella, con cierta urgencia.
– No se preocupe. Al final, será beneficioso para usted.
Correcto. Annabel sonrió incómoda. Todo seguía siendo una representación, ¿verdad?
– ¿Alguna otra cosa? -preguntó él-. Aunque dudo que haya algo que supere esto último.
– Quedé tercera en la votación de la Winslow con más probabilidades de correr más que un pavo.
Esta vez, Sebastian no se rió, aunque tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse.
– Es realmente una chica de campo -dijo.
Ella asintió.
– ¿Tan difícil es correr más que un pavo?
– Para mí, no.
– Más, más -insistió él-. Me resulta fascinante.
– Claro -dijo ella-. No tiene hermanos.
– Nunca he deseado tanto tenerlos como esta noche. Piense en los títulos que habría ganado.
– ¿El de el Grey con más probabilidades de zarpar en un barco pirata? -propuso ella, señalando el parche del ojo.
– De corsarios, por favor. Soy demasiado fino para la piratería.
Ella puso los ojos en blanco y sugirió:
– ¿El de el Grey con más probabilidades de perderse en un brezal?
– Es una mujer cruel. Siempre supe dónde estaba. Yo estaba pensando en el de el Grey con más probabilidades de ganar una fortuna jugando a los dardos.
– ¿El de el Grey con más probabilidades de abrir una biblioteca de préstamo?
Él se rió.
– El de el Grey con más probabilidades de destrozar una ópera.
Ella se quedó boquiabierta.
– ¿Canta?
– Lo intenté una vez. -Se inclinó hacia ella para una confidencia-. Fue un momento que no debe volver a repetirse.
– Será lo mejor -murmuró ella-, teniendo en cuenta que quiere mantener a sus amigos.
– O, al menos, permitirles que mantengan sus oídos intactos.
Ella sonrió, porque empezaba a dejarse llevar por la broma.
– ¡El de el Grey con más probabilidades de escribir un libro!
Él se quedó inmóvil.
– ¿Por qué lo dice?
– No sé -respondió ella, perpleja ante su reacción. No estaba enfadado, pero se había puesto muy serio-. Supongo que creo que tiene don de palabra. ¿No le dije una vez que era un poeta?
– ¿Lo dijo?
– Antes de saber quién era -aclaró ella-. En el brezal.
– Ah, sí. -Apretó los labios mientras pensaba.
– Y acaba de expresar un gran respeto por Romeo y Julieta. Por la obra, no por los protagonistas. Ellos le dan bastante igual.
– A alguien tienen que darle igual -dijo él.
– Bien dicho -añadió ella, riéndose.
– Lo intento.
Y entonces, Annabel lo recordó.
– Ah, claro, ¡y también está la señora Gorely!
– ¿Ah sí?
– Sí, es un gran seguidor. Empiezo a pensar que debería leer uno de sus libros -pensó Annabel en voz alta.
– Quizá le dé una de mis copias autografiadas.
– Uy no, no lo haga. Resérvelas para las auténticas devotas. Ni siquiera sé si me gustará. A lady Olivia parece que no le gusta.
– A su prima, sí -respondió él.
– Cierto, pero a Louisa también le gustan las horribles novelas de la señora Radcliffe con las que, sinceramente, yo no puedo.
– La señora Gorely es mucho mejor que la señora Radcliffe -dijo él, con firmeza.
– ¿Las ha leído a las dos?
– Claro. Y no hay punto de comparación.
– Vaya, entonces creo que debería darle una oportunidad y juzgar por mí misma.
– Entonces, le daré una de mis copias sin autógrafo.
– ¿Tienes varias ediciones? -Santo Dios, no se había dado cuenta de que le gustaba tanto esa escritora.
Él se encogió de hombros.
– Ya las tenía antes de encontrar las autografiadas.
– Ah, claro. No se me había ocurrido. ¿Y cuál es su favorita? Empezaré por esa.
Él se quedó pensando unos instantes y luego, meneando la cabeza, respondió:
– No sabría elegir. Me gustan cosas distintas de cada una de ellas.
Annabel sonrió.
– Se parece a mis padres cuando alguien les pregunta a qué hijo quieren más.