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– Imagino que es algo parecido -murmuró él.

– Siempre que haya parido un libro, claro -respondió ella mientras apretaba los labios para no reírse.

Pero él no se rió.

Ella parpadeó sorprendida.

Y entonces, él se rió. Fue una risita, aunque extraña, porque sonó como si hubiera reaccionado cinco segundos después de la broma, y no era propio de él. ¿No?

– ¿Más sinceridad, señorita Winslow? -le preguntó, mientras una sonrisa sardónica convertía la pregunta en una especie de gesto de cariño.

– Siempre -respondió ella, muy alegre.

– Creo que quizá… -Pero dejó la frase en el aire.

– ¿Qué sucede? -Sonrió mientras lo preguntaba, pero entonces vio que estaba mirando hacia la puerta. Y se ponía muy serio.

Se humedeció los labios algo nerviosa y tragó saliva. Y se volvió. Lord Newbury había entrado en el salón.

– Parece enfadado -susurró.

– No puede reclamarle nada -le espetó el señor Grey.

– A usted tampoco -dijo ella, en voz baja, y se volvió hacia una puerta lateral que llevaba a la sala de descanso de las señoras. Sin embargo, el señor Grey la agarró de la muñeca y la sujetó con fuerza.

– No puede salir corriendo -dijo-. Si lo hace, todo el mundo pensará que ha hecho algo malo.

– O -respondió ella, mientras detestaba la oleada de pánico que se estaba apoderando de su ser-, quizá le echen un vistazo y entiendan que cualquier joven en su sano juicio querría evitar el encuentro.

Aunque no lo entenderían. Y Annabel lo sabía. Lord Newbury se dirigía hacia ellos con paso firme y la gente se apartaba para dejarlo pasar. Se apartaba y luego se volvía, claro, para mirar a Annabel. Si se montaba una escena, nadie quería perdérsela.

– Estaré aquí a su lado -susurró el señor Grey.

Annabel asintió. Era increíble, y aterrador, lo mucho que la tranquilizaban aquellas palabras.

CAPÍTULO 16

– Tío -dijo Sebastian con jovialidad, puesto que hacía tiempo que había aprendido que era el tono más eficaz con su tío-, es un placer volver a verte. Aunque, debo admitirlo, todo se ve distinto a través de un solo ojo. -Sonrió de manera insulsa-. Incluso tú.

Newbury lo miró fijamente y luego se volvió hacia Annabel.

– Señorita Winslow.

– Milord. -Hizo una reverencia.

– Me concederá el próximo baile.

Fue una orden, no una pregunta. Sebastian se tensó, y esperó a que Annabel le ofreciera una respuesta cortante, pero ella tragó saliva y asintió. Sebastian supuso que era comprensible. La chica tenía poco poder frente a un conde, y Newbury siempre había tenido una presencia imponente e imperiosa. Además, la chica también tendría que responder ante sus abuelos. Eran amigos suyos; no podía avergonzarlos en absoluto rechazando un simple baile.

– Asegúrate de devolvérmela -dijo Sebastian al tiempo que ofrecía a su tío una sonrisa falsa con los labios pegados.

Newbury le devolvió el gesto con una mirada de hielo y, en ese instante, Sebastian supo que había cometido un error terrible. Nunca debería haber intentado ayudar a Annabel a recuperar su sitio. A ella le habría ido mejor si hubiera sido una paria. Habría podido volver a su vida en el campo, casarse con un terrateniente que hablara con la misma sinceridad que ella y vivir feliz para siempre.

La ironía era casi insoportable. Todo el mundo creía que Sebastian había ido detrás de ella porque su tío la quería, pero al final resultó que la verdad era al revés.

Newbury se había lavado las manos. Hasta que creyó que Sebastian podía ir en serio con esa chica. Y ahora la quería más que nunca.

Sebastian había pensado que el odio que su tío sentía hacia él tenía un límite, pero por lo visto no era así.

– La señorita Winslow y yo tenemos un acuerdo -le dijo Newbury.

– ¿No crees que eso tendría que decidirlo ella? -le preguntó Sebastian, suavemente.

A su tío le brillaron los ojos y, por un momento, Sebastian creyó que iba a pegarle otra vez, pero en esta ocasión Newbury estaba preparado y debió de controlarse mejor, porque sólo dijo:

– Eres un impertinente.

– Sencillamente intento que recupere su posición en el seno de la sociedad -respondió Sebastian. A modo de reproche. Si realmente Newbury hubiera tenido un acuerdo con ella, no la habría abandonado a su suerte.

Ante esas palabras, Newbury deslizó la mirada hasta los senos de Annabel.

A Sebastian le dio asco.

Newbury levantó la mirada, con un brillo que sólo podría describirse como el orgullo de la posesión.

– No tiene que bailar con él -le dijo Sebastian a Annabel. Al demonio sus abuelos y al demonio las expectativas de la sociedad. Ninguna muchacha tendría que bailar con un hombre que la miraba de aquella manera en público.

Sin embargo, Annabel lo miró con toda la tristeza del mundo y dijo:

– Creo que sí.

Newbury le ofreció una sonrisa triunfante, tomó a Annabel del brazo y se la llevó.

Sebastian los observó, ardiendo por dentro, mientras odiaba aquella sensación, el hecho de que todos lo estuvieran mirando y esperando a ver qué hacía.

Había perdido. En cierto modo, había perdido.

Y también se sentía perdido.

A la tarde siguiente…

Visitas. Annabel estaba inundada de visitas.

Ahora que tanto lord Newbury como el señor Grey parecían interesados en ella, toda la sociedad tenía la necesidad de verla en persona. Y poco parecía importar que esas mismas personas ya la hubieran visto a principios de semana, cuando era objeto de lástima.

A primera hora de la tarde, Annabel estaba desesperada por escapar, así que se inventó una alocada idea acerca de que necesitaba un sombrero del mismo color que el nuevo vestido lavanda, y su abuela al final agitó la mano y dijo:

– ¡Márchate! No puedo seguir escuchando tus bobadas.

El hecho de que Annabel nunca hubiera demostrado tanto interés por la moda parecía que no la preocupaba. Y tampoco se fijó en que alguien que estaba tan obsesionado con que el sombrero fuera exactamente del mismo color del vestido no se hubiera llevado el vestido al sombrerero.

Aunque claro, lady Vickers estaba enfrascada en su solitario, y todavía más enfrascada en su decantador de brandy. Seguramente Annabel podría haberse atado un tocado indio a la ceja y ella no habría dicho nada.

Annabel y su doncella, Nettie, se dirigieron a Bond Street por las calles menos transitadas. Si por ella fuera, se habría quedado toda la tarde en esas calles, pero no podía regresar a casa sin algo nuevo que ponerse en la cabeza, así que siguió buscando con la esperanza de que el aire fresco le ayudara a aclarar las ideas.

Aunque no la ayudó, claro, y el gentío de Bond Street lo empeoró todavía más. Parecía que todo el mundo había salido a la calle esa tarde, así que sufrió empujones y pisotones, y se distrajo con el rumor de las conversaciones y los relinchos de los caballos en la calle. Además, hacía calor y tenía la sensación de que no había aire suficiente para todos.

Estaba atrapada. La noche anterior, lord Newbury había dejado claro que todavía quería casarse con ella. Y sólo era cuestión de tiempo que hiciera oficial sus intenciones.

Annabel se había alegrado mucho cuando creyó que ya no la perseguía. Sabía que su familia necesitaba el dinero, pero si no le pedía la mano no tendría que decir que sí. O que no.

No tendría que comprometerse con un hombre que le resultaba repulsivo. O rechazarlo y tener que vivir para siempre con la culpa de su egoísmo.

Y para empeorarlo todo un poco más, esa mañana había recibido una carta de su hermana. Mary era la segunda y siempre se habían llevado muy bien. De hecho, si Mary no hubiera enfermado del pulmón durante la primavera, también habría venido a Londres. «Dos por el precio de una -había dicho lady Vickers, al principio, cuando aceptó acoger el debut de las dos muchachas-. Así todo es más barato.»