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La carta de Mary era alegre y risueña, llena de noticias sobre su casa, su pueblo, la asamblea local y el mirlo que, sin saber cómo, se había colado en la iglesia, había revoloteado y, al final, se había posado en la cabeza del sacerdote.

Era preciosa y en ese momento se añoró mucho, tanto que casi le resultó insoportable. Aunque eso no había sido todo. Había pequeñas dosis de información sobre el ahorro, sobre la institutriz de la que su madre había tenido que prescindir y sobre la vergüenza que habían pasado hacía dos semanas cuando el baronet local y su mujer se presentaron a cenar sin avisar y resulta que sólo tenían un tipo de carne para servir.

El dinero se estaba acabando. Mary no lo había dicho con esas mismas palabras, pero estaba muy claro. Annabel soltó el aire muy despacio mientras pensaba en su hermana. Seguramente, Mary estaría sentada en casa imaginando que ella llamaba la atención de algún terriblemente apuesto e imposiblemente adinerado noble. Lo llevaría a casa, resplandeciente de felicidad, y él los llenaría de dinero hasta que sus problemas estuvieran solucionados.

Pero en lugar de eso, tenía a un noble extremadamente adinero e imposiblemente horrible, y a un granuja probablemente pobre e increíblemente apuesto que la hacía sentir…

No. No podía pensar en eso. Daba igual lo que el señor Grey le hiciera sentir, porque el señor Grey no tenía pensando proponerle matrimonio y, aunque lo hiciera, no tenía los recursos para ayudar a su familia. Annabel no solía prestar demasiada atención a las habladurías, pero al menos doce de las dieciocho visitas que había tenido por la mañana le habían explicado que vivía con poco y menos. Sin mencionar la veintena de personas que habían acudido a su casa después del incidente en White’s.

Al parecer, todo el mundo tenía una opinión sobre el señor Grey, pero en lo que todos estaban de acuerdo era que no poseía una gran fortuna. De hecho, ni grande ni pequeña. Ninguna.

Además, no se le había declarado. Ni pensaba hacerlo.

Con un gran pesar en el corazón, Annabel giró la esquina de Brook Street mientras Nettie hablaba de los sombreros con plumas extravagantes que habían visto en uno de los escaparates de Bond Street. Estaba a unas seis casas de Vickers House cuando vio que, del otro lado, se acercaba un gran carruaje.

– Espera -dijo, mientras levantaba la mano para que Nettie se detuviera.

La muchacha la miró extrañada, pero se detuvo. Y se calló.

Annabel observó con horror cómo lord Newbury descendía del carruaje y subía las escaleras. No había duda de a qué había ido a Vickers House.

– ¡Au! Señorita…

Annabel se volvió hacia Nettie y se dio cuenta de que le estaba agarrando el brazo con mucha fuerza.

– Lo siento -dijo enseguida, y la soltó-, pero no puedo ir a casa. Todavía no.

– ¿Quiere otro sombrero? -Nettie deslizó la vista hasta el paquete que llevaba en las manos-. Estaba el de las uvas, pero a mí me ha parecido demasiado oscuro.

– No. Es que… Es que… No puedo ir a casa. Todavía no. -Presa del pánico, Annabel agarró a Nettie de la mano y se la llevó por donde habían venido, y ni siquiera se detuvo hasta que quedaron fuera del alcance visual de Vickers House.

– ¿Qué sucede? -preguntó Nettie, sin aliento.

– Por favor -suplicó Annabel-. Por favor, no me lo preguntes. -Miró a su alrededor. Estaba en una calle residencial. No podía pasarse allí toda la tarde-. Eh… Iremos a… -Tragó saliva. ¿Adónde podían ir? No quería volver a Bond Street. Acababa de estar allí y seguro que alguien la había visto y se daría cuenta de su regreso-. ¡Vamos a tomar un dulce! -dijo, casi a gritos-. Exacto. ¿No tienes hambre? Yo me muero de hambre. ¿Tú no?

Nettie la miró como si hubiera enloquecido. Y quizá fuera cierto. Annabel sabía lo que tenía que hacer. Lo sabía desde hacía una semana. Pero no quería hacerlo esa tarde. ¿Era pedir demasiado?

– Venga -dijo Annabel, con urgencia-. Hay una tienda de dulces en…

– ¿Dónde?

– ¿En Clifford Street? -sugirió Nettie.

– ¡Sí! Sí, creo que es esa. -Annabel empezó a caminar muy deprisa, sin prestar apenas atención a por dónde iba e intentando reprimir las lágrimas que le ardían tras los ojos. Tenía que mantener la compostura. No podía entrar en un establecimiento, aunque fuera una humilde tienda de dulces, con ese aspecto. Necesitaba hacer una pausa, tranquilizarse y…

– ¡Oh, señorita Winslow!

Annabel se quedó inmóvil. Dios, no quería hablar con nadie. Ahora no, por favor.

– ¡Señorita Winslow!

Annabel respiró hondo y se volvió. Era lady Olivia Valentine, que le sonreía mientras entregaba algo a su doncella y avanzaba unos pasos.

– Cuánto me alegro de volver a verla -dijo Olivia, muy contenta-. He oído que… Señorita Winslow. ¿Qué sucede?

– Nada -mintió Annabel-. Es que…

– No, a usted le pasa algo -dijo Olivia, con firmeza-. Venga, acompáñeme. -Tomó a Annabel del brazo y retrocedieron unos pasos-. Es mi casa -la informó-. Aquí podrá descansar.

Annabel no discutió, porque estaba agradecida de tener un sitio adónde ir y de tener a alguien que le dijera qué hacer.

– Necesita una taza de té -dijo Olivia, mientras la acomodaba en un salón-. Yo necesito un té con sólo mirarla. -Llamó a la doncella y pidió té para dos. Luego se sentó a su lado y tomó a Annabel de la mano-. Annabel -dijo-. ¿Puedo llamarla Annabel?

Ella asintió.

– ¿Puedo hacer algo para ayudarla?

Annabel meneó la cabeza.

– Ojalá.

Olivia se mordió el labio inferior, nerviosa, y luego con cautela preguntó:

– ¿Ha sido mi primo? ¿Sebastian ha hecho algo?

– ¡No! -exclamó Annabel-. No. No. No, por favor, él no ha hecho nada. Ha sido muy amable y generoso. Si no fuera por él… -Volvió a menear la cabeza, aunque esta vez muy deprisa, tanto que acabó mareada y tuvo que colocarse la mano en la frente-. Si no fuera por el señor Grey -dijo, cuando se recuperó y pudo hablar con normalidad-, sería una paria.

Olivia asintió muy despacio.

– Entonces, debo asumir que se trata de lord Newbury.

Annabel asintió con un movimiento casi imperceptible. Deslizó la mirada hasta su regazo, sus manos, una en la de Olivia y la otra cerrada en un puño.

– Estoy siendo una tonta, y una egoísta. -Respiró hondo e intentó aclararse la garganta, pero acabó emitiendo un terrible sonido ahogado. El sonido que uno solía hacer antes de llorar-. Es que no… quiero…

No terminó la frase. No tuvo que hacerlo. Vio la lástima en los ojos de Olivia.

– Entonces, ¿se lo ha propuesto? -preguntó Olivia, muy despacio.

– No, todavía no. Pero ahora mismo está en casa de mis abuelos. Vi el carruaje. Lo vi entrar. -Levantó la mirada. No quería pensar en lo que Olivia podía ver en su cara o en sus ojos, pero sabía que no podía seguir hablando con su regazo para siempre-. Soy una cobarde. Lo he visto y he echado a correr. He pensado: si no voy a casa, no puede pedirme que me case con él y no puedo decir que sí.

– ¿No puede decir que no?

Annabel meneó la cabeza, derrotada.

– No -respondió, mientras se preguntaba por qué parecía tan cansada-. Mi familia… Necesitamos… -Tragó saliva y cerró los ojos ante el dolor que le provocaba esa verdad-. Después de la muerte de mi padre, todo ha sido muy difícil y…

– No pasa nada -dijo Olivia, interrumpiéndola con un suave apretón de mano-. Lo entiendo.

Annabel sonrió a pesar de las lágrimas, agradecida por la amabilidad de esa mujer, aunque no podía dejar de pensar que no podía entenderla. Olivia Valentine, con su enamorado marido y sus adinerados y cercanos padres, no. Era imposible que entendiera la presión que pesaba sobre sus hombros, la certeza de que podía salvar a su familia y que lo único que tenía que hacer era sacrificarse por todos ellos.