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Olivia soltó el aire muy despacio.

– Bueno -dijo, en tono práctico-, podemos retrasarlo un día, al menos. Puede quedarse aquí toda la tarde. Me encantará tener compañía.

– Gracias -dijo Annabel.

Olivia le dio unos golpecitos en la mano y se levantó. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle.

– Desde aquí no se ve la casa de mis abuelos -dijo Annabel.

Olivia se volvió y sonrió.

– Lo sé. Sólo estaba pensando. Suelo tener las mejores ideas cuando estoy frente a una ventana. Quizá, dentro de una o dos horas, salga a dar un paseo. Y comprobaré si el carruaje del conde todavía está frente a Vickers House.

– No debería -dijo Annabel-. Su estado…

– No me impide caminar -terminó Olivia, sonriente-. En realidad, me irá bien tomar el aire. Los tres primeros meses fueron horribles y, según mi madre, los tres últimos también lo serán, así que mejor que disfrute de este trimestre.

– Es el mejor del embarazo -confirmó Annabel.

Olivia ladeó la cabeza y la miró extrañada.

– Soy la mayor de ocho hermanos. Mi madre estuvo embarazada casi toda mi infancia.

– ¿Ocho? Cielo santo. Nosotros sólo somos tres.

– Por eso lord Newbury quiere casarse conmigo -dijo Annabel, con la voz inexpresiva-. Mi madre eran siete. Mi padre, diez. Sin hablar de los chismes que dicen que soy tan fértil que los pájaros cantan a mi paso.

Olivia hizo una mueca.

– ¿Lo sabe?

Annabel puso los ojos en blanco.

– Incluso a mí me pareció gracioso.

– Está bien que aplique el sentido del humor a este asunto.

– Tengo que hacerlo -respondió Annabel con un gesto fatalista-. Si no, entonces… -Suspiró, incapaz de terminar la frase. Era demasiado deprimente.

Se vino abajo, y posó la mirada en la curva ornada de una de las patas de la mesita. La miró fijamente hasta que la visión fue borrosa y luego se dividió en dos. Debía de tener los ojos muy juntos. O quizá se estaba quedando ciega. Si se quedaba ciega, igual lord Newbury ya no la querría. ¿Podía alguien quedarse ciego por juntar los ojos durante días?

Quizá. Valía la pena intentarlo.

Inclinó la cabeza hacia un lado.

– ¿Annabel? ¿Señorita Winslow? ¿Se encuentra bien?

– Sí -respondió Annabel, de forma automática, aunque sin apartar la mirada de la mesa.

– ¡El té ya está listo! -exclamó Olivia, alegre por poder romper aquel tenso silencio-. Mire. -Se sentó y colocó una taza en el platillo-. ¿Cómo lo toma?

A regañadientes, Annabel apartó la mirada de la pata de la mesa y parpadeó, de modo que sus ojos regresaron a la posición normal.

– Con leche y sin azúcar, por favor.

Olivia esperó a que el té acabara de soltar su esencia mientras hablaba de esto y aquello; nada en particular. Annabel estaba feliz… no, agradecida de poder estar sentada y escucharla. Supo de la existencia de la cuñada de Olivia, a quien no le gustaba demasiado venir a la ciudad, y de su hermano gemelo que, en los días malos, era como la semilla del diablo. Mirando al cielo, Olivia añadió que, en los días buenos, «supongo que lo quiero».

Mientras Annabel sorbía el líquido caliente, Olivia le habló del trabajo de su marido.

– Solía traducir unos documentos horribles. Increíblemente aburridos. Cualquiera diría que los papeles de la Oficina de Guerra estarían llenos de intriga, pero, créame, no es así.

Annabel sorbía y asentía, sorbía y asentía.

– Se queja constantemente de los libros de Gorely -continuó Olivia-. El estilo es realmente terrible, pero creo que, en el fondo, le gusta traducirlos. -Levantó la mirada, como si se le acabara de ocurrir algo-. De hecho, tiene que darle las gracias a Sebastian por el trabajo.

– ¿De veras? ¿Por qué?

Olivia abrió la boca, pero tardó varios segundos en hablar.

– Sinceramente, no sé cómo explicarlo, pero Sebastian hizo una lectura para el príncipe Alexei, a quien creo que conoció ayer por la noche.

Annabel asintió. Y luego frunció el ceño.

– ¿Hizo una lectura?

Olivia la miró como si ni siquiera ella acabara de creérselo.

– Fue algo impresionante. -Meneó la cabeza-. Todavía no termino de creérmelo. Todas las doncellas acabaron llorando.

– Madre mía. -Tenía que leer uno de esos libros.

– Fuera como fuere, el príncipe Alexei se enamoró de la historia. La señorita Butterworth y el alocado barón. Le pidió a Harry que lo tradujera para que sus paisanos también pudieran leerlo.

– Debe de ser una historia extraordinaria.

– Uy, sí que lo es. Muerte a mano de las palomas.

Annabel se atragantó con el té.

– Lo dice de broma.

– No. Se lo juro. La madre de la señorita Butterworth muere por el ataque de varias palomas. Y eso después de que la pobre mujer fuera el único miembro de su familia, junto con la señorita Butterworth, claro, que había sobrevivido a la plaga.

– ¿Bubónica? -preguntó Annabel, con los ojos como platos.

– Uy no, lo siento. La sífilis. Ojalá hubiera sido la peste bubónica.

– Tengo que leer uno de esos libros -dijo Annabel.

– Puedo prestarle uno. -Olivia dejó la taza en la mesa, se levantó y cruzó el salón-. Aquí tenemos muchas copias. A veces, Harry marca las páginas, de modo que nos vemos obligados a comprar varios. -Abrió un armario y se agachó para mirar en el interior-. Ay, Dios, a veces me olvido que ya no puedo moverme como antes.

Annabel empezó a levantarse.

– ¿Necesita ayuda?

– No, no. -Olivia gruñó mientras se levantaba-. Aquí está. La señorita Sainsbury y el misterioso coronel. Creo que es el debut de la señora Gorely.

– Gracias. -Annabel aceptó el libro y lo miró, mientras acariciaba las letras doradas de la portada con la mano. Lo abrió por la primera página y empezó a leerlo:

La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente. Deslizó la mirada hasta su fiel perro pastor escocés, que estaba tendido en la alfombra a los pies de la cama, y supo que había llegado el momento de tomar una decisión trascendental. La vida de sus hermanos dependía de ello.

Lo cerró de golpe.

– ¿Le pasa algo? -preguntó Olivia.

– No… No es nada. -Annabel bebió otro sorbo de té. No estaba segura de si quería leer la historia de una chica que tomaba decisiones trascendentales en ese momento. Y menos decisiones de las que dependían sus hermanos-. Creo que lo leeré después.

– Si quiere leerlo ahora, estaré encantada de dejarla sola -dijo Olivia-. O podría unirme a usted. He dejado el periódico de hoy a medias.

– No, no. Lo empezaré esta noche. -Sonrió con tristeza-. Será una distracción que agradeceré.

Olivia abrió la boca para decir algo, pero justo entonces oyeron que alguien entraba por la puerta principal.

– ¿Harry? -exclamó Olivia.

– Lo siento, soy yo.

Annabel se quedó inmóvil. Era el señor Grey.

– ¡Sebastian! -gritó Olivia, mientras lanzaba una mirada nerviosa a Annabel. Esta meneó la cabeza muy deprisa. No quería verlo. Ahora no, estaba demasiado frágil.

– Sebastian, no te esperaba -dijo Olivia, casi corriendo hasta la puerta del salón.

Él entró y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

– ¿Desde cuándo me esperas en tu casa?

Annabel se encogió en el sofá. Quizá no la viera. El vestido era casi del mismo color azul que la tapicería. Quizá pasaría desapercibida. Quizá el señor Grey se había quedado ciego después de días de juntar los ojos. Quizá…

– ¿Annabel? ¿Señorita Winslow?

Ella dibujó una débil sonrisa.

– ¿Qué está haciendo aquí? -Cruzó el salón, con la ceja arrugada de preocupación-. ¿Ha sucedido algo?