Annabel meneó la cabeza, porque no podía hablar. Había creído que lo tenía todo bajo control. Había estado riendo con Olivia, por el amor de Dios. Pero había mirado al señor Grey y todo lo que había intentado ignorar afloró otra vez, presionándole los ojos y haciéndole un nudo en la garganta.
– ¿Annabel? -preguntó él mientras se arrodillaba delante de ella.
Y ella se echó a llorar.
CAPÍTULO 17
Después de que bailara con su tío la noche anterior, Sebastian sólo había visto a Annabel una vez. Tenía los ojos cerrados y parecía sometida, pero nada hacía presagiar esto. Estaba llorando como si el mundo entero se le hubiera derrumbado encima.
Seb se sentía como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
– Santo Dios -dijo mientras se volvía hacia Olivia-. ¿Qué le ha pasado?
Olivia apretó los labios y no dijo nada. Sólo inclinó la cabeza hacia Annabel. Sebastian tenía la sensación de que acababan de regañarlo.
– Estoy bien -sollozó Annabel.
– No, no está bien -respondió él. Volvió a girarse hacia Olivia con una expresión urgente y molesta.
– No está bien -confirmó Olivia.
Seb maldijo en voz baja.
– ¿Qué ha hecho Newbury?
– Nada -respondió Annabel, meneando la cabeza-. No ha hecho nada… porque… porque…
Sebastian tragó saliva porque no le gustaba el nudo que se le estaba formando en el estómago. Su tío no tenía fama de ser vil o cruel, aunque ninguna mujer tenía ningún motivo para llamarlo amable, tampoco. Newbury era de los que hacían daño a través de la ignorancia o, mejor dicho, del egoísmo. Tomaba lo que quería porque creía que lo merecía. Y si sus necesidades entraban en conflicto con las de alguna otra persona, le daba igual.
– Annabel -dijo-, tiene que decirme qué ha pasado.
Sin embargo, ella seguía llorando, respirando de forma entrecortada y tenía la nariz…
Sebastian le ofreció su pañuelo.
– Gracias -dijo ella, y lo utilizó. Dos veces.
– Olivia -le espetó Sebastian, mientras se volvía hacia ella-, ¿vas a explicarme de una vez por todas qué está pasando aquí?
Olivia se le acercó y se cruzó de brazos, con el aire de superioridad moral que sólo podía ofrecer una mujer.
– La señorita Winslow cree que tu tío está a punto de proponerle matrimonio.
Sebastian soltó el aire muy despacio. No le sorprendía. Annabel era todo lo que su tío buscaba en una esposa, y más ahora que creía que él también iba detrás de ella.
– A ver -dijo, intentando tranquilizar a la joven. La tomó de una mano y se la apretó-. Todo se solucionará. Si mi tío me pidiera que me casara con él, yo también lloraría.
Ella lo miró como si estuviera a punto de echarse a reír, pero se echó a llorar otra vez.
– ¿No puede decir que no? -le preguntó-. ¿No puede decir que no? -le preguntó a Olivia.
Olivia se cruzó de brazos.
– ¿Tú qué crees?
– Si lo supiera no te lo habría preguntado -respondió él mientras se ponía de pie.
– Es la mayor de ocho hermanos, Sebastian. ¡Ocho!
– Por el amor de Dios -estalló él, al final-. ¿Quieres hablar claro y decir qué significa eso?
Annabel levantó la mirada, momentáneamente callada.
– Ahora entiendo perfectamente cómo se siente -le dijo Sebastian.
– No nos queda dinero -respondió Annabel, con un hilo de voz-. Mis hermanas no tienen institutriz. Y a mis hermanos los van a echar del colegio.
– ¿Y sus abuelos? -Seguro que lord Vickers podía pagar varias matrículas del colegio.
– Mi abuelo hace veinte años que no se habla con mi madre. Nunca le ha perdonado que se casara con mi padre. -Hizo una pausa, respiró hondo con el cuerpo tembloroso y luego volvió a utilizar el pañuelo-. Sólo aceptó que yo viniera a Londres porque mi abuela insistió. Y ella insistió porque… Bueno, no lo sé. Imagino que pensó que sería divertido.
Seb miró a Olivia. Su cuñada todavía estaba de pie con los brazos cruzados, como una gallina clueca en pie de guerra.
– Discúlpenos -le dijo a Annabel, y luego agarró a Olivia por la muñeca y se la llevó al otro lado del salón-. ¿Qué quieres que haga? -susurró.
– No sé de qué me hablas.
– Déjate de juegos. Me has estado mirando con el ceño fruncido desde que he llegado.
– ¡Está triste!
– Ya lo veo -le espetó él.
Ella le dio un golpe en el pecho.
– Pues haz algo.
– ¡No es culpa mía! -Y no lo era. Newbury había querido casarse con Annabel desde mucho antes que Sebastian se viera involucrado en el asunto. De hecho, si Seb no la hubiera conocido, la chica estaría en la misma posición.
– Tiene que casarse, Sebastian.
Por el amor de Dios.
– ¿Me estás sugiriendo que le proponga matrimonio? -preguntó él, con la certeza de que era lo que le estaba sugiriendo-. Apenas hace una semana que la conozco.
Olivia lo miró como si fuera un canalla. Demonios, se sintió como un canalla. Annabel estaba sentada al otro lado de la habitación, llorando en su pañuelo. Un hombre tendría que tener un corazón duro como una piedra para no querer ayudarla.
Pero ¿matrimonio? ¿Qué clase de hombre se casaba con una mujer a la que hacía… -¿Cuántos días eran?- ocho días que conocía? Puede que la sociedad lo tuviera por un estúpido y un frívolo, pero sólo porque a él le gustaba que lo hicieran. Cultivaba esa imagen porque… porque… bueno, no sabía por qué. Quizá porque a él también le divertía.
Pero habría dicho que Olivia lo conocía mejor.
– La señorita Winslow me cae bien -susurró-. De verdad. Y me duele que esté en esta situación tan horrenda. El Señor sabe que soy plenamente consciente del desastre que supone tener que convivir con Newbury. Pero no es culpa mía. Ni mi problema.
Olivia lo miró fijamente, con los ojos llenos de decepción.
– Tú te casaste por amor -le recordó él.
Olivia tensó la mandíbula y Sebastian supo que había hecho diana. Sin embargo, no sabía por qué se sentía tan culpable. Pero ahora no podía echarse atrás.
– ¿Me negarías esa posibilidad a mí también? -le preguntó.
Aunque…
Miró a Annabel. Estaba mirando hacia la ventana. El pelo oscuro se estaba empezando a soltar de las horquillas y un mechón rizado le caía por la espalda, revelando que lo llevaba unos centímetros por debajo de los hombros.
Cuando estuviera mojado sería más largo, se dijo, ausente.
Aunque nunca lo vería largo.
Tragó saliva.
– Tienes razón -dijo Olivia, de repente.
– ¿Qué? -Sebastian la miró y parpadeó.
– Que tienes razón -repitió ella-. He sido injusta al esperar que la salvaras. Dudo que sea la primera joven de Londres que tiene que casarse con alguien que no quiere.
– No. -Sebastian la miró con recelo. ¿Estaba planeando algo? Quizás. O quizá no. Maldición. Odiaba cuando no podía leer las intenciones de una mujer.
– No puedes salvarlas a todas.
Él meneó la cabeza, aunque sin demasiada convicción.
– Muy bien -dijo Olivia, de repente-. Pero, al menos, podemos salvarla por hoy. Le he dicho que puede quedarse hasta la noche. Seguro que Newbury perderá la paciencia antes y se irá a su casa.
– ¿Está en su casa ahora mismo?
Olivia asintió.
– Ella llegaba a casa de… bueno, no sé de dónde. De comprar, me imagino. Y lo ha visto bajarse del carruaje.
– ¿Y está segura de que ha ido a proponerle matrimonio?
– No creo que tuviera ganas de quedarse y averiguarlo -respondió Olivia, en tono mordaz.
Él asintió muy despacio. Era difícil ponerse en la piel de Annabel, pero supuso que él habría hecho lo mismo.
Olivia miró el reloj que había en la repisa de la chimenea.
– Tengo una cita.