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Sebastian no se lo creyó, pero igualmente dijo:

– Yo me quedaré con ella.

Olivia exhaló.

– Supongo que tendremos que enviar una nota a casa de sus abuelos. Seguro que, en algún momento, la extrañarán. Aunque, conociendo a su abuela, quizá no.

– Di que la has invitado a pasar la tarde contigo -sugirió él-. No podrán decir nada. -Olivia era una de las jóvenes casadas más populares de Londres y cualquiera estaría muy contento de que protegiera a su hija o nieta.

Olivia asintió y se acercó a Annabel. Sebastian se sirvió una copa y luego, después de bebérsela de un trago, se sirvió otra. Y una para Annabel. Cuando se acercó a ella, Olivia ya se había despedido y se iba hacia la puerta.

Le ofreció el vaso.

– Tiene una cita -dijo Annabel.

Él asintió.

– Tómeselo -la animó-. Quizá no le apetezca. O quizá sí.

Ella aceptó el vaso, bebió un sorbito y lo dejó en la mesa.

– Mi abuela bebe demasiado -dijo, con una horrible y monótona voz.

Él no dijo nada, pero se sentó en la butaca que había más cerca del sofá y emitió una especie de sonido tranquilizador. Las mujeres tristes no se le daban bien. No sabía qué decir. O hacer.

– No es una mala bebedora. Sólo se pone un poco tonta.

– ¿Y amorosa? -preguntó él, sonriendo. Era un comentario terriblemente inadecuado, pero no podía soportar la tristeza de sus ojos. Si lograba hacerla sonreír, habría valido la pena.

¡Y sonrió! Sólo un poco, pero, aún así, fue como una victoria.

– Ah, eso. -Annabel se tapó la boca con la mano y meneó la cabeza-. Lo siento mucho -dijo, muy apesadumbrada-. Sinceramente, no sé si alguna vez he pasado más vergüenza. Nunca la había visto hacer algo así.

– Debe de ser mi aspecto encantador y mi cara bonita.

Ella lo miró.

– ¿No va a decir nada acerca de mi modestia y discreción? -murmuró él.

Ella meneó la cabeza y sus ojos empezaron a recuperar la chispa.

– Nunca he sido buena mintiendo.

Él se rió entre dientes.

Ella bebió otro sorbo y dejó el vaso en la mesa. Aunque no lo soltó. Repiqueteó con los dedos contra el cristal, dibujando líneas cerca del borde. Su Annabel era una persona inquieta.

Se preguntó por qué le gustaba tanto. Él no lo era. Siempre había sido capaz de mantenerse preternaturalmente quieto. Seguramente por eso era buen tirador. En la guerra, a veces había tenido que mantenerse inmóvil en su sitio durante horas, esperando el momento más adecuado para apretar el gatillo.

– Sólo quiero que sepa… -empezó a decir.

Él esperó. Fuera lo que fuera lo que intentaba decir, no era fácil.

– Sólo quiero que sepa -repitió, y era como si estuviera reuniendo el valor para terminar la frase-, que esto no tiene nada que ver con usted. Y que no espero que…

Él meneó la cabeza para ahorrarle tener que hacer un discurso incómodo.

– Shhh. No tiene que decir nada.

– Pero lady Olivia…

– Puede llegar a ser muy entrometida -la interrumpió-. Por ahora, finjamos que… -Se interrumpió-. ¿Es un libro de Sarah Gorely?

Annabel parpadeó y bajó la mirada. Parecía haber olvidado que lo tenía en el regazo.

– Ah, sí. Lady Olivia me lo ha dejado.

Él alargó la mano.

– ¿Cuál le ha dado?

– Eh… -Ella bajó la mirada-. La señorita Sainsbury y el misterioso coronel. -Se lo entregó-. Imagino que lo ha leído.

– Por supuesto. -Abrió el libro por las primeras páginas. «La luz oblicua de la mañana», se dijo a sí mismo. Recordaba perfectamente haber escrito esas palabras. No, no era verdad. Recordaba haberlas pensado. Había pensado el primer párrafo entero antes de escribirlo. Lo había rehecho mentalmente una y otra vez hasta que le salió como él quería.

Aquel había sido su momento. Su propio punto de inflexión. Se preguntó si todo el mundo tendría un punto de inflexión en su vida. Un momento que marcara claramente un antes y un después. Aquel había sido el suyo. Aquella noche en su habitación. No había sido muy distinta a la noche anterior, ni a la posterior. No podía dormir. No tenía nada de extraordinario.

Excepto por un motivo, por un inexplicable y milagroso motivo: había empezado a pensar en libros.

Y había cogido una pluma.

Y ahora estaba disfrutando de su «después». Miró a Annabel.

Y enseguida apartó la mirada. No quería pensar en su «después».

– ¿Quiere que se lo lea? -preguntó, quizás un poco demasiado alto. Pero tenía que hacer algo para quitarse aquella imagen de su cabeza. Además, quizás así lograra animarla.

– De acuerdo -respondió ella, con una sonrisa dubitativa-. Lady Olivia dice que es un lector maravilloso.

Era imposible que Olivia hubiera dicho eso.

– ¿Eso dice?

– Bueno, no exactamente. Pero me ha dicho que hizo llorar a todas las doncellas.

– En el buen sentido -explicó él.

Y ella se rió. Y él sintió un absurdo placer.

– Empecemos -dijo-. «Capítulo Uno». -Se aclaró la garganta y continuó-: «La luz oblicua de la mañana entraba por la ventana, y la señorita Anne Sainsbury estaba acurrucada debajo de la delgada manta preguntándose, como solía hacer, de dónde sacaría el dinero para poder comer al día siguiente.»

– Me lo imagino perfectamente -dijo Annabel.

Él la miró sorprendido. Y complacido.

– ¿Ah sí?

Ella asintió.

– Solía levantarme muy temprano. Antes de venir a Londres. La luz de la mañana es distinta. Más plana, supongo. Y más dorada. Siempre he pensado que… -Dejó la frase en el aire y ladeó la cabeza. Era una expresión de lo más adorable.

Sebastian se dijo que, si la miraba fijamente, vería sus pensamientos.

– Sabe exactamente a qué me refiero -dijo ella.

– ¿Sí?

– Sí. -Irguió la espalda y los ojos resplandecieron con los recuerdos-. Usted mismo lo dijo. Cuando nos conocimos en la fiesta de lady Trowbridge.

– El brezal -recordó él, con un suspiro. Ahora parecía un delicioso y lejano recuerdo.

– Sí. Dijo algo de la luz de la mañana. Dijo que… -Se detuvo y se sonrojó-. Da igual.

– Debo admitir que ahora me muero de ganas de saber qué dije.

– Oh… -Ella meneó la cabeza con ferocidad-. No.

– Annabel -dijo, muy despacio. Le gustaba la musicalidad de su nombre.

– Dijo que le gustaría bañarse en ella -dijo, de golpe y sin casi respirar.

– ¿Dije eso? -Qué raro. No recordaba haberlo dicho. A veces, se perdía en sus propios pensamientos. Pero sonaba a algo que hubiera podido decir.

Ella asintió.

– Hmmm. Bueno, supongo que sí. -Ladeó la cabeza hacia ella, como hacía siempre antes de soltar algún comentario agudo-. Aunque querría un poco de intimidad.

– Claro.

– O quizá no tanta -murmuró él.

– Basta. -Pero no parecía ofendida. Al menos, no mucho.

Sebastian la miró cuando creía que ella no lo estaba mirando. Estaba sonriendo para sí misma, sólo un poco. Lo suficiente para que él viera su coraje y su fuerza. Su habilidad para mantener la compostura en medio de la adversidad.

Se detuvo. ¿En qué diantres estaba pensando? La chica sólo había mantenido la compostura ante su comentario arriesgado. No podía compararse con la adversidad.

Tenía que tener cuidado porque, si no, la convertiría en algo que no era. Es lo que hacía casi cada noche: se encerraba en su habitación con papel y pluma. Creaba personajes. Si se dejaba llevar por su imaginación, la convertiría en la mujer perfecta.

Y no era justo para ninguno de los dos.

Se aclaró la garganta y señaló el libro.

– ¿Continúo?

– Por favor.

– «Deslizó la mirada hasta su fiel perro pastor escocés…»

– Yo tengo un perro -interrumpió ella.

Él levantó la mirada, sorprendido. No porque tuviera un perro. Parecía de las chicas que tenían perro. Pero no esperaba otra interrupción tan seguida.