– ¿Ah sí?
– Un galgo.
– ¿Compite en las carreras?
Ella meneó la cabeza.
– Se llama Ratón.
– Annabel Winslow, es una mujer muy cruel.
– Me temo que es un nombre que le va como anillo al dedo.
– Imagino que no fue el ganador del concurso El Winslow con más probabilidades de correr más que un pavo.
Ella se rió.
– No.
– Usted dijo que había quedado tercera -le recordó.
– Normalmente, limitamos los candidatos a los de raza humana. -Y luego añadió-: Dos de mis hermanos corren muy, muy deprisa.
Él levantó el libro.
– ¿Quiere que continúe?
– Echo de menos a mi perro -suspiró ella.
«Creo que no.»
– ¿Y sus abuelos no tienen uno? -le preguntó.
– No. Sólo está el ridículo perro de Louisa.
Sebastian recordó a la salchicha con patas que había visto aquel día en el parque.
– Estaba robusto.
Ella soltó una risita.
– ¿Quién le pone Frederick a un perro?
– ¿Cómo? -Cambiaba de tema a la velocidad del rayo.
Ella irguió un poco más la espalda.
– Louisa le ha puesto Frederick a su perro. ¿No le parece ridículo?
– La verdad es que no -admitió él.
– Mi hermano se llama Frederick.
Sebastian no sabía por qué le estaba explicando todo eso, pero parecía que cada vez se acordaba menos de sus problemas, así que él le siguió el juego.
– ¿Y Frederick es uno de los rápidos?
– Pues sí. Y también el Winslow con menos probabilidades de convertirse en cura. -Se señaló el pecho-. Ahí seguro que le habría ganado, si no hubieran descalificado a las chicas en asuntos religiosos.
– Por supuesto -murmuró él-. Dormirse en la iglesia y esas cosas. -Y entonces le preguntó-: ¿Realmente lo hizo? ¿Dormirse en la iglesia?
Ella suspiró.
– Cada semana.
Él se rió.
– Menudo par que habríamos hecho.
– ¿Usted también?
– No. Nunca me he dormido. Pero me echaron por mala conducta.
Ella se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes.
– ¿Qué hizo?
Él se inclinó hacia delante, con una sonrisa pícara.
– Nunca se lo diré.
Ella retrocedió.
– No es justo.
Él se encogió de hombros.
– Ahora ya no voy.
– ¿Nunca?
– No, aunque si le soy sincero, seguramente me dormiría. -Y era verdad. Las misas eran a una hora muy mala para los que dormían mal.
Ella sonrió, pero con una nota de melancolía y se levantó. Él hizo ademán de levantarse, pero ella lo detuvo.
– Por favor. Si es por mí, no lo haga.
Sebastian la observó acercarse a la ventana y apoyar la cabeza en el cristal mientras miraba hacia la calle.
– ¿Cree que todavía estará allí? -le preguntó.
Sebastian no fingió que no sabía de qué le estaba hablando.
– Seguramente. Es muy tenaz. Si sus abuelos le dicen que esperan que regrese pronto, esperará.
– Lady Olivia dijo que pasaría por delante de Vickers House después de su cita para ver si el carruaje sigue en la puerta. -Se volvió y no lo miró a la cara mientras le preguntaba-. No tenía ninguna cita, ¿verdad?
Sebastian se planteó mentir. Pero no lo hizo.
– Creo que no.
Annabel asintió muy despacio, y luego pareció que su rostro se desmoronaba y él sólo pudo pensar: «Más lágrimas, no, por favor», porque las lágrimas no se le daban bien. Y menos las de Annabel. Sin embargo, antes de que pudiera pensar algo adecuado que decir, se dio cuenta de que…
– ¿Se está riendo?
Ella meneó la cabeza. Mientras se reía.
Él se levantó.
– ¿Qué le hace tanta gracia?
– Su prima -balbuceó ella-. Creo que intenta comprometerlo.
Era lo más absurdo que había oído en la vida. Y lo más cierto.
– Oh, Annabel -dijo, acercándose a ella con una mirada depredadora-. Estoy comprometido desde hace mucho, mucho tiempo.
– Lo siento. -Seguía riéndose-. No pretendía que…
Sebastian esperó, pero fuera lo que fuera lo que no quería dejar claro se perdió en otra carcajada.
– ¡Oh! -Se apoyó contra la pared, con las manos sobre la tripa.
– No es tan gracioso -dijo, aunque estaba sonriendo. Era imposible no sonreír cuando ella se reía.
Tenía una risa extraordinaria.
– No, no -respondió ella, casi sin aliento-. Eso no. Estaba pensando en otra cosa.
Él esperó. Nada. Al final, dijo:
– ¿Le importaría explicármelo?
Ella rió por la nariz, literalmente, y se colocó las manos en la cara.
– Parece que esté llorando -dijo él.
– No lloro -respondió ella, aunque el sonido llegó muy mitigado.
– Lo sé. Sólo quería decirle que, en el improbable caso de que entrara alguien, quizá creería que la he hecho llorar.
Ella separó los dedos y lo miró.
– Lo siento.
– ¿Qué le hace tanta gracia? -Porque, a estas alturas, ya no podía vivir sin saberlo.
– Ah, es que… anoche… cuando estaba hablando con su tío…
Sebastian se apoyó en el respaldo del sofá y esperó.
– Dijo que quería devolverme al seno de la sociedad.
– No fue una frase demasiado afortunada -admitió él.
– Y yo sólo podía pensar en que… -Parecía que iba a estallar a reír otra vez-. No estoy muy segura de si me gusta el seno de la sociedad.
– No es mi preferido -respondió él, al tiempo que hacía un gran esfuerzo por no mirar los de ella.
Y aquello pareció que le hacía más gracia, lo que provocó que se sacudiera en esa zona en particular.
Cosa que tuvo cierto efecto en la entrepierna de Sebastian.
Se quedó inmóvil.
Ella se tapó los ojos, avergonzada.
– No puedo creerme que haya dicho eso.
Él dejó de respirar. Sólo podía mirarla, mirarle los labios, rosados y carnosos, y que seguían dibujando una sonrisa.
Quería besarla. Quería besarla con todas sus fuerzas. Quería besarla más allá de su sensatez porque, de ser sensato, se habría alejado. Habría salido del salón. Y se habría dado una ducha bien fría.
Sin embargo, se acercó a ella. Colocó la mano encima de la suya, manteniéndola encima de sus ojos.
Ella abrió los labios y él oyó cómo soltaba el aire de golpe. Sebastian no sabía si había exhalado o se había sorprendido. Y no le importaba. Sólo quería que sus alientos fueran uno.
Se inclinó hacia delante. Muy despacio. No podía ir deprisa, no podía arriesgarse a perderse un segundo. Quería recordarlo. Quería que su memoria recordara cada instante. Quería saber qué sensación tenía al estar a dos centímetros de ella, y luego a uno, y luego…
Le rozó los labios. Una pequeña y delicada caricia antes de retroceder. Quería mirarla y comprobar qué aspecto tenía inmediatamente después de recibir un beso.
Comprobar qué aspecto tenía mientras esperaba el siguiente.
Entrelazó sus dedos y, muy despacio, le apartó la mano de la cara.
– Mírame -susurró.
Pero ella meneó la cabeza y mantuvo los ojos cerrados.
Pero Sebastian no podía esperar más. La abrazó, la pegó a él y la besó. Pero fue mucho más que un beso. Movió las manos y las deslizó hasta las nalgas y apretó. No sabía si estaba intentando pegarla a él o simplemente estaba disfrutando de la sensualidad de su cuerpo.
Era una diosa en sus brazos, delicada y sinuosa, y quería sentir cada centímetro de su cuerpo. Quería tocarla, acariciarla y masajearla y, santo Dios, casi se olvida de que también la estaba besando. Era un milagro estar en sus brazos y cuando, por fin, separó los labios para respirar, no pudo evitarlo. Gruñó y se abalanzó sobre su mandíbula y su garganta. No quería besarle sólo la boca. Quería besarla por todas partes.