– Annabel -gruñó, mientras los dedos localizaban los botones de la espalda del vestido. Era bueno. Sabía perfectamente cómo desnudar a una mujer. Normalmente, lo hacía despacio, saboreando cada instante, cada nuevo centímetro de piel, pero con ella… No podía esperar. Estaba como loco; desató los suficientes botones como para poder bajárselo por los hombros.
La camisola que llevaba era muy sencilla; ni sedas ni encajes, sólo algodón blanco. Pero lo volvía loco. Annabel no necesitaba adornos. La habían hecho perfecta.
Con los dedos temblorosos, se acercó a las cintas de los hombros y tiró, y contuvo la respiración mientras la delicada tela resbalaba por su piel.
Susurró su nombre, y otra vez, y otra. La oyó gemir, un sonido gutural que, a medida que él deslizaba la mano por el hombro hacia la deliciosa curva del pecho, se hizo más oscuro y ronco. Llevaba un pequeño corsé, pero las cintas le elevaban el busto y le formaban unos pechos increíblemente redondos y altos.
Sebastian estuvo a punto de perder el control allí mismo.
Tenía que detenerse. Aquello era una locura. Era una joven decente y la estaba tratando como a una…
Le dio un último beso en la piel, respirando su cálida esencia, y luego se separó.
– Lo siento -farfulló. Pero no lo sentía. Sabía que debería sentirlo, pero no creía que jamás pudiera arrepentirse de haberla visto de aquella forma tan íntima.
Empezó a darse la vuelta, porque no creía que pudiera verla y no volver a tocarla, pero antes de hacerlo vio que todavía tenía los ojos cerrados.
Le dio un vuelco el corazón y corrió a su lado.
– ¿Annabel? -Le tocó el hombro, y luego la mejilla-. ¿Qué te pasa?
– Nada -susurró ella.
El dedo de Sebastian se deslizó hasta la sien de ella, justo junto al ojo.
– ¿Por qué tienes los ojos cerrados?
– Tengo miedo.
– ¿De qué?
Ella tragó saliva.
– De mí misma. -Y entonces los abrió-. De lo que quiero. Y de lo que tengo que hacer.
– ¿No querías que…? -Santo Dios, ¿acaso no había querido que la besara? Intentó pensar. ¿Le había devuelto el beso? ¿Lo había acariciado? No lo recordaba. Se había quedado tan ensimismado con ella, y con su propia necesidad, que no recordaba lo que ella había hecho.
– No -respondió ella, muy despacio-. Quería que lo hiciera. Ése es el problema. -Volvió a cerrar los ojos, pero sólo un momento. Parecía como si estuviera intentando ajustar algo en su interior, y luego abrió los ojos-. ¿Podría ayudarme?
Sebastian empezó a decir que sí, que la ayudaría. Que haría lo que estuviera en su mano para protegerla de su tío, para salvar a su familia y mantener a sus hermanos en el colegio, pero entonces vio que se refería a las cintas de la camisola y que quería que la ayudara a vestirse.
Y lo hizo. Ató las cintas y le abotonó el vestido, y no dijo nada mientras ella se sentaba cerca de la ventana. Él se sentó junto a la puerta.
Esperaron. Y esperaron. Y al final, después de lo que pareció una eternidad, Annabel se levantó y dijo:
– Ya ha vuelto.
Sebastian se levantó y la miró mientras observaba por la ventana cómo Olivia bajaba del carruaje. Ella se volvió, y en ese instante las palabras fluyeron de su boca:
– ¿Quieres casarte conmigo?
CAPÍTULO 18
Annabel estuvo a punto de caer de bruces.
– ¿Qué?
– Esa no era la respuesta que esperaba -murmuró Sebastian.
Ella seguía sin salir de su asombro.
– ¿Quiere casarse conmigo?
Él ladeó la cabeza.
– Sí, creo que acabo de pedírtelo.
– No tiene que hacerlo -le aseguró Annabel porque… porque era una idiota, y eso era lo que hacían las idiotas cuando un hombre les pedía matrimonio. Les decían que no tenían que hacerlo.
– ¿Tu respuesta es no? -preguntó él.
– ¡No!
Él sonrió.
– Entonces es que sí.
– No. -Dios mío, estaba mareada.
Él avanzó hacia ella.
– No estás hablando demasiado claro, Annabel.
– Me ha cogido desprevenida a propósito -lo acusó ella.
– Yo también estaba desprevenido -respondió él, muy despacio.
Annabel se aferró con fuerza al respaldo de la butaca donde había estado sentada. Era un mueble muy incómodo, pero estaba cerca de la ventana y quería ver si llegaba lady Olivia y… Por el amor de Dios, ¿por qué estaba pensando en una estúpida butaca? Sebastian Grey acababa de pedirle que se casara con él.
Miró por la ventana. Lady Olivia todavía estaba en el carruaje. Tenía dos minutos, tres como máximo.
– ¿Por qué? -le preguntó a Sebastian.
– ¿Me estás preguntando por qué?
Ella asintió.
– No soy una damisela en apuros. Bueno, sí que lo soy, pero rescatarme no es responsabilidad suya.
– No -asintió él.
Annabel esperaba una discusión. Quizá no demasiado coherente, pero una discusión. Sin embargo, aquella respuesta la desconcertó por completo.
– ¿No?
– Tienes razón. No es mi responsabilidad. -Él siguió avanzando y acortando, con gran seducción, la distancia que los separaba-. Sin embargo, sería un placer hacerlo.
– Madre mía.
Él sonrió.
– ¡Ya he vuelto! -Era lady Olivia, desde el recibidor.
Annabel miró a Sebastian. Lo tenía muy cerca.
– Te he besado -dijo él.
Ella no podía hablar. Apenas podía respirar.
– Te he besado de formas que sólo un marido besa a su mujer.
Sin saber cómo, lo tenía más cerca que antes. Ahora, definitivamente, no podía respirar.
– Y creo -murmuró él, tan cerca de su piel que Annabel notaba su aliento-, que te ha gustado.
– ¿Sebastian? -Era lady Olivia-. ¡Oh!
– Después, Olivia -dijo él, sin ni siquiera girarse-. Y cierra la puerta.
Annabel oyó cómo la puerta se cerraba.
– Señor Grey, no sé si…
– ¿No crees que ya va siendo hora de que me llames Sebastian?
Ella tragó saliva.
– Sebastian, yo…
– Lo siento. -Volvía a ser lady Olivia, que entró en el salón como una exhalación-. No puedo.
– Sí que puedes, Olivia -gruñó Sebastian.
– No, no puedo. Es mi casa, y Annabel es soltera y…
– Y le estoy pidiendo que se case conmigo.
– ¡Oh! -La puerta volvió a cerrarse.
Annabel intentó mantener la cabeza clara, pero le costaba mucho. Sebastian le estaba sonriendo como si quisiera mordisquearla de pies a cabeza y ella estaba empezando a tener las sensaciones más extrañas del mundo en áreas de su cuerpo que casi había olvidado que existían. Pero no podía olvidar que lady Olivia debía estar, casi seguro, con la oreja pegada a la puerta, y tampoco podía olvidar que…
– ¡Un momento! -exclamó, separándolos con las manos. Intentó apartarlo y, cuando eso no funcionó, lo empujó.
Sebastian retrocedió, pero no dejó de sonreír.
– Acaba de decir a lady Olivia que no quería casarse conmigo -dijo.
– ¿Ah sí?
– Hace unas horas. Cuando estaba llorando. Le ha dicho que apenas hacía una semana que me conocía.
Él parecía totalmente despreocupado.
– Ah, eso.
– ¿Acaso creía que no los oía?
– Es que apenas hace una semana que te conozco.
Ella no respondió, así que Sebastian se inclinó y le robó un beso.
– He cambiado de idea.
– ¿En… -Annabel miró a su alrededor, buscando un reloj-, dos horas?
– Dos horas y media, en realidad. -Le ofreció su sonrisa más pícara-. Pero han sido dos horas y media muy intensas, ¿no crees?
Olivia entró en el salón.
– ¿Qué le has hecho?
Sebastian gruñó.
– Serías una espía horrible, ¿lo sabes?
Olivia cruzó el salón en un santiamén.
– ¿La has comprometido de alguna forma en mi salón?