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– No -respondió Annabel enseguida-. No. No. No, no, no. No.

«Eso son muchos noes», se dijo Sebastian, un poco malhumorado.

– Me ha besado -le explicó Annabel a Olivia-, pero nada más.

Sebastian se cruzó de brazos.

– ¿Desde cuándo eres tan mojigata, Olivia?

– ¡Es mi salón!

Sebastian no entendía cuál era el problema.

– No estabas aquí -dijo él.

– Exacto -concluyó Olivia, pasando por su lado y tomando a Annabel del brazo-. Tú vienes conmigo.

Uy no, ni hablar.

– ¿Adónde crees que te la llevas? -preguntó él.

– A su casa. He pasado por delante. Newbury ya se ha ido.

Seb se cruzó de brazos.

– Todavía no me ha respondido.

– Te responderá mañana. -Olivia se volvió hacia Annabel-. Puedes responderle mañana.

– No. Espera. -Sebastian alargó el brazo y agarró a Annabel. Olivia no iba a arruinarle su proposición de matrimonio. Sujetó a Annabel a su lado, se volvió hacia Olivia y le dijo-: ¿Me has estado insistiendo para que le pidiera que se casara conmigo y ahora te la llevas?

– Estabas intentando seducirla.

– Si hubiera intentado seducirla -gruñó él-, te hubieras encontrado con una escena muy distinta al llegar.

– Sigo aquí -dijo Annabel.

– Puede que sea la única mujer de Londres que nunca ha estado enamorada de ti -dijo Olivia, clavándole un dedo en el pecho-, pero eso no significa que no sepa lo encantador que puedes llegar a ser.

– Vaya, Olivia -dijo él-. ¿Y esos cumplidos?

Annabel levantó la mano.

– Todavía estoy aquí.

– Annabel tomará una decisión en la privacidad de su habitación y no mientras la miras con… esos… ojos.

Sebastian se quedó callado unos dos segundos, y luego se dobló de la risa.

– ¿Qué? -preguntó Olivia.

Seb dio un codazo a Annabel y movió la cabeza hacia Olivia.

– A ella la miró con la nariz.

Annabel apretó los labios, en un intento obvio por no reírse. Su Annabel tenía un magnífico sentido del humor.

Olivia se cruzó de brazos y se volvió hacia Annabel.

– Es mejor que lord Newbury -le dijo, mordazmente-, aunque por los pelos.

– ¿Qué está pasando aquí? -Era Harry, algo despeinado, como si se hubiera estado echando el pelo hacia atrás con las manos. Tenía una mancha de tinta en la mejilla-. ¿Sebastian?

Seb miró a su primo, y luego a Olivia, y luego se echó a reír con tanta fuerza que tuvo que sentarse.

Harry parpadeó y se encogió de hombros, como si aquella escena fuera lo más normal del mundo.

– Ah, buenas tardes, señorita Winslow. No la había visto.

– Ya te dije que la reconocerías -balbuceó Olivia.

– Estoy buscando una pluma -dijo sir Harry. Se acercó al escritorio y empezó a abrir los cajones-. Hoy ya he roto tres.

– ¿Has roto tres plumas? -le preguntó Olivia.

Harry abrió otro cajón.

– Es esa Gorely. Algunas de sus frases… Santo Dios, son eternas. No creo que pueda traducirlas.

– Esfuérzate más -dijo Sebastian, mientras intentaba recuperarse.

Harry lo miró.

– ¿Qué te pasa?

Seb agitó una mano en el aire.

– Sólo me estoy divirtiendo un poco a expensas de tu mujer.

Harry miró a Olivia, que se limitó a poner los ojos en blanco. Se volvió hacia Annabel.

– A veces, pueden ser muy pesados. Espero que la hayan recibido bien.

Annabel se sonrojó ligeramente.

– Sí, mucho -tartamudeó.

Sin embargo, Harry era daltónico y no percibió que se había sonrojado.

– Ah, aquí está. -Levantó una pluma-. Ignoradme. Volved a lo que estuvierais… -Miró a Sebastian y meneó la cabeza-, haciendo.

– Lo haré -respondió Sebastian con solemnidad. Parecía parte de los votos matrimoniales. Le gustaba.

– Debería volver a casa -dijo Annabel mientras veía cómo Harry salía del salón.

Sebastian se levantó, prácticamente recuperado del ataque de risa.

– Te acompañaré.

– Ni hablar -intervino Olivia.

– Sí que lo haré -respondió él. Y entonces, levantó la barbilla y la miró por encima de la nariz.

– ¿Qué haces? -le preguntó Olivia, furiosa.

– Te estoy mirando -respondió él, con una cantinela.

Annabel se tapó la boca con la mano.

– Con la nariz -añadió, por si Olivia no había entendido la broma a la primera.

Olivia se tapó la cara con las manos. Y no porque estuviera riendo.

Sebastian se inclinó hacia Annabel, algo complicado mientras intentaba seguir mirando a Olivia con la nariz.

– No es mi seno favorito -le susurró.

– No quiero saber lo que acabas de decir -gimoteó Olivia desde detrás de las manos.

– No -asintió Seb-, seguramente no quieras. -Se colocó derecho y sonrió-. Acompañaré a Annabel a casa.

– Como quieras -suspiró Olivia.

Sebastian se inclinó hacia Annabel y susurró:

– La he agotado.

– Me ha agotado a mí.

– No, todavía no.

Annabel volvió a sonrojarse y Sebastian decidió que nunca se había alegrado tanto de no ser daltónico.

– Tienes que darle, al menos, un día para que considere tu propuesta -insistió Olivia.

Sebastian arqueó una ceja y miró a su prima.

– ¿Harry te dio un día?

– Eso da igual -murmuró ella.

– Muy bien -dijo Sebastian, mientras se volvía hacia Annabel-, haré caso a los expertos consejos de mi querida prima. Harry fue, al menos, el decimosegundo hombre que le propuso matrimonio. Mientras que yo jamás había pronunciado la palabra «matrimonio» en presencia de una mujer hasta hoy.

Annabel le sonrió. Fue como un amanecer.

– Mañana iré a verte para saber tu respuesta -dijo Sebastian, mientras notaba cómo iba sonriendo poco a poco-. Pero, mientras tanto… -Le ofreció el brazo-. ¿Nos vamos?

Annabel dio un paso hacia él y luego se detuvo.

– En realidad, creo que prefiero volver a casa sola.

– ¿Sí?

Ella asintió.

– Imagino que mi doncella sigue aquí y podrá acompañarme. No está lejos. Además… -Bajó la mirada y se mordió el labio inferior.

Él le acarició la barbilla.

– Habla claro, Annabel -le susurró.

Ella no lo miró cuando dijo:

– Es complicado pensar con claridad en su presencia.

Sebastian decidió tomárselo como una muy buena señal.

Annabel cerró la puerta principal con cuidado y se quedó inmóvil escuchando. La casa estaba en silencio; quizás, ojalá, sus abuelos habían salido. Dejó el libro en la mesa de la entrada mientras se quitaba los guantes, después volvió a cogerlo con la intención de subir a su habitación. Sin embargo, antes de llegar al tercer escalón, su abuela apareció en la puerta del salón.

– Ya has vuelto -dijo lady Vickers, visiblemente contrariada-. ¿Dónde diablos estabas?

– He salido a comprar -mintió Annabel-. He visto a unas amigas y hemos ido a tomar un helado.

Su abuela soltó un suspiro furioso.

– Te estropearás la figura.

Annabel le ofreció una sonrisa fingida y levantó el libro que lady Olivia le había dejado.

– Voy a mi habitación a leer.

Su abuela esperó a que hubiera subido otro escalón, y entonces dijo:

– No has visto al conde.

Annabel tragó saliva, incómoda, y se volvió hacia su abuela.

– ¿Ha estado aquí?

Su abuela entrecerró los ojos, pero si sospechaba que Annabel había evitado al conde, no lo dijo. Señaló con la cabeza hacia el salón, y estaba claro que esperaba que ella la siguiera. Annabel dio media vuelta, la siguió y se quedó junto a la puerta mientras su abuela se acercaba al aparador y se servía una copa.

– Habría sido mucho más fácil si hubieras estado aquí -dijo lady Vickers-, pero me alegro de decir que hemos mantenido la cordialidad. Se ha pasado casi una hora entera con tu abuelo.