Выбрать главу

– ¿Harry y Olivia saben que les has robado el carruaje? -preguntó Edward, frotándose los ojos.

– El término correcto es requisar y sí, lo saben. -Bueno, eso esperaba. Les había dejado una nota.

– ¿Y quién estará? -Edward bostezó.

– Tápate la boca.

Edward le lanzó una mirada letal.

Sebastian levantó la mandíbula mientras miraba por la ventana con impaciencia. La calle estaba abarrotada y el carruaje avanzaba muy despacio.

– Aparte de la señorita Winslow y de mi tío, no tengo ni idea.

– La señorita Winslow -repitió Edward, con un suspiro.

– No -le espetó Seb.

– ¿Qué?

– No pongas esa cara que pones cuando piensas en ella.

– ¿Qué cara?

– Esta que… -Seb puso cara de estúpido y dejó la lengua colgando-. Esta.

– Bueno, tienes que admitir que la chica es muy…

– No lo digas -lo advirtió Seb.

– Iba a decir encantadora -le informó Edward.

– Mentira.

– Tiene unos…

– ¡Edward!

– Ojos muy bonitos. -Edward dibujó una sonrisa de satisfacción.

Sebastian lo miró fijamente, se cruzó de brazos y miró por la ventana. Aunque enseguida los descruzó, volvió a mirar a Edward y le dio una patada.

– ¿A qué ha venido eso?

– Por el comentario inapropiado que estabas a punto de hacer.

Edward se echó a reír. Y, por una vez, Seb tuvo la sensación de que no se reía con él, sino de él.

– Debo decir -opinó Edward-, que es muy divertido que te hayas enamorado de la mujer con la que tu tío quiere casarse.

Sebastian se revolvió en el asiento.

– No estoy enamorado de ella.

– No -se burló Edward-, sólo quieres casarte con ella.

– ¿Te lo ha dicho Olivia? -Maldita sea, le había pedido a Olivia que no se lo dijera a nadie.

– No. -Edward sonrió-. Me lo acabas de decir tú.

– Cachorro -balbuceó Seb.

– ¿Crees que dirá que sí?

– ¿Por qué no iba a decir que sí? -se defendió Seb.

– No me malinterpretes. Si fuera una mujer, no se me ocurre nadie con quien preferiría casarme…

– Creo que hablo en nombre de todos los hombres de este mundo cuando digo que me alegro de que no sea una opción factible.

Edward hizo una mueca ante el insulto, pero no se enfadó.

– Newbury puede convertirla en condesa -le recordó.

– Y yo quizá también -respondió Seb.

– Creí que el condado te daba igual.

– Es que me da igual. -Y era verdad. Bueno, aunque ahora quizás un poco menos-. En cualquier caso, a mí me da igual.

Edward se encogió de hombros y ladeó ligeramente la cabeza. Aquel movimiento le resultaba familiar, aunque no sabía dónde lo había visto antes.

Hasta que se dio cuenta que era como mirarse en el espejo.

– Lo odia -dijo.

Edward bostezó.

– No sería la primera mujer que se casa con un hombre al que odia.

– Newbury le triplica la edad.

– Tampoco es el primer caso.

Al final, Seb levantó las manos con cierto aire de frustración.

– ¿Por qué me dices todo esto?

Edward se puso serio.

– Sólo quiero que estés preparado.

– Crees que dirá que no.

– Sinceramente, no tengo ni idea. Nunca os he visto a los dos juntos en la misma habitación. Pero preferiría verte gratamente sorprendido que con el corazón destrozado.

– No me destrozará el corazón -gruñó Seb. Porque Annabel no iba a decirle que no. Le había dicho que no podía pensar con claridad en su presencia. Si había alguna mujer que quería aceptar una proposición de matrimonio, era Annabel.

Pero ¿bastaba con que quisiera aceptar? A sus abuelos no les haría ninguna gracia que lo escogiera a él por encima de Newbury. Y sabía que estaba muy preocupada por la precaria situación económica de su familia. Pero estaba seguro de que no se sacrificaría para conseguirles cuatro monedas. No es como si estuvieran al borde de la pobreza. Era imposible si sus hermanos todavía iban al colegio. Y él tenía dinero. No tanto como Newbury; de acuerdo, ni siquiera se acercaba, pero tenía algo. Lo suficiente para pagar la educación de sus hermanos.

Sin embargo, Annabel no lo sabía. La mayor parte de la sociedad lo consideraba un bufón. Incluso Harry creía que iba a desayunar cada día a su casa porque no tenía ni para comprarse su propia comida.

Sebastian debía su puesto en la sociedad a su aspecto y su encanto. Y porque siempre existía la posibilidad de que su tío muriera antes de engendrar otro heredero. Pero nadie creía que poseyera ningún tipo de riqueza. Y lo que nadie sospechaba era que había amasado una pequeña fortuna firmando novelas góticas con el pseudónimo de una mujer.

Cuando el carruaje hubo superado el intenso tráfico de Londres, Edward se quedó dormido. Y permaneció dormido hasta que llegaron a la puerta de Stonegross, la enorme mansión de la época de los Tudor que servía como una de las casas de campo de los Challis. En cuanto Seb bajó del carruaje, empezó a estudiar los alrededores con ojo clínico.

Era como si volviera a estar en la guerra, buscando localizaciones y observando a los jugadores. Y eso es lo que hacía. Observaba. Nunca fue uno de los soldados del frente. Nunca había entrado en el combate cuerpo a cuerpo ni había mirado al enemigo a los ojos. Lo habían alejado de la acción, siempre vigilando, disparando desde la distancia.

Y nunca fallaba.

Tenía las dos cualidades que poseían los grandes francotiradores: una puntería excelente y una paciencia infinita. Nunca disparaba a menos que el tiro fuera perfecto, y nunca se ponía nervioso. Incluso el día en que casi matan a Harry, acechado por un capitán francés por la espalda, mantuvo la calma. Había observado y esperado, y no disparó hasta el momento oportuno. Harry nunca había llegado a saber lo cerca que había estado de la muerte.

Después, Sebastian había vomitado entre los arbustos.

Era extraño que volviera a sentirse como un soldado. O quizá no era tan extraño. Había estado en guerra con su tío toda la vida.

En el desayuno, lady Challis informó a Annabel y a Louisa que la mayoría de los invitados, entre ellos lord Newbury, no llegarían hasta la tarde. No mencionó a Sebastian, y Annabel no preguntó. Tales preguntas llegarían de inmediato a oídos de su abuela, y ella no quería que se repitiera la conversación que habían mantenido la noche anterior.

Era una espléndida mañana de verano, así que Annabel y Louisa decidieron pasear hasta el estanque, y fueron solas porque, al parecer, a nadie más le apetecía. Cuando llegaron, Louisa enseguida cogió una piedra y la lanzó por encima del agua del estanque.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Annabel.

– ¿Lanzar una piedra? ¿No sabes?

– No. Mis hermanos siempre decían que las chicas no sabían.

– ¿Y te lo creíste?

– Claro que no, pero lo intenté durante años y nunca lo conseguí. -Annabel cogió una piedra e intentó lanzarla. Pero se hundió enseguida.

Como una piedra.

Louisa dibujó una amplia sonrisa, cogió otra piedra y la dejó volar.

– Uno… Dos… Tres… Cuatro… ¡Cinco! -exclamó, mientras contaba los saltos-. Mi récord son seis.

– ¿Seis? -preguntó Annabel, sintiéndose derrotada-. ¿De veras?

Louisa se encogió de hombros y buscó otra piedra.

– En Escocia, mi padre me ignora tanto como en Londres. La única diferencia es que, allí, en lugar de fiestas y bailes, sólo puedo entretenerme con lagos y piedras. -Encontró una plana y la cogió-. He tenido mucho tiempo para practicar.

– Enséñame a…

Pero Louisa ya había lanzado la piedra al estanque.

– Uno… Dos… Tres… Cuatro. -Soltó un resoplido de irritación-. Sabía que pesaba demasiado.

Annabel observó, incrédula, cómo su prima lanzaba tres piedras más, cada una de las cuales rebotó cinco veces en el agua antes de hundirse.