– Creo que estoy celosa -anunció, al final.
Louisa sonrió.
– ¿De mí?
– Mirándote, cualquiera diría que no puedes levantar ninguna de esas piedras, y mucho menos lanzarlas al agua.
– Oye, oye -la riñó Louisa, sin dejar de sonreír-. Sin ofender.
Annabel fingió una mueca.
– No puedo correr deprisa -dijo Louisa-. Me han prohibido participar en cualquier torneo de tiro por la seguridad de los demás participantes, y no sé jugar a las malditas cartas.
– ¡Louisa!
Louisa había blasfemado. Annabel no podía creerse que hubiera blasfemado.
– Pero -añadió entonces, lanzando otra piedra-, sé lanzar piedras como una maestra.
– Ya lo veo -respondió Annabel, impresionada-. ¿Me enseñarás?
– No. -Louisa la miró con altivez-. Me gusta ser mucho mejor que tú en algo.
Annabel sacó la lengua.
– Dices que puedes hacer seis.
– Y puedo -insistió Louisa.
– No lo he visto. -Annabel se acercó a una piedra muy grande que había en la orilla y la tocó, para comprobar que estaba seca, antes de sentarse-. Tengo toda la mañana. Y, ahora que lo pienso, también toda la tarde.
Louisa frunció el ceño, luego gruñó, y empezó a buscar más piedras. Hizo cinco, luego cuatro, y luego cinco dos veces más.
– ¡Estoy esperando! -gritó Annabel.
– Se me están acabando las piedras buenas.
– Una excusa muy pobre. -Annabel bajó la mirada para comprobar si se había manchado las uñas cuando había cogido una patética piedra. Cuando volvió a levantar la cabeza, una piedra estaba rebotando en el agua. Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cinco… ¡Seis!
– ¡Lo has conseguido! -exclamó, mientras se levantaba-. ¡Seis!
– No he sido yo -dijo Louisa.
Las dos se volvieron.
– Señoritas -dijo Sebastian, realizando una elegante reverencia. Estaba increíblemente guapo a la luz de media mañana. Annabel nunca se había dado cuenta de lo pelirrojo que era. Se dio cuenta de que nunca lo había visto por la mañana. Se habían conocido a la luz de la luna, y se habían visto por la tarde. Y, en la ópera, lo había visto a la luz de cientos de tintineantes velas.
La luz de la mañana era distinta.
– Señor Grey -murmuró, y de golpe y de forma inexplicable estaba muy tímida.
– ¡Ha sido maravilloso! -exclamó Louisa-. ¿Cuál es su récord?
– Siete.
– ¿De veras?
Annabel no creía haber visto nunca a su prima tan animada. Excepto, seguramente, cuando había empezado a hablar de esos libros de Sarah Gorely. Que Annabel todavía tenía que leer. Había empezado La señorita Sainsbury y el misterioso coronel la noche anterior, pero sólo llevaba dos capítulos. Sin embargo, era impresionante la adversidad a la que la señorita Sainsbury había tenido que hacer frente en apenas veinticuatro páginas. Había sobrevivido al cólera, a una plaga de ratas y se había torcido el tobillo, dos veces.
En comparación, los problemas que ella tenía no parecían tan graves.
– ¿Usted sabe lanzar piedras, señorita Winslow? -le preguntó Sebastian, muy educado.
– Para mi vergüenza eterna, no.
– Yo sé dar seis rebotes -dijo Louisa.
– Pero hoy no -dijo Annabel, que no pudo resistirse.
Louisa levantó un dedo con irritación y se dirigió hacia la orilla en busca de otra piedra. Sebastian se acercó a Annabel, con las manos a la espalda.
– ¿Lo sabe? -le preguntó, en voz baja, mientras movía la cabeza hacia Louisa.
Annabel meneó la cabeza.
– ¿Lo sabe alguien?
– No.
– Ya veo.
Annabel no estaba segura de qué creía que veía, porque ella no veía nada.
– Una invitación muy repentina, ¿no crees? -murmuró él.
Annabel puso los ojos en blanco.
– Sospecho que mi abuela está detrás de todo esto.
– ¿Y me ha invitado?
– No, en realidad creo que dijo que no había podido impedir que te invitaran.
Él se rió.
– Me adoran.
El corazón de Annabel dio un brinco.
– ¿Qué te pasa? -preguntó él, que se había fijado en su expresión sorprendida.
– No lo sé. Yo…
– ¡Esta! -anunció Louisa, regresando hasta donde estaban. Sujetaba una piedra plana y redonda-. Esta es la piedra perfecta para mi lanzamiento.
– ¿Puedo verla? -preguntó Sebastian.
– Sólo si promete no lanzarla.
– Le doy mi palabra.
Ella le entregó la piedra y él la giró en la palma de la mano, comprobando la textura y el peso. Se la devolvió encogiéndose de hombros.
– ¿No le parece que sea buena? -preguntó Louisa, un poco desconcertada.
– No está mal.
– Está intentando minar tu confianza.
Louisa contuvo la respiración.
– ¿Es verdad?
Sebastian se volvió hacia Annabel y le sonrió.
– Me conoce muy bien, señorita Winslow.
Louisa se acercó a la orilla.
– Ha sido muy poco caballeroso por su parte, señor Grey.
Sebastian se rió y se apoyó en la piedra donde Annabel estaba sentada.
– Me gusta tu prima -dijo.
– A mí también.
Louisa respiró hondo, se concentró y lanzó la piedra con lo que a Annabel le pareció un exquisito movimiento de muñeca.
Todos contaron.
– Uno… Dos… Tres… Cuatro… Cinco… ¡Seis!
– ¡Seis! -gritó Louisa-. ¡Lo he conseguido! ¡Seis! ¡Ja! -Esto último iba dirigido a Annabel-. Ya te dije que podía hacer seis.
– Ahora tiene que hacer siete -rebatió Sebastian.
Annabel soltó una carcajada.
– No, hoy no -declaró Louisa-. Hoy pienso disfrutar de mi seisreinado.
– ¿Seisreinado?
– Seistitud.
Annabel sonrió.
– Seislación -proclamó Louisa-. Además -añadió, meneando la cabeza hacia Sebastian-, no le he visto hacer siete.
Él levantó las manos, a modo de derrota.
– Eso fue hace muchos, muchos años.
Louisa les ofreció una sonrisa regia.
– Dicho esto, creo que iré a celebrarlo. Os veré después. Quizá mucho después. -Y se marchó y dejó a Annabel y a Sebastian solos.
– ¿He dicho que me gusta tu prima? -divagó Sebastian en voz alta-. Creo que la quiero. -Ladeó la cabeza hacia Annabel-. De forma totalmente platónica, claro.
Annabel respiró hondo, pero, cuando soltó el aire, se notó temblorosa y nerviosa. Sabía que Sebastian quería una respuesta, y que se la merecía. Pero no tenía nada. Sólo una horrible y vacía sensación en su interior.
– Pareces cansado -le dijo. Porque era verdad.
Él se encogió de hombros.
– No he dormido demasiado bien. Casi nunca lo hago.
Su voz le sonaba extraña y lo miró fijamente. No la estaba mirando; tenía la mirada perdida en algún punto del horizonte. Al parecer, en la raíz de un árbol. Luego, desvió la mirada hasta sus pies, uno de los cuales estaba dibujando formas abstractas en la tierra. Había algo familiar en su expresión, y entonces lo recordó; era la misma que aquel día en el parque, justo después de que destrozara la diana de un disparo.
Y aquel día no quiso hablar de eso.
– Lo siento -dijo ella-. Odio cuando no puedo dormirme.
Él volvió a encogerse de hombros, pero el gesto empezaba a parecer forzado.
– Yo ya estoy acostumbrado.
Ella se quedó callada un momento, y entonces se dio cuenta de que la pregunta obvia era:
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? -repitió él.
– Sí. ¿Por qué te cuesta dormir? ¿Lo sabes?
Sebastian se sentó a su lado, mirando el agua, donde todavía quedaban algunos círculos del impacto de la piedra de Louisa contra la superficie. Se quedó pensativo un instante y luego abrió la boca como si quisiera decir algo.
Pero no dijo nada.
– He descubierto que tengo que cerrar los ojos -dijo ella.
Eso lo devolvió a la realidad.
– Cuando intento dormirme -aclaró ella-. Tengo que cerrarlos. Si me quedó ahí, mirando el techo, es como admitir mi derrota. Al fin y al cabo, no voy a dormirme con los ojos abiertos.