Sebastian reflexionó sobre esas palabras un momento y luego sonrió con ironía.
– Yo miro el techo -admitió.
– Pues ya está. Ese es tu problema.
Él se volvió hacia ella. Lo estaba mirando con una expresión sincera y los ojos transparentes. Y mientras estaba allí sentado, deseando que aquel fuera su problema, de repente pensó: «Quizá lo es». Quizás algunas de las preguntas más enrevesadas tenían respuestas sencillas.
Quizás ella era su respuesta sencilla.
Quería besarla. Le entraron las ganas de repente, y de forma irrefrenable. Pero sólo quería rozarle los labios. Nada más. Un simple beso de agradecimiento, de amistad, incluso quizá de amor.
Pero no iba a besarla. Todavía no. Había ladeado la cabeza y la forma cómo lo estaba mirando… Quería saber en qué estaba pensando. Quería conocerla. Quería saber sus pensamientos, sus esperanzas y sus miedos. Quería saber en qué pensaba las noches en que no podía dormir, y también quería saber qué soñaba cuando por fin se dormía.
– Pienso en la guerra -dijo, en voz baja. Nunca se lo había dicho a nadie.
Ella asintió. Despacio, en un movimiento casi imperceptible.
– Debió de ser horrible.
– No todo. Pero las cosas con las que pienso por la noche… -Cerró los ojos un momento, incapaz de bloquear el punzante olor de la pólvora, la sangre y, lo peor, el ruido.
Ella le tomó la mano.
– Lo siento.
– Antes era peor.
– Eso está bien. -Le sonrió para animarlo-. ¿Qué crees que ha cambiado?
– He… -Pero no lo dijo. No podía decírselo. Todavía no. ¿Cómo podía explicarle lo de los libros cuando ni siquiera sabía si le gustaban? Nunca le había importado que Harry u Olivia pensaran que los libros de Sarah Gorely eran horribles; bueno, no demasiado. Pero si a Annabel no le gustaban…
Era casi demasiado para poder soportarlo.
– Creo que sólo es cuestión de tiempo -dijo-. Dicen que lo cura todo.
Ella volvió a asentir, ese diminuto movimiento que a Sebastian le gustaba creer que sólo él podía percibir. Ella lo miró con curiosidad, con la cabeza ladeada.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, observando cómo fruncía el ceño.
– Creo que tus ojos son exactamente del mismo color que los míos -dijo ella, maravillada.
– Tendremos unos hijos con unos ojos grises preciosos -respondió él, antes de pensárselo dos veces.
La mirada alegre de Annabel se esfumó y giró la cara. Maldición. No pretendía presionarla. Todavía no. Ahora simplemente era feliz. Estaba perfecta y completamente cómodo. Acababa de compartir con otro ser humano uno de sus secretos y el mundo no se había venido abajo. Era increíble lo maravilloso que era.
No, esa no era la palabra. Aquello era frustrante. Estaba en el negocio de encontrar la palabra exacta y ahora no sabía cómo explicarlo. Se sentía…
Elevado.
Ligero.
Descansado. Y, al mismo, como si quisiera cerrar los ojos, apoyar la cabeza en una almohada y dormir. Nunca había sentido nada igual.
Y ahora lo había arruinado. Annabel estaba mirando al suelo, con las mejillas demacradas y era como si se hubiera quedado sin color. Estaba igual, ni pálida ni sonrojada y, sin embargo, no tenía color.
Aquello venía del interior. Y le partía el corazón.
Ahora lo veía; su vida como esposa de su tío. La destrozaría, la secaría lentamente.
No podía permitirlo. Sencillamente, no podía permitirlo.
– Ayer te pedí que te casaras conmigo -dijo.
Ella apartó la mirada. No miró al suelo, pero apartó la mirada.
No tenía una respuesta. Sebastian se sorprendió de lo mucho que le dolía esa realidad. Ni siquiera lo estaba rechazando; le estaba suplicando que le diera más tiempo.
Suplicando en silencio, corrigió. Quizá la descripción más correcta era que estaba evitando la pregunta.
Sin embargo, le había pedido que se casara con él. ¿Acaso creía que iba haciendo proposiciones de ese tipo a la ligera? Siempre había creído que, cuando por fin le propusiera matrimonio a alguien, la mujer en cuestión lloraría de alegría, como loca de contenta. Aparecería un arco iris en el cielo, las mariposas revolotearían sobre sus cabezas y todo el mundo uniría sus manos y cantaría.
O, al menos, que diría que sí. Nunca se había considerado el tipo de hombre que propone matrimonio a una mujer que quizá le diga que no.
Se levantó. Estaba demasiado nervioso para quedarse sentado. Toda esa paz y ligereza habían desaparecido.
¿Qué diantres se suponía que tenía que hacer ahora?
CAPÍTULO 20
Annabel observó a Sebastian mientras se acercaba al agua. Se quedó junto a la orilla, tan cerca que casi se le mojan los zapatos. Estaba mirando hacia la otra orilla, con la postura tensa e inflexible.
No era propio de él. Estaba… mal.
Sebastian era ágil y elegante. Cada movimiento de su cuerpo era un baile secreto y cada sonrisa, un poema silencioso. Aquello no estaba bien. No era él.
¿Cuándo había empezado a conocerlo tan bien que, con sólo mirarle la espalda, sabía si era él o no? ¿Y por qué le dolía tanto saber que lo sabía? Que lo conocía.
Después de lo que pareció una eternidad, Sebastian dio media vuelta y, con una desgarradora formalidad, dijo:
– A juzgar por tu silencio, deduzco que todavía no tienes una respuesta para mí.
Ella meneó la cabeza en un gesto muy pequeño, lo suficiente para decir que no.
– Mina la confianza -dijo él-, utilizando tus mismas palabras.
– Todo es muy complicado -dijo Annabel.
Él se cruzó de brazos y la miró con la ceja arqueada. Y, con eso, volvió a ser él. La tensión había desaparecido y, en su lugar, había aparecido la confianza desenfadada y, cuando caminó hacia ella, lo hizo con una arrogancia que la fascinó.
– No es complicado -respondió él-. No podría ser más sencillo. Te he pedido que te cases conmigo y tú quieres hacerlo. Sólo tienes que decir que sí.
– No he dicho que…
– Quieres hacerlo -dijo él, con un increíblemente irritante nivel de certeza-. Y lo sabes.
Tenía razón, por supuesto, pero Annabel no pudo evitar que aquella fanfarronería la provocara.
– Estás muy seguro de ti mismo.
Él se acercó un poco más, sonriendo muy despacio. Seductor.
– ¿No debería estarlo?
– Mi familia… -susurró ella.
– No se morirá de hambre. -Le acarició la mejilla y le volvió la cara hacia él-. No soy pobre, Annabel.
– Somos ocho.
Él se lo pensó.
– De acuerdo, nadie se morirá de hambre, aunque quizás adelgacéis un poco.
Ella se rió. Odiaba que pudiera hacerla reír en un momento como ese. No, le encantaba. No, lo quería.
«Dios mío.»
Dio un respingo.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó él.
Ella meneó la cabeza.
– Dímelo -insistió, y la tomó de la mano mientras la acercaba a él-. Acaba de pasar algo. Lo he visto en tus ojos.
– No, señor…
– Sebastian -le recordó él, mientras le rozaba la frente con los labios.
– Sebastian -dijo ella, con la voz rota. Le costaba hablar cuando lo tenía tan cerca. Le costaba pensar.
Él deslizó los labios hasta la mejilla, con delicadeza.
– Tengo trucos para hacerte hablar -le susurró.
– ¿Q… Qué?
Jugueteó con su labio inferior y luego se desplazó hasta la oreja.
– ¿En qué estabas pensando? -murmuró.
Ella sólo pudo gemir.
– Tendré que ser más persuasivo. -Deslizó las manos hasta su espalda y descendieron hasta que se posaron sobre las nalgas y la apretaron contra él. Annabel notó cómo echaba la cabeza hacia atrás, lejos del acoso sensual de Sebastian, pero, sin embargo, apenas podía respirar. El cuerpo de Sebastian era tan fuerte, y apasionado, que notó la erección contra el estómago.