– Te deseo -le susurró-. Y sé que tú me deseas.
– ¿Aquí? -jadeó ella.
Él se rió.
– Soy algo más refinado que eso, pero -añadió, en tono pensativo-, estamos solos.
Ella asintió.
– Los invitados todavía no han llegado. -Le dio un beso en la delicada piel que unía la oreja y la mandíbula-. Y creo que es sensato asumir que tu maravillosa prima no nos molestará.
– Sebastian, yo…
– Será la madrina de nuestros hijos.
– ¿Qué? -Pero casi no pudo pronunciar la palabra. La mano de Sebastian se había colado por debajo de la falda y estaba ascendiendo. Y lo único que quería, Dios santo, se estaba volviendo una fresca, era inclinarse un poco y separar un poco más las piernas para facilitarle lo que fuera que quisiera hacerle.
– Les podrá enseñar a todos a lanzar piedras -dijo él, cuando llegó al tierno punto encima de la rodilla. Annabel se sacudió.
– ¿Tienes cosquillas? -le preguntó, con una sonrisa. Siguió subiendo-. Tendremos muchos hijos. Muchos, muchos, muchos.
Annabel tenía que detenerlo. Tenía que decir algo, decirle que todavía no se había decidido, que no podía comprometerse, no hasta que hubiera podido pensárselo con claridad, algo que no podía hacer con él delante. Le estaba hablando del futuro y de hijos, y ella sabía que su silencio era como un sí.
Sebastian deslizó un dedo por la parte interna del muslo.
– No sé cómo no podríamos tener muchos hijos -murmuró. Volvió a pegar los labios a su oreja-. No te dejaré salir de la cama.
A ella le temblaron las rodillas.
Él siguió subiendo el dedo y alcanzó el pliegue entre el muslo y la cadera.
– ¿Quieres que te explique lo que pienso hacer allí? ¿En nuestra cama?
Ella asintió.
Él sonrió. Ella notó la sonrisa pegada a su oreja, notó cómo sus labios se movían y oyó cómo su sonrisa se llenaba de alegría.
– Primero -dijo, en voz baja-, haré que sientas placer.
Ella gimió. O quizá fue un grito.
– Empezaré con un beso -dijo él, con la voz apasionada y grave junto a su oído-. Pero ¿dónde?
– ¿Dónde? -susurró ella. No fue realmente una pregunta, sino un eco de incredulidad.
Él le rozó la boca.
– ¿En los labios? Quizá. -Deslizó el dedo muy lentamente por su escote-. Me encanta esta parte de tu cuerpo. Y estos… -Cubrió uno de los pechos con la mano y gimió mientras lo apretaba-. Podría perderme un día entero en ellos.
Annabel arqueó la espalda porque quería darle más. Su cuerpo había tomado vida propia y lo deseaba desesperadamente. No podía dejar de pensar en lo que le había hecho en el salón de los Valentine. Cómo le había acariciado los pechos. Toda su vida había odiado sus pechos, odiaba cómo los hombres los miraban y silbaban, como si hubieran bebido demasiado, como si creyeran que ya estaba madura para comérsela.
Sin embargo, Sebastian la había hecho sentirse guapa. Había adorado su cuerpo y aquello había provocado que ella también adorara su cuerpo.
Metió la mano por dentro del escote del vestido y deslizó los dedos por debajo de la camisola para juguetear con el pezón.
– No tienes ni idea -le dijo, con la voz ronca-, de lo mucho que voy a quererte aquí.
Ella contuvo la respiración y se sintió vacía cuando él apartó la mano. Estaba en una posición muy extraña y ella no pudo evitar pensar que, si pudiera quitarse toda la maldita ropa, la tocaría por todas partes. La masajearía, la acariciaría y la lamería.
– Oh, Dios mío -gimió.
– ¿En qué estás pensando? -susurró él.
Ella meneó la cabeza. Era imposible que vocalizara esos pensamientos tan libertinos.
– ¿Estás pensando en dónde más te besaría?
Santo Dios, esperaba que no quisiera que le respondiera.
– Quizá te besaría en otro sitio muy distinto -dijo, coqueto. La otra mano, la que estaba en la pierna, se aferró al muslo y lo apretó-. Si quiero darte placer -murmuró-, placer auténtico, creo que voy a tener que besarte aquí.
Metió el dedo entre las piernas.
Ella estuvo a punto de echarse hacia atrás. Y lo habría hecho, si el brazo de Sebastian no la hubiera sujetado con fuerza.
– ¿Te gusta? -le preguntó, mientras dibujaba círculos cada vez más concéntricos.
Ella asintió. O quizá creyó que había asentido. Pero no dijo que no.
Un segundo dedo se añadió al primero y, con mucha delicadeza, la abrió y le acarició la piel húmeda. Annabel empezó a notar cómo su cuerpo se tensaba y se sacudía, y se aferró a sus hombros, por miedo a que, si se soltara, cayera al suelo.
– Creo que sabrás a gloria -continuó él, que claramente estaba dispuesto a continuar hasta que ella explotara en sus brazos-. Te lamería por aquí. -Le recorrió la piel con el dedo-. Y luego por aquí. -Repitió la caricia en el otro lado-. Y luego vendría aquí. -Le acarició el pliegue más sensible y ella estuvo a punto de gritar.
Sebastian pegó más la boca a su oreja.
– Y esto también lo lamería.
Annabel se aferró a él con más fuerza y apretó las caderas contra su mano.
– Pero puede que ni siquiera eso bastara -susurró-. Eres una mujer sensata y harías que tuviera que esforzarme un poco más para darte placer.
– Oh, Sebastian -jadeó ella.
Él se rió pegado a su piel.
– Quizá tendría que acariciarte de forma más íntima. -Uno de los dedos empezó a dibujar círculos alrededor de la abertura y, luego, lentamente se introdujo en su interior-. Así. ¿Te gusta?
– Sí -gimió ella-. Sí.
Él empezó a mover el dedo.
– ¿Y así?
– Sí.
Era perverso, y ella era perversa, y le estaba haciendo cosas perversas. Y sólo podía pensar en que estaban al aire libre y que podía verlos cualquiera, y aquello lo hacía más delicioso.
– Libérate, Annabel -le susurró al oído.
– No puedo -lloriqueó ella, envolviéndolo con las piernas. Algo le dolía por dentro. Se lo estaba provocando él y no tenía ni idea de cómo detenerlo.
O si quería detenerlo.
– Libérate -le susurró otra vez.
– Yo… Yo…
Él se rió.
– Voy a decírtelo muy clarito, Anna…
– ¡Oh!
Annabel no sabía si se había liberado o no, pero algo en su interior había explotado. Se aferró a los hombros de Sebastian, como si le fuera la vida y luego, cuando empezó a desfallecer, él la levantó en brazos y la llevó a un trozo de hierba muy suave a varios metros. Annabel se sentó y luego se tendió, permitiendo que el sol le calentara el rostro.
– El verde te sienta de maravilla -dijo él.
Ella no abrió los ojos.
– El vestido es rosa.
– Estarías mejor si te lo quitaras todo -respondió él, mientras le daba un beso en la nariz- y te quedaras desnuda en la hierba.
– No sé lo que acabas de hacerme -dijo ella. Parecía aturdida. Creía que nunca había parecido tan aturdida en su vida.
Él le dio otro beso.
– Se me ocurren diez cosas más que podría hacerte.
– Creo que me matarías.
Él se rió a carcajadas.
– Está claro que tendremos que seguir practicando. Para que cojas fuerzas.
Al final, Annabel abrió los ojos y lo miró. Estaba tendido de lado, con la cabeza apoyada en la mano. Tenía un trébol entre los dedos.
Le hizo cosquillas en la nariz con él.
– Eres preciosa, Annabel.
Ella suspiró encantada. Se sentía preciosa.
– ¿Te casarás conmigo?
Ella volvió a cerrar los ojos. Estaba perfectamente lánguida.
– ¿Annabel?
– Quiero hacerlo -respondió ella, en voz baja.
– ¿Por qué creo que no es lo mismo que un sí?
Ella suspiró otra vez. Le encantaba la sensación del sol en la cara. Ni siquiera le preocupaba que le salieran pecas.