Cerró el ojo.
– Creo que esta vez va en serio -dijo Edward.
– Iba en serio las últimas tres veces -respondió Sebastian, mirando fijamente la parte interior de sus párpados.
– Sí, claro -contestó aquel-. Ha tenido mala suerte. Muerte, fuga y… ¿qué le pasó a la tercera?
– Que se presentó en el altar embarazada.
Edward se rió.
– Quizá debería haberse quedado con esa. Al menos, sabía que era fértil.
– Me temo -respondió Sebastian mientras cambiaba la posición para acomodarse mejor en el sofá con las piernas estiradas-, que incluso yo soy preferible al bastardo de otro hombre. -Tiró la toalla y dobló las piernas por encima del brazo del sofá, con los pies colgando-. Aunque cueste creerlo.
Pensó en su tío un instante y luego intentó apartarlo de su mente. El conde de Newbury siempre lo ponía de mal humor, y hoy ya tenía suficiente dolor de cabeza. Tío y sobrino siempre habían estado a la greña, pero nunca había importado hasta hacía un año y medio, cuando Geoffrey, el primo de Sebastian, había muerto. En cuanto fue evidente que la viuda de Geoffrey no estaba embarazada y que Sebastian era el heredero del título, Newbury se fue hacia Londres en busca de una nueva esposa y gritó a los cuatro vientos que moriría antes de permitir que Sebastian heredara el título.
Por lo visto, el conde no se había dado cuenta de la inconsistencia logística de tal afirmación.
Por lo tanto, Sebastian se encontró en una situación extraña y precaria. Si el conde encontraba una esposa y engendraba otro hijo, y Dios sabía que lo estaba intentando, él seguiría siendo otro de los caballeros apuestos, aunque sin título, de Londres. Si, por otro lado, Newbury no conseguía reproducirse o, algo peor, sólo engendraba hijas, heredaría cuatro casas, montañas de dinero y el octavo condado más antiguo de Inglaterra.
Y eso significaba que nadie sabía demasiado qué hacer con él. ¿Era el soltero de oro del mercado o sólo otro cazafortunas? Era imposible saberlo.
Y era muy divertido. Al menos, para Sebastian.
Nadie quería arriesgarse a que no se convirtiera en conde y, por lo tanto, lo invitaban a todas las fiestas, algo que siempre suponía una ventaja excelente para un hombre que disfrutaba de la buena comida, la buena música y la buena conversación. Las debutantes revoloteaban a su alrededor, generando un entretenimiento infinito. Y en cuanto a las damas más maduras, las que disponían de absoluta libertad para buscar el placer donde quisieran…
Bueno, frecuentemente solían escogerlo a él. Que fuera apuesto ayudaba mucho. Que fuera un amante excelente era delicioso. Que quizás acabara convirtiéndose en el conde de Newbury…
Lo convertía en irresistible.
Sin embargo, ahora mismo, con la cabeza dolorida y el estómago revuelto, se sentía absolutamente resistible. O, si no, resistente. Podría descender del techo la mismísima Afrodita, flotando en una concha marina, desnuda a excepción de unas flores colocadas de forma estratégica, y seguramente le vomitaría en los pies.
No, tendría que bajar completamente desnuda. Si Sebastian quería comprobar la existencia de una diosa, en ese mismo salón, tendría que estar desnuda.
Sin embargo, igualmente le vomitaría en los pies.
Bostezó y apoyó el peso del cuerpo un poco más sobre la cadera izquierda. Se preguntó si podría quedarse dormido. No había dormido demasiado bien la noche anterior (champán) ni la otra (por nada en particular), y el sofá de su primo era un sitio tan bueno como cualquier otro. Como tenía los ojos cerrados y el salón estaba bastante oscuro, sólo oía cómo Edward masticaba.
Ese ruido.
Era increíble lo intenso que era, ahora que se paraba a pensarlo.
Sin mencionar el olor. Pastel de carne. ¿Quién era capaz de comerse un pastel de carne delante de alguien en su estado?
Sebastian gimió.
– ¿Perdón? -dijo Edward.
– Tu comida -gruñó él.
– ¿Quieres un poco?
– No, por Dios.
Sebastian mantuvo los ojos cerrados, pero prácticamente oyó cómo su primo se encogía de hombros. Esa mañana, nadie se apiadaría de él.
De modo que Newbury iba detrás de otra yegua de cría. Sebastian suponía que no tenía que sorprenderle. Demonios, no estaba sorprendido. Es que…
Es que…
Diantres, no sabía qué era. Pero era algo.
– ¿De quién se trata, esta vez? -preguntó, porque no es que estuviera completamente desinteresado.
Se produjo una pausa, seguramente mientras Edward tragaba la comida, y luego:
– La nieta de Vickers.
Sebastian lo consideró. Lord Vickers tenía varias nietas. Aunque tenía sentido, porque lady Vickers y él habían tenido algo así como quince hijos.
– Bueno, me alegro por ella -gruñó.
– ¿La has visto? -preguntó Edward.
– ¿Y tú? -respondió Seb. Había llegado a la ciudad cuando la temporada ya había empezado. Si la chica era nueva, seguro que no la conocía.
– De campo, dicen, y tan fértil que los pájaros cantan cuando se les acerca.
Vaya, eso merecía que abriera un ojo. En realidad, los dos.
– Pájaros -repitió Sebastian con la voz neutra-. ¿De veras?
– Me pareció una frase divertida -dijo Edward, defendiéndose.
Con un gruñido, Sebastian levantó las piernas y se sentó en el sofá. Bueno, al menos, en una posición que se acercaba más a estar sentado que la anterior.
– Y si esa chica es la Blancanieves virgen que Newbury asegura, ¿cómo se juzga su fecundidad?
Edward se encogió de hombros.
– Es obvio. Tiene unas caderas… -Dibujó un arco extraño en el aire y le empezaron a brillar los ojos-. Y unos pechos… -Prácticamente estaba temblando y a Sebastian no le hubiera extrañado que empezara a babear.
– Contrólate, Edward -dijo Sebastian-. Por si lo has olvidado, estás sentado en el sofá recién tapizado de Olivia.
Edward lo miró malhumorado y volvió a concentrarse en la comida del plato. Estaban sentados en el salón de casa de sir Harry y lady Olivia Valentine, como casi siempre. Edward era hermano de Harry y, por lo tanto, vivía allí. Sebastian había ido a desayunar. La cocinera de Harry había cambiado la receta de los huevos cocidos, con unos resultados excelentes. (Sebastian sospechaba que le echaba más mantequilla; todo estaba más sabroso con más mantequilla.) No se había perdido un desayuno en «La Casa de Valentine» en una semana.
Además, le gustaba la compañía.
Harry y Olivia que, por cierto no eran españoles, aunque a Sebastian le gustaba decir «La Casa de Valentine», habían ido al campo durante quince días, seguramente para escapar de Edward y Sebastian. Los dos jóvenes enseguida habían dejado que su actitud de solteros degenerara y dormían hasta mediodía, comían en el salón y habían colgado una diana detrás de la puerta de la segunda habitación de invitados.
De momento, Sebastian ganaba catorce partidas a tres.
En realidad, eran dieciséis a una. Se había apiadado de Edward a medio torneo. Y eso había añadido interés al asunto. Era mucho más difícil perder a propósito de forma realista que ganar. Pero lo había conseguido. Edward no había sospechado nada.
La partida número dieciocho se celebraría esa misma noche. Y Sebastian allí estaría, por supuesto. Prácticamente vivía en esa casa. Se decía que era porque alguien tenía que vigilar al joven Edward, pero la verdad era que…
Seb sacudió la cabeza mentalmente. Ya había dicho suficientes verdades.
Bostezó. Dios, estaba cansado. No sabía por qué había bebido tanto la noche anterior. Hacía siglos que no lo hacía. Pero se había acostado temprano, y no podía dormir, y entonces se levantó, pero no podía escribir porque…
Porque nada. Había sido terriblemente irritante. No podía escribir. Las palabras no le venían a la mente a pesar de que había dejado a la pobre heroína escondida debajo de una cama. Y al héroe, en esa misma cama. Iba a ser la escena más arriesgada hasta la fecha. Cualquiera creería que, al ser tan nuevo, le resultaría fácil.