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– ¿Qué voy a hacer contigo? -preguntó él, en voz alta. Ella lo oyó moverse y luego oyó su voz mucho más cerca de su oído-. Puedo seguir inventándome formas de comprometerte.

Ella se rió.

– Déjame pensar. La número diez…

– Yo también lo hago -lo interrumpió ella, que todavía seguía inspeccionando el interior de sus párpados. La luz del sol los teñía de color rojo anaranjado. Era un color muy bonito y cálido.

– ¿El qué?

– Hacer listas de diez cosas. Es un número muy redondo.

Él le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

– Me encantan las cosas redondas.

– Para. -Pero ni siquiera a ella le pareció que lo dijera con convicción.

– ¿Sabes cómo sé que te casarás conmigo?

Ella abrió los ojos. Parecía muy seguro de sí mismo.

– ¿Cómo?

– Mírate. Estás feliz y contenta. Si no fueras a casarte conmigo, estarías corriendo como una gallina… no, perdón, como un pavo, gritando «¿Qué he hecho?», «¿Qué has hecho?» y «¿Qué hemos hecho?»

– Lo estoy pensando -le dijo ella.

Él se rió.

– Ya.

– No me crees.

Él le dio un beso.

– Ni por un segundo. Sin embargo, todavía no ha pasado un día entero, y soy un hombre de palabra, así que no te acosaré. -Se levantó y le ofreció la mano para ayudarla.

Annabel la aceptó y se levantó con una sonrisa de incredulidad.

– ¿Lo que me has hecho no ha sido acoso?

– Mi querida señorita Winslow, ni siquiera he empezado a acosarte. -Y entonces, sus ojos se iluminaron con un brillo especial-. Hmmm.

– ¿Qué?

Él se rió para sí mismo mientras la acompañaba por la colina hasta el camino.

– ¿Se ha celebrado alguna vez una competición de el Winslow con más probabilidades de correr más que un acosador?

Ella empezó a reírse y no paró hasta que llegaron a Stonecross.

CAPÍTULO 21

Esa misma noche…

– Lo has visto esta tarde?

Annabel habría levantado la vista y mirado a Louisa, que acababa de entrar en la habitación, pero Nettie le tenía agarrado el pelo con mucha fuerza.

– ¿A quién? -preguntó-. ¡Au! ¡Nettie!

Nettie tiró todavía más fuerte, enroscó un mechón y lo fijó con una horquilla.

– Estese quieta y no tardaré tanto.

– Ya sabes a quién -dijo Louisa, mientras se sentaba en una silla.

– Ponte un vestido azul -le dijo Annabel, sonriente-. Es el color que mejor te queda.

– No intentes cambiar de tema.

– No lo ha visto -respondió Nettie.

– ¡Nettie!

– Es verdad, no lo ha visto -se defendió la doncella.

– No -confirmó Annabel-. No desde la hora de la comida.

La comida se había servido al aire libre y, como no había sitios predeterminados, Annabel había acabado en una mesa para cuatro con Sebastian, su primo Edward y Louisa. Se lo habían pasado de maravilla, pero, a media comida, lady Vickers había solicitado hablar en privado con ella.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -le preguntó su abuela, cuando estuvieron lejos del grupo.

– Nada -insistió Annabel-. Louisa y yo…

– No me refiero a tu prima -la interrumpió lady Vickers. Agarró a Annabel del brazo con fuerza-. Hablo del señor Grey que, por cierto, te recuerdo que no es el conde de Newbury.

Annabel vio que el volumen de voz de su abuela estaba llamando la atención de los demás invitados, así que habló en voz baja a ver si ella la imitaba.

– Lord Newbury ni siquiera ha llegado -dijo-. Si estuviera aquí…

– ¿Te sentarías con él? -Lady Vickers arqueó la ceja con escepticismo-. ¿Estarías atenta a todas y cada una de sus palabras y te comportarías como una ramera delante de todo el mundo?

Annabel contuvo el aliento y retrocedió.

– Todo el mundo te está mirando -siseó lady Vickers-. Cuando estés casada, podrás hacer lo que te dé la gana, pero de momento tú y tu reputación os mantendréis impolutas como un copo de nieve.

– ¿Qué crees que he estado haciendo? -preguntó Annabel en voz baja. Seguro que su abuela no sabía lo que había pasado en el estanque. No lo sabía nadie.

– ¿No te he enseñado nada? -Los ojos de lady Vickers, claros y sobrios como Annabel no los había visto nunca, la miraron fijamente-. No importa lo que hagas, sino lo que la gente cree que haces. Y estás mirando a ese hombre como si estuvieras enamorada de él.

Pero es que lo estaba.

– Intentaré mejorar -dijo Annabel, nada más.

Se terminó la comida, porque no quería que nadie la viera correr hasta su habitación después de que su abuela la hubiera regañado en público. Pero, en cuanto terminó de comer, se disculpó y se marchó a su habitación. Le dijo a Sebastian que necesitaba descansar. Y era verdad. Y que no quería estar presente cuando su tío llegara.

Que también era verdad.

Así que se tendió en la cama con la señorita Sainsbury. Y su misterioso coronel. Y se dijo que se merecía una tarde para ella sola. Tenía muchas cosas sobre las que reflexionar.

Sabía lo que quería hacer, y sabía lo que debería hacer, y también sabía que eran dos cosas distintas.

También sabía que si mantenía la cabeza pegada a un libro toda la tarde, podría ignorar todo aquel embrollo durante unas horas.

Cosa que le resultaba terriblemente atractiva.

Quizá, si esperaba el tiempo suficiente, pasaría algo y todos sus problemas desaparecerían.

Quizá su madre encontraría un collar de diamantes que hubiera perdido.

O quizá lord Newbury encontraría a una chica con las caderas todavía más anchas.

O quizás habría una inundación. O una plaga. De veras, el mundo estaba lleno de calamidades. Mira a la pobre señorita Sainsbury. Entre los capítulos tres y ocho, había caído por la borda de un barco, la había capturado un corsario y casi la pisotea una cabra.

¿Quién podía asegurarle que a ella no le sucedería lo mismo?

Aunque, pensándolo bien, lo del collar de diamantes le gustaba más.

Sin embargo, una chica no podía esconderse para siempre, y ahora estaba sentada frente al espejo mientras Nettie la peinaba y Louisa la informaba de lo que se había perdido.

– He visto a lord Newbury -dijo.

Annabel soltó una especie de suspiro gruñido.

– Estaba hablando con lord Challis. Le ha… eh… -Louisa tragó saliva, muy nerviosa, y jugueteó con el encaje de su vestido-. Le ha dicho algo acerca de una licencia especial.

– ¿Qué? ¡Au!

– No haga movimientos bruscos -la riñó Nettie.

– ¿Y qué ha dicho de la licencia especial? -susurró Annabel, con cierta urgencia. Aunque no había ningún motivo para susurrar. Nettie estaba al corriente de todo. Annabel le había prometido dos sombreros y un par de zapatos para que le guardara el secreto.

– Que había conseguido una. Y que por eso había llegado tan tarde. Ha venido directamente desde Canterbury.

– ¿Has hablado con él?

Louisa meneó la cabeza.

– Ni siquiera creo que me haya visto. Yo estaba leyendo en la biblioteca y la puerta estaba abierta. Ellos estaban en el pasillo.

– Una licencia especial -repitió Annabel, con voz grave. Una licencia especial. Significaba que una pareja podía casarse enseguida, sin anunciarlo. Se podrían ahorrar tres semanas y la ceremonia se podía celebrar en cualquier parte y en cualquier parroquia. Incluso a cualquier hora, aunque la mayoría de las parejas seguían la tradición de casarse el sábado por la mañana.

Annabel se miró en el espejo. Era jueves.

Louisa alargó el brazo y la tomó de la mano.

– Puedo ayudarte -dijo.

Annabel se volvió hacia su prima. Había algo en su voz que la incomodó.

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo… -Louisa se detuvo, miró a Nettie, que estaba clavando otra horquilla en el pelo de Annabel-. Necesito hablar con mi prima en privado.