– Sólo me queda un mechón -respondió Nettie y le dio un último tirón en el pelo, que a Annabel le pareció más vigoroso de lo que era necesario. Lo fijó con una horquilla y se marchó.
– Tengo dinero -dijo Louisa, en cuanto la puerta se cerró-. No mucho, pero suficiente para ayudarte.
– Louisa, no.
– Nunca me gasto todo lo que me dan. Mi padre me da mucho más de lo que necesito. -Se encogió de hombros con tristeza-. Estoy segura de que es para compensar su ausencia en las demás áreas de mi vida. Pero eso da igual. La cuestión es que puedo enviar ese dinero a tu familia. Bastará para, al menos, que tus hermanos sigan en la escuela otro trimestre.
– ¿Y el otro? -dijo Annabel. Porque después vendría otro trimestre. Y, a pesar de que la oferta de Louisa era muy generosa, no duraría para siempre.
– Ya lo veremos en su momento. Al menos, habrás ganado un poco de tiempo. Puedes conocer a otra persona. O quizás el señor Grey…
– ¡Louisa!
– No, escúchame -la interrumpió Louisa-. Quizá tiene dinero y nadie lo sabe.
– Si lo tuviera, ¿no crees que habría dicho algo?
– ¿Y no ha…?
– No -intervino Annabel, mientras odiaba cómo la voz se le quebraba. Pero es que era muy difícil. Era difícil pensar en Sebastian y en todos los motivos por los que no podía casarse con él-. Dice que no es pobre y que no nos moriríamos de hambre, pero cuando le he recordado que somos ocho hermanos, ha hecho una broma diciendo que igual nos adelgazábamos.
Louisa hizo una mueca y luego intentó borrarla.
– Bueno, ya sabíamos que no era tan rico como el conde, pero ¿quién lo es? Y no necesitas joyas ni grandes palacios, ¿verdad?
– ¡Claro que no! Si no fuera por mi familia, yo…
– ¿Tú qué? ¿Qué, Annabel?
«Me casaría con Sebastian.»
Pero no se atrevió a decirlo en voz alta.
– Tienes que pensar en tu propia felicidad -le dijo Louisa.
Annabel se rió.
– ¿Y en qué crees que he estado pensando? Si no hubiera estado pensando en mi propia felicidad, seguramente le habría pedido al conde que se casara conmigo.
– Annabel, no puedes casarte con lord Newbury.
Annabel miró a su prima con sorpresa. Era la primera vez que la había oído levantar la voz.
– No permitiré que lo hagas -añadió, con cierta urgencia.
– ¿Acaso crees que quiero hacerlo?
– Pues no lo hagas.
Annabel apretó los dientes frustrada. No con Louisa. Con la vida.
– No tengo tus opciones -dijo, al final, intentando mantener un tono tranquilo y pausado-. Ni soy la hija del duque de Fenniwick, ni tengo una dote tan grande que me permita comprarme un pequeño reino en los Alpes, ni me crié en un castillo, ni…
Se detuvo. La cara dolida de Louisa bastó para que se callara.
– No lo decía en ese sentido -farfulló.
Louisa guardó silencio unos instantes antes de decir.
– Ya lo sé. Pero yo tampoco tengo tus opciones. Los hombres no se pelean por mí en White’s. Nadie ha flirteado conmigo en la ópera. Y te aseguro que jamás me han comparado con una diosa de la fertilidad.
Annabel gruñó.
– Lo has oído, ¿eh?
Louisa asintió.
– Lo siento.
– No lo sientas. -Annabel meneó la cabeza-. Imagino que es gracioso.
– No, no lo es -dijo Louisa, pero parecía que intentaba no reírse. Miró de reojo a Annabel, vio que ella también estaba intentando no reírse y se rindió-. Sí que lo es.
Y las dos se echaron a reír.
– Oh, Louisa -dijo Annabel, cuando la risa dejó paso a una bonita sonrisa-. Te quiero.
Louisa alargó el brazo y le dio unas palmaditas en la mano.
– Yo también te quiero, prima. -Y, de repente, echó la silla hacia atrás y se levantó-. Ha llegado la hora de bajar.
Annabel se levantó y la siguió hasta la puerta.
Louisa salió al pasillo.
– Lady Challis dice que, después de cenar, habrá charadas.
– Charadas -repitió Annabel. Parecía algo ridículamente apropiado.
Lady Challis había dado instrucciones a sus invitados para que se reunieran en el salón antes de la cena. Annabel había esperado hasta el último minuto para bajar. Lord Newbury no era estúpido; lo había estado evitando durante días y Annabel sospechaba que lo sabía. Y, por supuesto, en cuanto cruzó la puerta del salón, la estaba esperando.
Annabel vio que Sebastian también estaba cerca de la puerta.
– Señorita Winslow -dijo el conde, interceptándola enseguida-, tenemos que hablar.
– La cena -respondió Annabel, mientras hacía una reverencia-. Eh… Creo que ya casi es la hora de pasar al comedor.
– Tenemos tiempo -dijo Newbury, cortante.
De reojo, Annabel vio que Sebastian se acercaba a ella muy despacio.
– He hablado con su abuelo -dijo Newbury-. Ya está todo arreglado.
¿Estaba todo arreglado? Annabel tenía en la punta de la lengua pedirle si en algún momento se había planteado preguntarle si quería casarse con él. Pero se contuvo. Lo penúltimo que quería era montar una escena en el salón de lady Challis. Sin olvidarse de que, seguramente, lord Newbury se lo tomaría como una invitación para proponerle matrimonio allí mismo.
Y eso sí que era lo último que quería.
– Me parece que no es el momento, milord -contestó ella, con evasivas.
Pero Newbury tensó el gesto. Y Sebastian se estaba acercando.
– Haré el anuncio oficial después de la cena -le dijo Newbury.
Annabel contuvo la respiración.
– ¡No puede hacer eso!
Aquella respuesta pareció hacerle gracia.
– ¿Ah no?
– Ni siquiera me ha pedido matrimonio -protestó ella. Estuvo a punto de morderse la lengua por la frustración. Básicamente, por no haberle dado la oportunidad.
Newbury se rió.
– ¿Ese es el problema? He herido tu pequeño orgullo. Muy bien, pues te presentaré mis respetos y un ramo de flores después de cenar. -Sonrió con lascivia y el labio inferior le tembló por el esfuerzo-. Y quizá tú me des algo a cambio.
Le acarició el brazo y deslizó la mano hasta sus nalgas.
– ¡Lord Newbury!
La pellizcó.
Annabel se separó de un salto, pero el conde ya iba camino del comedor con una sonrisa. Y, mientras lo veía alejarse, empezó a tener una sensación muy extraña.
Libertad.
Porque al final, después de evitar, buscar excusas y esperar que sucediera algo para no tener que decir que sí, o no, al hombre cuya proposición de matrimonio solucionaría los problemas de su familia, se dio cuenta de que, sencillamente, no podía hacerlo.
Quizá la semana pasada, quizás antes de Sebastian…
No, se dijo, por encantador y magnífico que fuera, y por mucho que lo adorara y esperara que él la adorara a ella, no era el único motivo por el cual no podía casarse con lord Newbury. Sin embargo, suponía una alternativa espléndida.
– ¿Qué diablos acaba de suceder? -le preguntó Sebastian, que se colocó a su lado en menos de un segundo.
– Nada -respondió ella, y estuvo a punto de sonreír.
– Annabel…
– No, de veras. No ha sido nada. Por fin, no ha sido nada.
– ¿Qué quieres decir?
Ella meneó la cabeza. Todos iban hacia el comedor.
– Luego te lo explico.
Se estaba divirtiendo demasiado con sus pensamientos como para compartirlos, ni siquiera con él. ¿Quién habría dicho que un pellizco en el culo sería lo que, al final, haría que lo viera todo claro? En realidad, no había sido el pellizco, sino su mirada.
La había mirado como si fuera suya.
En ese momento, Annabel se había dado cuenta de que había al menos diez razones por las que nunca jamás podría comprometerse en matrimonio con ese hombre.
Diez, pero, si se esforzaba, seguramente encontraría cien.
CAPÍTULO 22
Una, pensó Annabel alegremente mientras ocupaba su sitio en la mesa, lord Newbury era demasiado viejo. Sin olvidar que dos, estaba tan desesperado por tener un hijo que seguramente le haría daño en el intento por conseguirlo y lo único seguro es que una mujer con la cadera rota no podía llevar a un niño en el vientre durante nueve meses. Además, también…