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– ¿Por qué sonríes? -susurró Sebastian.

Estaba de pie detrás de ella, supuestamente de camino a su sitio, que estaba en diagonal al suyo, dos sillas más cerca de la presidencia de la mesa. No entendía cómo, para ir a su sitio, tenía que pasar por detrás de ella, pero tampoco le dio demasiadas vueltas aunque dejó claro que, tres, por lo visto, había llamado la atención del hombre más encantador y seductor de Inglaterra y, ¿quién era ella para rechazar tal tesoro?

– Es que me alegro de estar en este lado de la mesa con el resto de los peones -respondió ella, también susurrando.

Lady Challis era una acérrima defensora del decoro y, cuando se trataba de distribuir a los invitados alrededor de la mesa, no se hacía la vista gorda con los rangos sociales. Lo que significaba que, con casi cuarenta invitados entre Annabel y la presidencia de la mesa, lord Newbury parecía estar a kilómetros de distancia.

Y lo mejor era que la habían sentado al lado de Edward, el primo de Sebastian, de cuya compañía había disfrutado mucho en la comida. Y, puesto que sería de mala educación seguir ensimismada en sus pensamientos, decidió asignar a cada uno de sus hermanos los motivos que quedaban, del cuatro al diez. Seguro que la querían lo suficiente para desear que no se casara con ese hombre por ellos.

Se volvió hacia el señor Valentine sonriendo. Con una sonrisa tan amplia que, al parecer, Edward se asustó.

– ¿No es una noche maravillosa? -preguntó ella, porque lo era.

– Eh… Sí. -Edward parpadeó varias veces, luego lanzó una mirada rápida a Sebastian, casi como pidiéndole permiso. O quizá sólo para comprobar si los estaba mirando.

– Me alegro mucho de que haya venido -continuó Annabel, observando feliz el plato de sopa. Estaba hambrienta. La felicidad siempre le abría el apetito. Miró al señor Valentine de nuevo, porque no quería que creyera que se alegraba de la presencia de la sopa (aunque también se alegraba; y mucho), y añadió-: No sabía que vendría. -Su abuela había conseguido una lista de los invitados a la fiesta y Annabel estaba segura de que no había ningún Valentine en ella.

– He sido una incorporación de última hora.

– Estoy segura de que a lady Challis le ha hecho mucha ilusión. -Volvió a sonreír; parecía que no podía evitarlo-. Señor Valentine, tenemos cosas más importantes de las que hablar. Estoy convencida de que debe de conocer muchas historias comprometidas de su primo, el señor Grey.

Se acercó un poco a él, con los ojos brillantes.

– Quiero que me las explique todas.

Sebastian no sabía si estaba intrigado o furioso.

No, no era verdad. Había considerado la furia durante dos segundos, y luego había recordado que nunca se enfadaba y se había inclinado por la intriga.

Había estado a punto de intervenir cuando Newbury había arrinconado a Annabel en el salón y, en realidad, cuando había pellizcado a Annabel en el culo, le habían entrado unas ganas irrefrenables de pegarle un puñetazo en el ojo. Sin embargo, justo cuando había decidido intervenir, ella había sufrido una transformación increíble. Por unos momentos, había sido casi como si no estuviera allí, como si su mente se hubiera elevado y se hubiera ido muy lejos, a algún lugar dichoso.

Parecía despreocupada. Ligera.

Sebastian no sabía qué le habría podido decir su tío para hacerla tan feliz, pero había entendido que era inútil interrogarla mientras todo el mundo iba hacia el comedor.

Por lo tanto, decidió que si Annabel no se había enfadado por el pellizco de Newbury, él tampoco lo haría.

Durante la cena, estaba radiante, cosa que, teniendo en cuenta que los separaban dos sillas y la mesa, le fastidiaba. No podía disfrutar de su alegría ni podía llevarse el mérito por ella. Parecía que estaba disfrutando mucho de su conversación con Edward y descubrió que, si se inclinaba un poco hacia la izquierda, podía oír casi la mitad de lo que decían.

Y habría podido oír más de no haber sido porque, a su izquierda, también estaba la anciana lady Millicent Farnsworth. Que estaba casi sorda.

Igual que lo estaría él al final de la noche.

– ¿ESO ES PATO? -gritó la señora, señalando un plato de carne de ave que, sí, era pato.

Sebastian tragó saliva, como si aquel gesto pudiera silenciar el eco en su cabeza, y dijo algo de que el pato (que él todavía no había probado) estaba delicioso.

Ella meneó la cabeza.

– NO ME GUSTA EL PATO. -Y luego, en un susurro que él agradeció, añadió-: Me da urticaria.

En ese momento, Sebastian decidió que hasta que no fuera tan mayor como para tener nietos, aquello era más de lo que quería saber de cualquier mujer de setenta años.

Mientras lady Millicent estaba ocupada con la ternera Borgoña, Sebastian estiró el cuello un poco más de lo considerado sutil, en un esfuerzo por oír de qué hablaban Annabel y Edward.

– He sido una incorporación de última hora -dijo Edward.

Sebastian se imaginó que estaban hablando de la lista de invitados.

Annabel le ofreció, a Edward, claro, no a Sebastian, otra de sus brillantes sonrisas.

Sebastian se oyó gruñir.

– ¿QUÉ?

Sebastian se estremeció. Fue un reflejo natural. Apreciaba su oído izquierdo.

– ¿No está riquísima la ternera? -le dijo a lady Millicent, y señaló la carne para evitar equívocos.

Ella asintió, dijo algo del Parlamento y pinchó una patata.

Sebastian volvió a mirar a Annabel, que estaba manteniendo una animada charla con Edward.

«Mírame», pensó.

Pero nada.

«Mírame.»

Nada.

«Míra…»

– ¿QUÉ ESTÁ MIRANDO?

– Sólo observaba su delicada piel, lady Millicent -respondió Sebastian. Siempre había sabido improvisar-. Debe de ser muy diligente a la hora de no exponerse al sol.

Ella asintió y farfulló:

– Vigilo lo que gasto.

Sebastian se quedó estupefacto. ¿Qué diantres creía que le había dicho?

– COMA TERNERA. -Ella se comió otro bocado-. ES LO MEJOR DE LA CENA.

Y Sebastian le hizo caso. Aunque le faltaba un poco de sal. O, mejor dicho, él necesitaba el salero que resulta que estaba justo delante de Annabel.

– Edward -dijo-, ¿puedes pedirle a la señorita Winslow que me pase la sal, por favor?

Edward se volvió hacia Annabel y le repitió la pregunta aunque, en opinión de Sebastian, no había ninguna necesidad de que sus ojos viajaran más abajo de su cara.

– Por supuesto -murmuró Annabel, y alargó el brazo para coger el salero.

«Mírame.»

Se lo entregó a Edward.

«Mírame.»

Y entonces… ¡por fin! Sebastian le ofreció su sonrisa más seductora, una de las que prometían secretos y placer.

Ella se sonrojó. Desde las mejillas a las orejas y la piel del escote, que quedaba deliciosamente expuesta por encima del encaje del vestido. Sebastian se permitió suspirar complacido.

– ¿Señorita Winslow? -preguntó Edward-. ¿Se encuentra bien?

– Perfectamente -respondió ella, abanicándose con la mano-. ¿No hace calor?

– Quizás un poco -mintió Edward. Llevaba camisa, corbata, chaleco y chaqueta y estaba fresco como una rosa. Mientras que Annabel, cuyo vestido dejaba expuesto medio escote, acababa de beber un buen trago de vino.

– Creo que mi sopa estaba demasiado caliente -respondió ella, mientras lanzaba una mirada rápida a Sebastian. Él le devolvió el sentimiento lamiéndose los labios.

– ¿Señorita Winslow? -insistió Edward, muy preocupado.

– Estoy bien -respondió ella.

Sebastian se rió.

– PRUEBE EL PESCADO.