– Ahora mismo -dijo Seb, sonriendo a lady Millicent. Se metió un trozo de salmón en la boca, que realmente estaba exquisito. Por lo visto, lady Millicent tenía buen gusto para el pescado. Y luego miró a Annabel que, a juzgar por su aspecto, todavía parecía que necesitaba un buen vaso de agua. Edward, en cambio, tenía aquella mirada vidriosa, la que siempre aparecía cuando pensaba en cierta parte de la anatomía de Annabel…
Sebastian le dio una patada.
Edward se volvió hacia él.
– ¿Sucede algo, señor Valentine? -le preguntó Annabel.
– Mi primo -respondió él-, que tiene unas piernas extraordinariamente largas.
– ¿Le ha dado una patada? -Se volvió enseguida hacia Sebastian. «¿Le has dado una patada?», le dijo moviendo mudamente los labios.
Él se metió otro trozo de pescado en la boca.
Annabel se volvió hacia Edward.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
Edward se sonrojó hasta las orejas. Sebastian decidió que era mejor dejar que Annabel lo averiguara ella sola. Ella se volvió hacia él y le hizo una mueca, a lo que él respondió con un:
– Pero, señorita Winslow, ¿qué le sucede?
– ¿HABLA CONMIGO?
– La señorita Winslow se preguntaba qué pescado es este -mintió Sebastian.
Lady Millicent miró a Annabel como si fuera tonta, y farfulló algo que Sebastian no pudo entender. Le pareció oír la palabra salmón. Y quizá también ternera. Y habría jurado que también había dicho perro.
Aquello lo dejó muy preocupado.
Miró el plato y se aseguró de que sabía identificar cada pieza de carne y luego, satisfecho de que todo era lo que debía ser, se comió un trozo de ternera.
– Está buena -dijo lady Millicent, mientras le daba un codazo.
Sebastian sonrió y asintió, feliz de que la señora hubiera decidido utilizar un tono de voz más bajo.
– Debería haber más. Es lo mejor de la cena.
Sebastian no estaba seguro pero…
– ¿DÓNDE ESTÁ LA TERNERA?
Y ahí sí que se quedó sordo.
Lady Millicent tenía el cuello estirado y giraba la cabeza de un lado a otro. Abrió la boca para gritar otra vez, pero Sebastian levantó una mano para silenciarla y llamó a un lacayo.
– Más ternera para la dama -le pidió.
Con una expresión de pena, el lacayo le dijo que ya no quedaba.
– ¿Y no puede traerle algo que parezca ternera?
– Tenemos pato en una salsa parecida.
– No. Pato no. -Sebastian no tenía ni idea de las dimensiones de la urticaria de lady Millicent, o lo que tardaría en aparecerle, pero no estaba dispuesto a comprobarlo.
Con un gesto exagerado hacia el otro extremo de la mesa, le dijo algo acerca de un perro y, mientras ella miraba hacia el otro lado, le echó lo que le quedaba de ternera en el plato.
Después de no localizar ningún perro (o reno, o cerro, o hierro) al otro lado de la mesa, se volvió hacia Sebastian con una expresión irritada, pero enseguida se la ganó con un:
– Han encontrado una última porción.
Ella gruñó complacida y se lo comió. Seb miró a Annabel, que parecía haber visto toda la escena.
Estaba sonriendo de oreja a oreja.
Seb pensó en todas las mujeres que conocía en Londres, todas las que lo hubieran mirado horrorizadas, o con asco o, si tenían un poco de sentido del humor, habrían contenido una sonrisa o quizá la habrían escondido detrás de la mano.
Pero Annabel, no. Sonreía igual que reía, a lo grande. Sus ojos grises verdosos se tiñeron de color peltre bajo la luz de la noche y brillaron con la broma compartida.
Y allí mismo, al otro lado de mesa del recargado comedor de lady Challis, se dio cuenta de que no podría vivir sin ella. Era tan preciosa, tan gloriosamente mujer, que lo dejaba sin aliento. Su cara, con forma de corazón y con aquella boca que siempre parecía a punto de sonreír; su piel no tan pálida como dictaba la moda, pero perfecta para ella. Tenía aspecto de salud y de vida al aire libre.
Era el tipo de mujer que un hombre quería encontrar al volver a casa. No, era la mujer que él quería encontrar al volver a casa. Le había pedido que se casara con él, pero… ¿por qué? Casi no lo recordaba. Le caía bien, la deseaba y Dios sabía que siempre le había gustado rescatar a damas que necesitaban que las salvara. Pero nunca le había pedido matrimonio a ninguna.
¿Era posible que su corazón supiera algo que su cabeza todavía no había descubierto?
La quería.
La adoraba.
Quería meterse con ella en la cama cada noche, hacerle el amor como si no hubiera mañana y, al día siguiente, despertarse en sus brazos, descansado y saciado, y listo para dedicarse a la singular tarea de hacerle sonreír.
Se acercó la copa a los labios y sonrió. La luz de las velas bailaba encima de la mesa y Sebastian Grey era feliz.
Al final de la cena, las señoras se excusaron para que los caballeros pudieran disfrutar de su oporto. Annabel se reunió con Louisa, que por desgracia había pasado la cena cerca de lord Newbury en la presidencia de la mesa, y las dos se tomaron del brazo y fueron hasta el salón.
– Lady Challis dice que leeremos, escribiremos y bordaremos hasta que los caballeros se reúnan con nosotras -dijo Louisa.
– ¿Te has traído algo para bordar?
Louisa hizo una mueca.
– Creo que ha dicho algo de que nos lo darán aquí.
– Ahora empiezo a entender el verdadero motivo de esta fiesta -dijo Annabel, muy seca-. Cuando regresemos a Londres, lady Challis tendrá un juego nuevo de fundas de cojín.
Louisa se rió y luego dijo:
– Voy a pedir que me traigan mi libro. ¿Quieres el tuyo?
Annabel asintió y esperó mientras Louisa hablaba con una doncella. Cuando terminó, entraron en el salón y se sentaron lo más lejos del centro que pudieron. Al cabo de unos minutos, llegó la doncella con dos libros. Les ofreció La señorita Sainsbury y el misterioso coronel y las dos alargaron la mano.
– ¡Qué gracioso! Las dos estamos leyendo el mismo libro -exclamó Louisa, al ver que ambos libros eran iguales.
Annabel miró a su prima con cara de sorpresa.
– ¿No te lo habías leído ya?
Louisa se encogió de hombros.
– Me gustó tanto La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero que pensé en volver a leer los tres primeros. -Miró el ejemplar de Annabel-. ¿Por dónde vas?
– Eh… -Annabel abrió el libro y encontró el punto-. Creo que la señorita Sainsbury se acaba de tirar por encima de un seto. O ha caído encima de un seto.
– Ah, la cabra -dijo Louisa, sin aliento-. Me encantó esa parte. -Levantó su ejemplar-. Todavía voy por el principio.
Empezaron a leer pero antes de que ninguna de las dos pudiera pasar la página, lady Challis se les acercó:
– ¿Qué están leyendo? -preguntó.
– La señorita Sainsbury y el misterioso coronel -respondió Louisa con mucha educación.
– ¿Y usted, señorita Winslow?
– En realidad, el mismo libro.
– ¿Leen el mismo libro? ¡Qué monas! -Lady Challis llamó a una amiga que estaba al otro lado del salón-. Rebecca, ven a ver esto. Están leyendo el mismo libro.
Annabel no sabía por qué aquello era tan extraordinario, pero se quedó sentada y esperó la llegada de lady Westfield.
– Son primas -le explicó lady Challis-, y están leyendo el mismo libro.
– Yo ya lo había leído -comentó Louisa.
– ¿Qué libro es?
– La señorita Sainsbury y el misterioso coronel -repitió Annabel.
– Ah, sí. De la señora Gorely. Me gustó bastante. Sobre todo cuando el pirata resultó ser…
– ¡No diga nada! -exclamó Louisa-. Annabel todavía no lo ha terminado.
– Uy, sí. Claro.
Annabel frunció el ceño y empezó a pasar página.
– Creía que era un corsario.
– Es uno de mis favoritos -dijo Louisa.
Lady Westfield se volvió hacia Annabel.