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– ¿Y a usted, señorita Winslow, le está gustando?

Annabel se aclaró la garganta. No sabía si le estaba gustando, pero no le disgustaba. Además, había algo que la empujaba a seguir leyendo. De hecho, le recordaba a Sebastian. La señora Gorely era una de sus escritoras preferidas y lo entendía perfectamente. Partes del libro parecían salidas de su boca.

– ¿Señorita Winslow? -repitió lady Westfield-. ¿Le está gustando el libro?

Annabel volvió a la realidad y se dio cuenta de que no la había respondido.

– Creo que sí. La historia es entretenida, aunque un poco inverosímil.

– ¿Un poco? -se rió Louisa-. Es completamente inverosímil. Pero por eso es tan maravillosa.

– Supongo -respondió Annabel-. Sólo me gustaría que la narración fuera un poco menos cargada. A veces siento que navego entre adjetivos.

– Oh, acabo de tener una idea maravillosa -exclamó lady Challis, mientras juntaba las manos-. Dejemos las charadas para otro día.

Annabel suspiró aliviada. Siempre había odiado las charadas.

– ¡Organizaremos una lectura teatralizada!

Annabel levantó la cabeza de inmediato.

– ¿Qué?

– Una lectura. Ya tenemos dos libros, y seguro que yo tengo otro en la biblioteca. Con tres bastará.

– ¿Va a leer de La señorita Sainsbury y el misterioso coronel? -preguntó Louisa.

– Uy, yo no -respondió lady Challis, colocándose una mano en el pecho-. La anfitriona nunca participa.

Annabel estaba segura de que no era verdad, pero poco podía hacer al respecto.

– ¿Quiere ser una de nuestras actrices, señorita Winslow? -le preguntó lady Challis-. Tiene un aspecto muy teatral.

Otra de las cosas de las que Annabel estaba segura: no había sido un cumplido. Sin embargo, aceptó porque, una vez más, no podía hacer otra cosa.

– Debería pedirle al señor Grey que participara -sugirió Louisa.

Annabel decidió darle una patada después, porque ahora no llegaba.

– Es un gran aficionado a las novelas de la señora Gorely -continuó Louisa.

– ¿De veras? -murmuró lady Challis.

– Sí -confirmó Louisa-. Hace poco comentamos nuestra admiración mutua por la autora.

– Perfecto -decidió lady Challis-. Será el señor Grey. Y usted también, lady Louisa.

– Oh, no. -Louisa se sonrojó con furia, y ofrecía un aspecto muy furioso-. No podría. No… No se me dan nada bien estas cosas.

– Pues nada mejor que practicar, ¿no cree?

Annabel quería vengarse de su prima, pero incluso ella consideró aquel gesto demasiado cruel.

– Lady Challis, estoy segura de que podemos encontrar a otra persona que quiera participar. ¡O quizá Louisa pueda ser la directora!

– ¿Necesitamos una?

– Eh, sí. Claro que sí. ¿Acaso no hay siempre un director en cualquier obra de teatro? ¿Y qué es una lectura teatralizada, sino teatro?

– Muy bien -asintió lady Challis, agitando la mano en el aire-. Pueden acabar de resolverlo ustedes mismas. Si me disculpan, voy a ver por qué los caballeros tardan tanto.

– Gracias -dijo Louisa, en cuanto lady Challis desapareció-. No habría podido leer delante de tanta gente.

– Lo sé -respondió Annabel.

A ella tampoco le apetecía demasiado leer La señorita Sainsbury y el misterioso coronel delante de todos los invitados a la fiesta, pero al menos ella tenía un poco de práctica en esas cosas. Sus hermanos y ella solían representar obras de teatro y lecturas en casa.

– ¿Qué escena representamos? -preguntó Luisa mientras hojeaba el libro.

– No lo sé. Ni siquiera he llegado a la mitad. Pero -advirtió, levantando el dedo-, nada de cabras.

Louisa se rió.

– No, no. Serás la señorita Sainsbury, por supuesto. Y el señor Grey será el coronel. Dios mío, vamos a necesitar un narrador. ¿Se lo pedimos al primo del señor Grey?

– Creo que sería mucho más divertido si el señor Grey hiciera de señorita Sainsbury -dijo Annabel, despreocupada.

Louisa contuvo el aliento.

– Annabel, eres muy mala.

Annabel se encogió de hombros.

– Yo puedo ser la narradora.

– No, no, no. Si quieres que el señor Grey haga de señorita Sainsbury, tú serás el coronel. Y el señor Valentine será el narrador. -Louisa frunció el ceño-. Quizá deberíamos pedirle al señor Valentine si quiere participar antes de asignarle un papel.

– A mí nadie me ha preguntado -le recordó Annabel.

Louisa se lo pensó unos instantes.

– Es cierto. Muy bien, deja que busque una escena apropiada. ¿Cuánto crees que debería durar la lectura?

– Lo menos posible -respondió Annabel con firmeza.

Louisa abrió el libro y pasó varias páginas.

– Si vamos a evitar la escena de la cabra, será difícil.

– Louisa… -la advirtió Annabel.

– Imagino que la prohibición es extensiva a las ovejas, ¿verdad?

– A cualquier criatura de cuatro patas.

Louisa meneó la cabeza.

– Me lo estás poniendo muy difícil. Tendré que eliminar todas las escenas que transcurren a bordo.

Annabel se apoyó en el hombro de su prima y susurró:

– Todavía no he llegado a esa parte.

– Cabras lecheras -confirmó Louisa.

– ¿Qué leen, señoras?

Annabel levantó la mirada y se derritió por dentro. Sebastian estaba de pie a su lado, y seguramente no veía nada, sólo sus cabezas hundidas en el libro.

– Representaremos una escena -dijo, con una sonrisa a modo de disculpa-. De La señorita Sainsbury y el misterioso coronel.

– ¿De veras? -Se sentó a su lado-. ¿Cuál?

– Estoy intentando decidirlo -le informó Louisa. Lo miró-. Ah, por cierto, usted hará de señorita Sainsbury.

Él parpadeó.

– ¿Yo?

Ella ladeó la cabeza ligeramente hacia Annabel.

– Annabel será el coronel.

– Un poco al revés, ¿no le parece?

– Así será más divertido -dijo Louisa-. Ha sido idea de Annabel.

Sebastian la miró fijamente.

– ¿Por qué no me sorprende? -murmuró.

Se sentó muy cerca de ella. Pero no la tocó; jamás sería tan indiscreto como para hacer algo así en público. Pero la sensación era que se estaban tocando. El aire entre ellos se había caldeado y la piel de Annabel empezó a erizarse y a temblar.

En un instante, viajó hasta el estanque, con sus manos en su piel y sus labios por todas partes. El corazón se le aceleró y pensó que ojalá se hubiera acordado de traerse un abanico. O un vaso de ponche.

– Su primo será el narrador -anunció Louisa, completamente ajena al estado acalorado de su prima.

– ¿Edward? -dijo Sebastian, que se reclinó en el sofá como si nada-. Le va a encantar.

– ¿Usted cree? -Louisa sonrió y levantó la mirada-. Sólo tengo que encontrar la escena adecuada.

– Algo dramático, espero.

Ella asintió.

– Pero Annabel ha insistido en dejar fuera a las cabras.

Annabel quería hacer un comentario conciso, pero todavía no tenía la respiración controlada.

– No creo que a lady Challis le hiciera gracia que metiéramos ganado en su salón -asintió Sebastian.

Annabel consiguió, por fin, normalizar la respiración, pero tenía una sensación muy extraña en el resto del cuerpo. Temblorosa, como si necesitara mover las extremidades y empezaba a notar cierta tensión en su interior.

– No se me ha pasado por la cabeza traer una cabra viva -dijo Louisa, riéndose.

– Podría intentar traer al señor Hammond-Betts -sugirió Sebastian-. Tiene mucho pelo.

Annabel intentó mirar fijamente a algún punto delante de ella. Estaban hablando de cabras allí mismo, a su lado, y ella tenía la sensación de que en cualquier momento iba a arder en llamas. ¿Cómo era posible que no se dieran cuenta?

– No sé si se lo tomaría demasiado bien -dijo Louisa, con una pequeña risita.