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– Es una lástima -murmuró Sebastian-, porque sería perfecto para el papel.

Annabel respiró hondo otra vez. Cuando Sebastian murmuraba de aquella forma, suave y ronca, ella se retorcía.

– Ah, ya está -dijo Louisa, muy emocionada-. ¿Qué le parece esta escena? -Se pegó a Annabel para dejarle el libro a Sebastian. Y eso significaba que él también tenía que pegarse a Annabel para leer la escena en cuestión.

La manó le rozó la manga. Y sus muslos se tocaron.

Annabel se levantó de un salto y tiró el libro al suelo sin saber quién lo sujetaba (y, sinceramente, le daba igual).

– Perdón -farfulló.

– ¿Te pasa algo? -preguntó Louisa.

– Nada, es que… ejem… yo… -Se aclaró la garganta-. Vuelvo enseguida. -Y luego añadió-: Si me disculpáis. -Y luego-. Sólo un momento. -Y luego-. Yo…

– Vete -dijo Louisa.

Y se fue. O, mejor dicho, lo intentó. Annabel caminaba con tanta prisa que no se fijó por dónde iba y, cuando llegó a la puerta, por poco no consiguió chocar contra el caballero que entraba.

El conde de Newbury.

La alegría que la inundaba desapareció al instante.

– Lord Newbury -murmuró, y realizó una respetuosa reverencia. No quería ofenderlo, sólo quería no tener que casarse con él.

– Señorita Winslow. -Sus ojos recorrieron todo el salón antes de volver a mirarla. Annabel se fijó que, cuando vio a Sebastian, se le tensó la mandíbula, pero, aparte de eso, la expresión de su cara era de satisfacción.

Y eso, obviamente, la puso muy nerviosa.

– Voy a hacer el anuncio ahora mismo -le comunicó él.

– ¿Qué? -Annabel evitó gritar-. Milord -dijo, esforzándose para sonar firme o, si no, al menos razonable-, seguro que ahora no es el momento.

– Bobadas -le espetó él-. Creo que está todo el mundo.

– No he dicho que sí -gruñó ella.

Él se volvió hacia ella y la fulminó con la mirada. Y no dijo nada más, como si no fuera necesario.

Annabel se enfureció porque se dijo que el conde creía que ella no tenía derecho a responder.

– Lord Newbury -le dijo, con firmeza, mientras lo tomaba del brazo-, le prohíbo que haga ningún anuncio.

La cara del conde, que ya estaba acalorada, se puso casi violeta y se le hinchó una vena en el cuello. Annabel apartó la mano de su brazo y retrocedió por precaución. Era poco probable que le pegara en un lugar tan público, pero había pegado a Sebastian delante de todos los miembros del club. Le pareció que lo más prudente era alejarse un poco.

– No he dicho que sí -repitió, porque él no había dicho nada. La estaba mirando con una expresión aterradora y, por un momento, Annabel se temió que fuera a darle algo. Nunca había visto a nadie tan furioso. La saliva le resbalaba por la comisura de los labios y tenía los ojos muy abiertos. Era horrible. Él era horrible.

– No tienes derecho a decir sí -le espetó, al final, en un seco suspiro-. O no. Te han vendido y yo te he comprado, y la semana que viene vas a abrirte de piernas y vas a cumplir con tu deber marital. Y lo harás una y otra vez hasta que des a luz a un niño sano. ¿De acuerdo?

– No -respondió Annabel, que se aseguró de que la entendiera-. No estoy de acuerdo.

CAPÍTULO 23

– A ver, lady Louisa, ¿qué escena ha seleccionado? -sonrió Sebastian mientras recogía el libro, que había caído a la alfombra después de que Annabel lo golpeara al levantarse de forma tan repentina. Le divertía pensar que haría una lectura de su propia obra. Era un poco absurdo que tuviera que interpretar a la señorita Sainsbury, pero tenía confianza de sobras en su hombría para poder hacerlo con aplomo.

Además, sin pecar de orgulloso, esas cosas se le daban muy bien. Daba igual que la última vez que había recitado para un público hubiera caído de la mesa y se hubiera dislocado un hombro. Había hecho llorar a las doncellas. ¡Llorar!

Había sido un momento precioso.

Recogió el libro y se levantó para devolvérselo a Louisa para que pudiera volver a localizar la escena que había seleccionado, pero, cuando vio la expresión preocupada de la chica, se detuvo. Se volvió y siguió la dirección de su mirada.

Annabel estaba cerca de la puerta. Con su tío.

– Lo odio -susurró Louisa con vehemencia.

– A mí tampoco me cae demasiado bien.

Louisa lo agarró del brazo con una fuerza que él jamás habría jurado que tuviera y, cuando se volvió hacia ella, lo sorprendió la ferocidad de su mirada. Era una chica muy pálida y, sin embargo, en esos momentos estaba muy colorada.

– No puede dejar que se case con él -le dijo.

Sebastian se volvió hacia la puerta con los ojos entrecerrados.

– No pienso hacerlo.

No obstante, esperó para ver si la situación se solucionaba sola. Por el bien de Annabel no quería montar ninguna escena. Era muy consciente de que lady Challis había planeado la fiesta con el triángulo amoroso Grey-Winslow-Newbury como principal atracción. Cualquier cosa que oliera a escándalo formaría parte de los cotilleos de Londres al cabo de pocos días. Como era de esperar, todos los ojos del salón estaban mirando a Annabel y a lord Newbury.

Eso si no miraban de reojo a Sebastian.

De veras que su intención era no intervenir. Sin embargo, cuando su tío empezó a temblar y a enfurecerse y se le sacudió la piel mientras le susurraba algo a Annabel, supo que no podía mantenerse al margen.

– ¿Algún problema? -preguntó con una voz tranquila y pausada, mientras se situaba al lado de Annabel.

– Esto no es asunto tuyo -le espetó su tío.

– En eso diferimos -respondió Sebastian, muy despacio-. Una dama en apuros siempre es asunto mío.

– La dama en cuestión es mi prometida -dijo Newbury-, y por lo tanto, nunca será asunto tuyo.

– ¿Es cierto? -le preguntó Sebastian a Annabel. Y no porque se lo creyera, sino para darle la oportunidad de negarlo en público.

Ella meneó la cabeza.

Sebastian se volvió hacia su tío.

– Parece que la señorita Winslow tiene la impresión de que no es tu prometida.

– La señorita Winslow es idiota.

Sebastian notó una tensión en el estómago y un cosquilleo extraño en los dedos, uno de esos que te obligan a cerrar los puños. Sin embargo, mantuvo la calma y se limitó a arquear una ceja mientras, con ironía, decía:

– ¿Y, aún así, quieres casarte con ella?

– No te metas -le advirtió su tío.

– Podría hacerlo -murmuró Seb-, pero por la mañana me sentiría muy culpable por haber permitido que una adorable joven terminara de una forma tan triste.

Newbury entrecerró los ojos.

– Nunca cambiarás, ¿verdad?

Sebastian mantuvo el gesto imperturbable mientras decía:

– Si te refieres a que seré eternamente encantador…

Su tío apretó la mandíbula, casi hasta el punto de que le temblara.

– Algunos incluso dirían que cautivador. -Sebastian sabía que estaba forzando mucho la situación, pero es que no podía resistirse. Esas discusiones eran como un déjà vu. No cambiaban. Su tío decía que era una patética excusa para un ser humano y Sebastian se quedaba allí, aburrido, hasta que terminaba. Y por eso, cuando Newbury empezó a despotricar, Sebastian se cruzó de brazos, separó las piernas y se preparó para esperar a que terminara.

– Toda tu vida -dijo, furioso, Newbury-, has sido un holgazán, has ido sin un rumbo fijo, puteando por ahí y fracasando en el colegio…

– Espera, eso no es cierto -lo interrumpió Seb, con la necesidad de defender su reputación ante un público tan numeroso. Nunca había sido de los mejores de clase, pero tampoco de los peores.

Sin embargo, su tío no tenía ninguna intención de callarse.

– ¿Quién crees que pagó tu maldita educación? ¿Tu padre? -Soltó una risotada desdeñosa-. Nunca tuvo ni un céntimo. Siempre le pagué todas las facturas.