Por un momento, Sebastian se quedó sin habla.
– Bueno, en tal caso, imagino que debo darte las gracias -respondió, con calma-. No lo sabía.
– Claro que no lo sabías -le espetó su tío-. Nunca prestas atención a nada. Nunca lo has hecho. Vas arrasando a tu paso, acostándote con las esposas de otros, huyendo, y luego te vas del país y los demás tenemos que pagar por tus travesuras.
Eso sí que era demasiado. Pero, cuando Sebastian se enfadaba, se ponía insolente. Y atrevido. Y bastante divertido. Se volvió hacia Annabel y levantó las manos como diciendo: «¿Cómo es posible?»
– Y yo que pensaba que me había unido al ejército. El rey, la patria y todas esas cosas.
A su alrededor se había reunido un reducido grupo. Por lo visto, lady Challis y sus invitados habían decidido dejar de fingir discreción.
– Espero no estar equivocado -añadió, volviéndose hacia su público con un gesto de incredulidad-. Pero creo que disparé a mucha gente en Francia.
Alguien se rió de forma disimulada. Alguien más se cubrió la boca mientras reía. Pero Sebastian se fijó en que nadie hizo ningún gesto para intervenir. Y se preguntó si, de estar él como espectador, lo hubiera hecho.
Seguramente no. La escena habría sido demasiado entretenida. El conde, escupiendo furia; el sobrino, escupiendo ironía. Imaginó que era lo que esperaban de él. Era astuto, su encanto era legendario y nunca perdía los nervios.
El rostro de Newbury se tiñó de un color magenta todavía más intenso. Sabía que, si seguía recurriendo a la baza del humor, el público estaría de su parte. Al final, la mayoría se alinearían con el rango y el dinero, pero por ahora el conde era un bufón. Y Sebastian sabía que lo odiaba.
– No metas la nariz en asuntos ajenos -gruñó su tío. Señaló a Sebastian con un dedo flácido y gordo a escasos centímetros de su pecho-. La señorita Winslow ni siquiera te interesaba hasta que oíste que tenía pensado casarme con ella.
– En realidad, eso no es cierto -respondió Sebastian, casi con afabilidad-. Y, de hecho, creo que habías decidido olvidarte de ella hasta que creíste que yo podría estar interesado en ella.
– Lo último que quiero es una de tus mujerzuelas. Algo en lo que ella -añadió, meneando la cabeza hacia Annabel, que había presenciado toda la discusión boquiabierta y horrorizada-, parece estar a punto de convertirse.
La tensión en el estómago de Sebastian apretó un poco más.
– Cuidado -advirtió, con la voz en un tono peligroso-, estás insultando a una dama.
Lord Newbury puso en blanco sus enrojecidos ojos.
– Estoy insultando a una puta.
Y aquello fue la gota que colmó el vaso. Sebastian Grey, el hombre que huía de la confrontación, el hombre que se había pasado la guerra lejos de la acción y eliminando a los enemigos de uno en uno, el hombre que creía que la rabia era una emoción muy pesada…
Perdió los estribos.
No pensó, sólo sintió, y no tenía ni idea de lo que se hacía o decía a su alrededor. Todo su ser se retorció y se estremeció, y el grito horrible y primitivo que surgió de su garganta… No pudo controlarlo, igual que al resto de su cuerpo, que se abalanzó hacia delante, casi volando por los aires mientras tiraba a su tío al suelo.
Chocaron contra una mesa, el peso de lord Newbury astilló la madera y dos candelabros, con las velas encendidas, cayeron al suelo.
Se oyeron gritos y Sebastian vio, de reojo, cómo alguien sofocaba las llamas, pero ni siquiera la casa en llamas lo habría detenido.
Agarró el cuello de su tío con las dos manos y dijo:
– Discúlpate con la señorita -gruñó, y le golpeó con la rodilla donde más le dolía.
Newbury gritó ante el ofensivo golpe.
Sebastian colocó los pulgares encima de la tráquea de su tío.
– Eso no me ha parecido una disculpa.
Su tío lo miró y le escupió.
Sebastian ni se inmutó.
– Discúlpate -repitió, remarcando cada sílaba.
A su alrededor, la gente gritaba y alguien lo agarró del brazo e intentó levantarlo antes de que matara a su tío. Sin embargo, Sebastian no oía nada de lo que decían. Nada podía superar el rugido de ira que le zumbaba en la cabeza. Había servido en el ejército. Había matado a decenas de soldados franceses desde su puesto de francotirador, pero nunca había deseado la muerte de otro hombre.
Hasta ahora.
– Discúlpate o, que Dios me ayude, pero te mataré -le espetó. Apretó las manos y casi se alegraba de que los ojos de su tío estuvieran a punto de salirse de sus órbitas y que estuviera tan colorado, y…
Y entonces los separaron y oyó cómo Edward resoplaba por el esfuerzo y le susurraba:
– Contrólate.
– Discúlpate con la señorita Winslow -gritó Sebastian a su tío, mientras intentaba soltarse. Pero Edward y lord Challis lo tenían bien agarrado.
Dos caballeros ayudaron a lord Newbury a sentarse, entre las astillas de la mesa. Le costaba respirar y todavía tenía la piel de aquel horrible color rosado, pero tenía suficiente odio en él para intentar escupir a Annabel mientras gruñía:
– Puta.
Sebastian volvió a gritar y se abalanzó sobre su tío, arrastrando a Edward y a lord Challis. Avanzaron varios pasos, pero lo frenaron antes de que pudiera volver a tocar a su tío.
– Discúlpate con la señorita -insistió.
– No.
– ¡Discúlpate! -gritó Sebastian.
– No pasa nada -dijo Annabel. O quizá lo gritó. Pero ni siquiera ella podía romper el velo de ira que lo tenía poseído.
Se abalanzó hacia su tío, intentando una vez más golpearlo. La sangre le hervía y tenía el pulso acelerado, y su cuerpo entero quería pelea. Quería hacerle daño. Quería dejarlo lisiado de por vida. Sin embargo, Edward y lord Challis no lo soltaron y optó por respirar hondo y decir:
– Discúlpate con la señorita Winslow o, que Dios me asista, tendré satisfacción.
Varias cabezas se volvieron hacia él. ¿Acababa de sugerir un duelo? Ni siquiera el propio Sebastian estaba seguro.
Sin embargo, lord Newbury consiguió ponerse en pie y dijo:
– Llevároslo de aquí.
Sebastian se mantuvo firme a pesar de que los dos hombres que lo tenían agarrado intentaban llevárselo. Observó cómo Newbury se sacudía las mangas y lo único que podía pensar era que… aquello no estaba bien. No podía terminar así, con su tío yéndose como si nada. No era justo, y no estaba bien, y Annabel se merecía algo mejor.
Y así lo dijo. Esta vez, en voz alta y clara.
– Elige a tus testigos.
– ¡No! -gritó Annabel.
– ¿Qué diablos estás haciendo? -preguntó Edward, tirándole de un brazo.
Lord Newbury giró sobre sí mismo muy despacio y lo miró con sorpresa.
– ¿Te has vuelto loco? -le susurró Edward, aunque con cierta urgencia.
Sebastian se quitó la mano de Edward de encima.
– Ha insultado a Annabel y exijo satisfacción.
– Es tu tío.
– No por elección propia.
– Si lo matas… -Edward meneó la cabeza muy deprisa. Miró a lord Newbury, luego a Annabel, otra vez a lord Newbury y, por último, se volvió hacia Sebastian con expresión de pánico-. Eres su heredero. Todo el mundo pensará que lo has matado por el título. Te meterán en la cárcel.
No, seguramente lo colgarían, pensó Sebastian. Pero sólo dijo:
– Ha insultado a Annabel.
– Me da igual -intervino ella enseguida, colocándose junto a Edward-. De verdad, me da igual.
– Pero a mí no.
– Sebastian, por favor -suplicó ella-. Sólo conseguirás empeorar las cosas.
– Piensa -le dijo Edward-. No ganas nada. Nada.
Sebastian sabía que tenían razón, pero no conseguía calmarse lo suficiente para admitirlo. Su tío se había pasado la vida insultándolo. Lo había llamado de todo; unas cosas con justicia, y otras no. Sebastian siempre había hecho oídos sordos porque era su forma de ser. Pero cuando Newbury había insultado a Annabel…