No podía tolerarlo.
– Sé que no soy una… lo que me ha llamado -dijo Annabel, en voz baja, acariciándole el brazo con la mano-. Y sé que tú también lo sabes. Y eso es lo único que me importa.
Sin embargo, Sebastian quería venganza. No podía evitarlo. Era mezquino e infantil, pero quería hacerle daño a su tío. Quería verlo humillado. Y, de repente, descubrió que ese objetivo era completamente compatible con el otro único objetivo en su vida: convertir a Annabel Winslow en su esposa.
– Retiro el desafío -dijo, en voz alta.
Todos respiraron tranquilos. Por lo visto, la tensión se había apoderado del salón, todos los hombros estaban encogidos y los ojos, preocupados.
Lord Newbury, que todavía estaba en la puerta que comunicaba con el pasillo, entrecerró los ojos.
Sebastian no perdió el tiempo. Tomó la mano de Annabel y se arrodilló frente a ella.
– ¡Dios mío! -exclamó alguien. Otra persona susurró el nombre de Newbury, quizá para evitar que se marchara.
– Annabel Winslow -dijo Sebastian y, cuando lo miró, no fue con una de sus sonrisas apasionadas y carismáticas, de esas que aceleraban los corazones de las señoras, grandes y pequeñas. Tampoco fue con su media sonrisa, la que transmitía que sabía cosas, cosas secretas, y que si se acercaba y las compartía contigo, tú también las sabrías.
Cuando levantó la cabeza y miró a Annabel sólo era un hombre mirando a una mujer, esperando y rezando para que lo quisiera igual que él a ella.
Se acercó la mano a los labios.
– ¿Me harás el gran honor de ser mi esposa?
A ella le temblaron los labios y susurró:
– Sí. -Y luego, más fuerte-. ¡Sí!
Él se levantó y la abrazó. A su alrededor, la gente aplaudía. No todos, pero sí los suficientes para que aquel fuera un momento un tanto teatral. Aunque Seb se dio cuenta, un poco tarde, de que no era lo que quería. No negaba que le hacía mucha ilusión haberse burlado de su tío de aquella forma en público (nunca sería tan bueno como para negarlo), pero, mientras abrazaba a Annabel y sonreía pegado a su pelo, varias personas empezaron a gritar: «¡Que se besen, que se besen!», y se dio cuenta de que no quería hacerlo delante de nadie.
Ese momento era sagrado. Era suyo, de los dos, y no quería compartirlo.
Ya tendrían su momento más tarde, se dijo, mientras soltaba a Annabel y sonreía a Edward, Louisa y al resto de invitados de lady Challis.
Después. Tendrían su momento después. A solas.
Sebastian decidió que, si él estuviera escribiendo la historia, así es cómo lo haría.
CAPÍTULO 24
Había alguien en su habitación.
Annabel se quedó inmóvil y apenas respiraba bajo las mantas. Le había costado mucho dormirse; la cabeza le daba mil vueltas y estaba demasiado emocionada y mareada por haber tirado la precaución por la ventana y haber decidido casarse con Sebastian. Sin embargo, la firme determinación y su truco de mantener siempre los ojos cerrados habían surtido efecto y se había dormido.
Pero debía de ser un sueño muy ligero, o quizás es que apenas hacía unos minutos que se había dormido. Porque algo la había despertado. Un ruido, tal vez. A lo mejor sólo el movimiento en la habitación. Pero estaba segura de que había alguien.
A lo mejor era un ladrón. En tal caso, lo mejor era quedarse completamente inmóvil. No tenía nada de valor; todos sus pendientes eran de bisutería. E incluso su ejemplar de La señorita Sainsbury y el misterioso coronel era una tercera edición.
Si era un ladrón, se daría cuenta de todo eso y se iría.
Si no era un ladrón… Maldición, estaba en un apuro. Necesitaría un arma y todo lo que tenía cerca era una almohada, una manta y un libro.
Otra vez La señorita Sainsbury. Annabel no creía que la joven heroína la salvara.
Si no era un ladrón, ¿debería intentar salir de la cama? ¿Esconderse? ¿Ver si podía llegar hasta la puerta? ¿Debería hacer algo? ¿Debería? ¿Debería? ¿Y si…? Pero quizá…
Cerró los ojos con fuerza, sólo un momento, para intentar calmarse. Tenía el corazón acelerado y tuvo que hacer un enorme esfuerzo por controlar la respiración. Tenía que pensar. Mantener la cabeza fría. La habitación estaba muy oscura. La cortina era gruesa y bloqueaba cualquier atisbo de luz. Incluso en una noche de luna llena, que no era el caso, apenas entraría un pequeño rayo de luz por los extremos. Ni siquiera podía ver el perfil del intruso. Las únicas pistas que tenía para ubicarlo era el ruido que hacía con los pies en la alfombra y algún ocasional crujido de las tablas de madera del suelo.
Se movía despacio. Quien quiera que estuviera en su habitación avanzaba despacio. Muy despacio, pero…
Estaba cerca.
El corazón de Annabel empezó a latir con tanta fuerza que creyó que la cama temblaría. El intruso estaba muy cerca. Se estaba acercando a la cama. No era un ladrón, era alguien que había ido a hacer daño, o malicia, o a provocar dolor, o Dios mío, daba igual… Tenía que salir de allí.
Mientras rezaba para que el intruso viera tan poco como ella en la oscuridad, se deslizó hasta el otro lado de la cama con la esperanza de no hacer demasiado ruido. Se le estaba acercando por la derecha, así que se fue hacia la izquierda, bajó las piernas y…
Gritó. Pero no pudo. Le taparon la boca con una mano y le rodearon el cuello con un brazo y el sonido de su grito quedó ahogado.
– Si sabes lo que te conviene, no te moverás.
Annabel abrió los ojos aterrorizada. Era el conde de Newbury. Reconocía su voz, e incluso su olor, aquella peste a sudor mezclada con brandy y pescado.
– Si gritas -continuó él, que parecía que casi se divertía-, entrará alguien. Tu abuela, quizá, o tu prima. ¿No duerme una de ellas en la habitación de al lado?
Annabel asintió y el gesto provocó que le rozara el fornido antebrazo con la barbilla. Llevaba camisón, pero, aún así, estaba pegajoso. Y a Annabel le dio mucho asco.
– Imagínatelo -dijo él, con un chasquido de lengua malicioso-. Entra la respetable y pura lady Louisa. Gritaría. Un hombre entre las piernas de una mujer… Seguro que se sorprendería.
Annabel no dijo nada. Y, aunque hubiera querido, tampoco hubiera podido con aquella mano tapándole la boca.
– Y luego acudiría toda la casa. Menudo escándalo. Tu reputación quedaría manchada para siempre. Y el idiota de tu prometido no te querría, ¿verdad?
Eso era mentira. Sebastian no la abandonaría. Annabel sabía que no lo haría.
– Serías una mujer arruinada -continuó Newbury, disfrutando mucho de su historia. Deslizó el brazo lo suficiente para palparle los pechos y apretárselos-. Aunque, por supuesto, siempre has sido perfecta para el papel.
Annabel gimió, alterada.
– Te gusta, ¿verdad? -rió él, apretándoselos con más fuerza.
– No -intentó decir ella, pero la mano del conde le tapaba la boca.
– Algunos incluso dirían que tendrías que casarme conmigo -prosiguió Newbury, tocándole los pechos-. Pero yo me pregunto si habría alguien que diría que tendría que casarme contigo. Podría decir que no eras virgen, que habías estado jugando a dos bandas con tío y sobrino para enfrentarlos. Debes de ser muy astuta.
Incapaz de seguir soportándolo, Annabel movió la cabeza hacia un lado, y luego hacia el otro, intentando liberarse de esa mano. Al final, y con una pequeña risa, él la apartó.
– Recuerda -le dijo, acercando sus fofos labios a su oreja-, no hagas demasiado ruido.
– Sabe que no es verdad -susurró Annabel, llena de rabia.
– ¿El qué? ¿Lo de tu virginidad? ¿Me estás diciendo que no eres virgen? -Apartó las mantas, la tendió en la cama y se sentó a horcajadas encima de ella. La sujetó con fuerza por los hombros y la clavó al colchón-. Vaya, vaya. Eso lo cambia todo.