– No -gritó ella, en un susurro-. Lo de jugar… -¿Qué sentido tenía? Era imposible razonar con él. Tenía sed de venganza. Contra ella, contra Sebastian, y seguramente contra el mundo entero. Esa noche lo habían dejado en ridículo delante de más de una veintena de sus nobles coetáneos.
Y no era el tipo de hombre que pasaba por alto una humillación como esa.
– Eres una chica muy estúpida -dijo, meneando la cabeza-. Podrías haber sido condesa. ¿En qué estabas pensando?
Annabel se mantuvo inmóvil, conservando la energía. Era imposible liberarse de él cuando tenía todo su peso encima. Tenía que esperar hasta que se moviera, hasta que estuviera desprevenido. E, incluso entonces, necesitaría todas sus fuerzas.
– Estaba convencido de que había encontrado a la mujer que buscaba.
Annabel lo miró con incredulidad. Su voz sonaba casi arrepentida.
– Sólo quería un heredero. Sólo un miserable hijo para que el imbécil de mi sobrino no heredara.
Annabel quería protestar, quería explicarle los mil motivos por los que creía que Sebastian era brillante. Tenía una imaginación increíble y su conversación era maravillosamente astuta. Nadie era más listo que él. Nadie. Y era divertido. Cielo santo, la hacía reír como nadie más en el mundo.
También era muy perceptivo. Y observador. Lo veía todo y se fijaba en todo el mundo. Entendía a las personas, y no sólo sus esperanzas y sus sueños, sino cómo esperaban y soñaban.
Si aquello no era ser brillante, no sabía qué podía serlo.
– ¿Por qué lo odia tanto? -susurró.
– Porque es un estúpido -respondió lord Newbury con desdén.
Annabel quería decirle: «Eso no es una respuesta».
– Además, da igual -continuó él-. Se hace ilusiones si cree que busco esposa sólo para frustrar sus ambiciones. ¿Tan mal está que un hombre quiera dejar su casa y su título a su hijo?
– No -respondió Annabel, con suavidad. Porque, si se comportaba como una amiga, quizá no le haría daño. Y porque no estaba tan mal querer lo que él quería. Lo malo era en cómo quería conseguirlo-. ¿Cómo murió?
Lord Newbury se quedó inmóvil.
– Su hijo -aclaró ella.
– De fiebre -respondió él, escueto-. Se cortó la pierna.
Annabel asintió. Había conocido a varias personas que habían contraído la fiebre de la misma forma. Un corte profundo siempre había que vigilarlo. Por si se enconaba, se enrojecía o se ponía caliente. Una herida mal curada normalmente provocaba fiebre y, a menudo, la fiebre provocaba la muerte. Annabel solía preguntarse por qué unas heridas se curaban perfectamente y otras no. Parecía que no había una explicación, sólo un giro injusto y caprichoso del destino.
– Lo siento -dijo ella.
Por un momento, pensó que la creía. Las manos, que la estaban sujetando con fuerza por los hombros, se relajaron un poco. Y sus ojos… Quizá fue un efecto de la escasa iluminación, pero Annabel habría jurado que se habían enternecido. Pero entonces, Newbury se rió y dijo:
– No, no lo sientes.
Y lo irónico era que sí que lo sentía o, al menos, lo había sentido. Sin embargo, cualquier tipo de compasión que hubiera podido sentir hacia él desapareció cuando las manos del conde se deslizaron hacia su cuello.
– Esto es lo que me ha hecho -dijo lord Newbury, echando humo entre los dientes-. Delante de todo el mundo.
Santo Dios, ¿iba a estrangularla? La respiración de Annabel se aceleró y cada nervio de su cuerpo se tensó preparando la huída. Pero lord Newbury era el doble de grande que ella y ni siquiera toda la fuerza que pudiera acumular con el pánico bastaría para quitárselo de encima.
– ¡Me casaré con usted! -exclamó, justo cuando sus manos se apoyaban encima de la tráquea.
– ¿Qué?
Annabel tosió y jadeó, porque no podía hablar, y él aflojó las manos.
– Me casaré con usted -suplicó-. Dejaré plantado a Sebastian y me casaré con usted, pero, por favor, no me mate.
Lord Newbury soltó una carcajada y Annabel miró de reojo la puerta. Con esa risa despertaría a todo el mundo, justo lo que le había advertido que no hiciera.
– ¿De veras crees que iba a matarte? -le preguntó, y apartó una mano para secarse una lágrima que le resbalaba por la mejilla-. Qué gracioso.
Estaba loco. Era lo único que Annabel podía pensar, aunque sabía que no estaba loco.
– No te mataré -dijo, aparentemente muy divertido-. Sería el principal sospechoso y, aunque dudo que me castigaran, resultaría muy incómodo.
Incómodo. Un asesinato. Quizá sí que estaba loco.
– Además, haría que las demás jóvenes se lo pensaran dos veces. No eres la única en quien me he fijado. La pequeña de los Stinson no tiene tanto pecho, pero sus caderas parecen adecuadas para engendrar hijos. Y no abre la boca a menos que le pregunten.
«Porque tiene quince años», pensó Annabel, enfurecida. Santo Dios, quería casarse con una niña.
– Acostarme con ella no será tan divertido como contigo, pero no necesito una esposa para eso. -Se inclinó con un brillo descomunal en los ojos-. Puede que incluso te utilice a ti.
– No -gimió Annabel, antes de pensárselo dos veces. Y, obviamente, él sonrió porque le encantaba hacerla sufrir. Se dio cuenta de que la odiaba. La odiaba igual que a Sebastian. De forma irracional.
Y peligrosa.
Sin embargo, cuando bajó la cabeza, levantó las caderas. Annabel aprovechó la ocasión para respirar hondo y entonces, cuando instintivamente se dio cuenta de que quizás aquella sería su única oportunidad, levantó una pierna y la dobló. Lo golpeó con fuerza en la entrepierna y él gritó de dolor. Sin embargo, no bastó para quitárselo de encima, así que repitió la operación, esta vez con más fuerza, y luego levantó los brazos y lo empujó. Lord Newbury aulló de dolor, pero Annabel volvió a doblar la rodilla, esta vez para empujarlo con todas sus fuerzas, apartarlo y salir de la cama.
Él cayó al suelo con un golpe seco y maldijo. Annabel corrió hacia la puerta, pero él la agarró por el tobillo.
– Suélteme -gruñó ella.
La respuesta del conde fue:
– Putita.
Annabel tiró e intentó soltarse, pero él aferró la otra mano a la pantorrilla y la sujetó, mientras intentaba utilizarla para levantar su enorme peso del suelo.
– ¡Suélteme! -gritó. Si lograba soltarse sabía que estaba a salvo. Si podía correr más que un pavo, seguro que podía correr más que un… en palabras de su abuela, noble con sobrepeso.
Tiró con fuerza y casi se libera. Los dos avanzaron un poco, aunque lord Newbury lo hizo arrastrándose por la alfombra como un monstruo varado en la arena. Annabel estuvo a punto de caer de bruces, pero, por suerte, estaba cerca de la pared y pudo apoyar las manos. Y entonces se dio cuenta de que estaba cerca de la chimenea. Apoyó una mano en la pared y con la otra palpó a su alrededor, y gritó de alegría cuando localizó el mango de hierro del atizador.
Lo agarró con las dos manos y se volvió hacia lord Newbury. Estaba intentando levantarse, aunque era complicado con ambas manos aferradas al tobillo izquierdo de Annabel.
– Suélteme -gruñó ella, levantando el atizador por encima de la cabeza-. Suélteme o le juro que…
Newbury aflojó la mano.
Annabel se alejó de un salto y fue hasta la puerta pegada a la pared, pero lord Newbury no se movía.
Ni un dedo.
– Oh Dios mío -susurró-. Oh Dios mío.
Y, entonces, volvió a repetirlo, porque no sabía qué otra cosa decir. O hacer.
– Oh Dios mío.
Sebastian avanzó en silencio por la mansión en dirección a la habitación de Annabel en el segundo piso. Era un experto en el arte de las citas secretas nocturnas, una habilidad que se alegró de descubrir que ya no necesitaría.
Suponía que era un arte y una ciencia. Tenías que investigar un poco antes, localizar la habitación, descubrir la identidad de los ocupantes de las habitaciones contiguas y, por supuesto, recorrer el camino con anterioridad para comprobar si el suelo de madera crujía o había imperfecciones.