A Sebastian le gustaba estar preparado.
No había podido hacer la comprobación de la ruta, porque no había encontrado el momento adecuado después de proponerle matrimonio a Annabel. Pero sabía en qué habitación se alojaba y sabía que su abuela dormía en el lado norte, y su prima, en el lado sur.
Al otro lado del pasillo estaba lady Millicent. Un golpe de suerte, seguro. No lo oiría a menos que disparara con un cañón frente a su puerta.
Lo único que no sabía era si las tres habitaciones estaban comunicadas por puertas interiores. Aunque eso no le preocupaba. Era un detalle importante, pero no algo que tuviera que saber de antemano. Sería muy fácil comprobarlo cuando estuviera dentro.
El suelo de Stonecross estaba bien cuidado y Sebastian no hizo ningún ruido mientras se acercaba a la habitación de Annabel. Agarró el pomo de la puerta. Estaba ligeramente húmedo. Qué curioso. Meneó la cabeza. ¿A qué hora había dicho lady Challis a las doncellas que los pulieran?
Giró el pomo muy despacio, con cuidado de no hacer ruido. Como todo lo demás en aquella casa, funcionaba a la perfección y giró sin un chirrido. Sebastian abrió la puerta y se preparó para entrar por el mínimo espacio posible y luego cerrarla.
Sin embargo, cuando entró tardó menos de un segundo en darse cuenta de que había algo que no estaba bien. La respiración no era pausada, propia del sueño. Era agitada y alterada y…
Abrió la puerta del todo para dejar entrar un poco más de luz.
– ¿Annabel?
Estaba junto a la chimenea, con un atizador por encima de la cabeza. Y en el suelo vio a lord Newbury, inmóvil.
– ¿Annabel? -repitió. Parecía estar en shock. No se volvió hacia él ni parecía haberse dado cuenta de su llegada.
Sebastian corrió a su lado y le quitó el atizador de las manos.
– No le he golpeado -dijo ella, que no apartó la mirada del cuerpo del suelo ni un segundo-. Ni siquiera le he golpeado.
– ¿Qué ha pasado? -Observó el atizador detalladamente. No había ni rastro de sangre ni nada que indicara que había sido utilizado para golpear al conde.
– Creo que está muerto -dijo ella, en aquel extraño susurro monótono-. Me estaba sujetando del tobillo. Iba a golpearlo si no me soltaba, pero entonces me ha soltado y…
– Su corazón -la interrumpió Sebastian para que no tuviera que decir nada más-. Seguramente, ha sido el corazón. -Dejó el atizador en su sitio. Hizo un ruido metálico al volver a su sito, pero no fue fuerte y Sebastian no creyó que hubiera despertado a nadie.
Volvió a su lado, la tomó de la mano y le acarició la cara.
– ¿Estás bien? -le preguntó, con cuidado-. ¿Te ha hecho daño? -Estaba aterrado por la respuesta, pero tenía que preguntarlo. Si quería ayudarla, tenía que saber qué había pasado.
– Estaba… Ha entrado y… -No le salían las palabras y, cuando él la abrazó, se derrumbó al instante y se vino abajo antes de que él pudiera parpadear.
– Shhh -la tranquilizó, acariciándola-. No pasa nada. Estoy aquí. Ya estoy aquí contigo.
Ella asintió contra su pecho, pero no lloró. Tembló y respiró hondo, pero no lloró.
– No… No me ha… Me he escapado antes…
«Gracias a Dios», pensó Sebastian. Si su tío la hubiera violado, por Dios que lo resucitaría para volver a matarlo. Sebastian había visto violaciones durante la guerra; no directamente, pero sí los ojos de las mujeres que las habían sufrido. Todas parecían muertas por dentro y él se dio cuenta de que, en cierto modo, ellas también habían muerto, igual que los hombres que habían ido a la batalla. Aunque para las mujeres era peor, porque sus cuerpos seguían vivos, con almas muertas dentro.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella.
– No lo sé -admitió él-. Ya se me ocurrirá algo. -Pero ¿el qué? Sabía cómo salir airoso de casi cualquier situación, pero eso… El cadáver de su tío en la habitación de su prometida…
Santo Dios. Era demasiado incluso para él.
Pensar. Tenía que pensar. Si estuviera escribiendo la historia…
– Primero, cerramos la puerta -dijo con firmeza, intentando transmitir que sabía lo que hacía. Se separó de Annabel muy despacio, asegurándose de que podía tenerse de pie, y se acercó a la puerta. La cerró y luego cruzó la habitación para encender una vela.
Annabel estaba donde la había dejado, abrazándose con los brazos. Parecía que tenía frío.
– ¿Quieres una manta? -preguntó él y, teniendo en cuenta las circunstancias, parecía la pregunta más ridícula del mundo. Pero la chica tenía frío y él era un caballero, y había algunas cosas que tenía demasiado interiorizadas para ignorarlas.
Ella meneó la cabeza.
Seb apoyó las manos en las caderas y miró a su tío, inmóvil y bocabajo en la alfombra. No estaba seguro de cómo creía que las cosas terminarían entre ellos, pero seguro que así no. Maldita sea. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, ahora?
– Si estuviera escribiendo la historia… -balbuceó, intentando hacer acopio de toda la creatividad que normalmente reservaba para los personajes-. Si estuviera escribiendo la historia…
– ¿Qué has dicho?
Se volvió hacia Annabel. Estaba tan inmerso en sus pensamientos que casi había olvidado que estaba allí.
– Nada -dijo, sacudiendo la cabeza. Seguramente, Annabel creía que decía cosas sin sentido.
– Ya estoy mejor -anunció ella.
– ¿Qué?
Ella movió la cabeza hacia los lados y hacia atrás.
– Ya he recuperado la serenidad. Puedo hacer lo que tengamos que hacer.
Él parpadeó, sorprendido por la rápida recuperación.
– ¿Estás segura? Puedo…
– Ya lloraré cuando hayamos terminado -dijo ella, escueta.
– Te quiero -dijo Sebastian, mientras se decía que tenía que ser el momento más inapropiado para decírselo. Sin embargo, al verla allí de pie, con su sencillo camisón de algodón, práctica y competente como una diosa, ¿cómo iba a no quererla?-. ¿Te lo había dicho?
Ella meneó la cabeza y sus labios temblorosos dibujaron una sonrisa.
– Yo también te quiero.
– Qué bien -respondió él, porque no era el momento para grandes declaraciones. Aunque no pudo resistirse a añadir-: Porque sería una jugarreta que no me quisieras.
– Creo que tenemos que llevarlo a su habitación -dijo ella, con una expresión de inquietud.
Sebastian asintió e intentó calcular cuánto debía pesar su tío. No sería fácil, ni siquiera para dos personas.
– ¿Sabes cuál es su habitación? -le preguntó.
Ella meneó la cabeza.
– ¿Y tú?
– No. -Maldita sea.
– Podemos dejarlo en el salón -sugirió ella-. O en cualquier otro lugar donde haya bebida. Si iba ebrio, habría podido caerse. -Tragó saliva-. ¿Y golpearse la cabeza?
Sebastian soltó el aire muy despacio y colocó los brazos en jarra mientras miraba a su tío. Muerto, todavía era más asqueroso que vivo. Gordo, hinchado… Al menos, nadie dudaría de que su corazón hubiera dicho basta, y menos después de las emociones del día.
– La cabeza, el corazón… -farfulló-. Da igual. Sólo de mirarlo me siento menos sano.
Se quedó de pie un instante, retrasando lo inevitable, y al final irguió la espalda y dijo:
– Yo lo cogeré de los brazos y tú de las piernas. Pero antes tendremos que darle la vuelta.
Le dieron la vuelta, se colocaron en posición e intentaron levantarlo.
– Por el amor de Dios -gruñó Sebastian, entre dientes.
– Esto no va a funcionar -dijo Annabel.
– Tiene que funcionar.
Lo levantaron y lo arrastraron, jadeando del agotamiento, pero no podían mantenerlo en el aire más de unos de segundos. Era imposible que pudieran llevarlo hasta el salón sin despertar a toda la casa.
– Vamos a tener que despertar a Edward -dijo Sebastian, al final.