Pero no. La señorita Spencer seguía debajo de la cama y su escocés seguía encima del colchón, y Sebastian no estaba más cerca del final del capítulo doce que la semana pasada.
Después de dos horas sentado en el escritorio, mirando una hoja en blanco, se había dado por vencido. No podía dormir y no podía escribir y, más por inquina que por otra cosa, se levantó, se vistió y se marchó al club.
Había champán. Alguien estaba celebrando algo y habría sido de mala educación no unirse a la fiesta. También había varias jóvenes muy guapas, aunque Sebastian desconocía el motivo por el cual estaban en el club.
O quizá no las había visto en el club. ¿Había ido a algún sitio, después?
Santo Dios, se estaba haciendo demasiado viejo para aquellas tonterías.
– Quizá diga que no -dijo Edward, por lo visto sin ningún motivo.
– ¿Eh?
– La chica Vickers. Quizá le diga que no a Newbury.
Sebastian reclinó la espalda y se presionó las sienes con los dedos.
– No dirá que no.
– Creí que no la conocías.
– Y no la conozco. Pero Vickers estará deseoso por emparentar con Newbury. Son amigos y Newbury tiene dinero. A menos que la chica tenga un padre realmente indulgente, tendrá que hacer lo que diga su abuelo. Eh, un momento. -Arqueó las cejas y las arrugas de la frente pareció que le activaban su perezosa mente-. Si es la hija de los Fenniwick, dirá que no.
– ¿Cómo sabes todo eso?
Seb se encogió de hombros.
– Sé cosas.
Básicamente, se limitaba a observar. Era increíble lo que se podía llegar a saber acerca de otro ser humano a través de la observación. Y escuchando. Y comportándose de forma tan encantadora que la gente solía olvidarse de que tenía un cerebro.
No solían tomárselo en serio, y él casi lo prefería así.
– No, espera -dijo, recreando la imagen de una chica muy delgada, tanto que desaparecía cuando se ponía de perfil-. Es imposible que sea la hija de los Fenniwick. No tiene pechos.
Edward se terminó el último trozo de pastel de carne. Por desgracia, el olor no desapareció tan deprisa.
– Espero que no lo sepas de primera mano -dijo.
– Soy un excelente juez de la forma femenina, incluso desde lejos. -Sebastian miró a su alrededor, buscando algo sin alcohol para beber. Un té. Un té le sentaría bien. Su abuela solía decir que, después del vodka, era lo mejor del mundo.
– Bueno -dijo Edward, observando cómo Sebastian se levantaba y tocaba la campana para llamar al mayordomo-, si lo acepta, prácticamente habrás perdido el condado.
Seb volvió a dejarse caer en el sofá.
– Nunca fue mío, para empezar.
– Pero podría serlo -dijo Edward, inclinándose hacia delante-. Podría ser tuyo. Yo, seguramente soy el trigésimo noveno en la línea de sucesión de algo importante, pero tú… tú podrías ser el próximo conde de Newbury.
Sebastian contuvo la arcada que le subió por la garganta. El conde de Newbury era su tío, enorme y escandaloso, con su mal aliento y su carácter todavía peor. Le costaba imaginarse, algún día, respondiendo a ese nombre.
– Sinceramente, Edward -dijo, mirando a su primo con la mayor franqueza que pudo-, me da igual una cosa y la otra.
– ¿No lo dirás en serio?
– Pues sí -murmuró Seb.
Edward lo miró como si se hubiera vuelto loco. Sebastian decidió responderle volviendo a tenderse en el sofá. Cerró los ojos y estaba decidido a mantenerlos así hasta que llegara el té.
– No digo que no apreciara las facilidades que acompañan al título -dijo-, pero he vivido treinta años sin ellas y veintinueve sin ni siquiera imaginarme que podrían ser mías.
– Facilidades -repitió Edward, considerando la palabra-. ¿Facilidades?
Seb se encogió de hombros.
– El dinero sería muy conveniente.
– Conveniente -repitió Edward, atónito-. Sólo tú definirías algo así como conveniente.
Seb volvió a encogerse de hombros e intentó echar una cabezadita. Casi siempre acababa durmiendo así, a ratitos, en sofás, sillas, cualquier sitio excepto su cama. No obstante, su mente se negaba a relajarse y a olvidarse de los últimos chismes acerca de su tío.
Realmente le daba igual heredar el condado. A la gente le solía costar creérselo, pero era cierto. Si su tío acababa casándose con la chica de los Vickers y tenía un hijo con ella, mejor para él. El título no sería para él. Sebastian no podía tomarse la molestia de enfadarse por haber perdido algo que, para empezar, nunca fue suyo.
– La mayor parte de la gente -dijo Sebastian en voz alta, puesto que sólo estaba Edward en la habitación y podía permitirse parecer un bufón sin pensar en las consecuencias-, sabe si va a heredar un condado. Yo sólo soy el heredero aparente. Aparentemente, el heredero. A menos que alguien consiga matarme antes, heredaré.
– ¿Perdón?
– Que alguien podría redefinir el concepto como heredero obvio -murmuró Seb.
– ¿Siempre das lecciones de vocabulario cuando has bebido demasiado?
– Cachorro. -Era el apodo preferido de Seb para referirse a Edward y, siempre que quedara en la familia, a Edward parecía no importarle.
Edward chasqueó la lengua.
– Monólogo interrumpido -dijo Sebastian, y luego continuó-: Con el presunto heredero, todo son presunciones.
– ¿Me estás diciendo algo que no sepa? -preguntó Edward, sin una gota de sarcasmo. Sólo era para asegurarse de si tenía que prestarle atención o no.
Sebastian lo ignoró.
– Uno es el presunto heredero, a menos y siempre que… etcétera, como en mi caso, Newbury consiga casarse con una pobre de caderas fértiles y pechos grandes.
Edward volvió a suspirar.
– Cállate -dijo Seb.
– Si los hubieras visto, sabrías a qué me refiero.
Su voz estaba tan cargada de lujuria que Sebastian tuvo que abrir los ojos y mirar a su primo.
– Necesitas una mujer.
– Envíame una. No me importa aprovecharme de lo que tú no quieres.
Se merecía algo mejor, pero a Sebastian no le apetecía tener esa conversación, al menos no sin una base.
– Necesito esa taza de té.
– Sospecho que necesitas algo más que una taza de té.
Seb arrugó una ceja.
– Pareces bastante molesto con la endeblez de tu posición -explicó Edward.
Sebastian se lo pensó unos segundos.
– No, no estoy molesto. Pero fingiré estar ligeramente irritado.
Edward cogió el periódico y se quedaron en un amigable silencio. Sebastian miró hacia el otro lado del salón, hacia la ventana. Siempre había tenido muy buena vista y ahora veía a las jóvenes que paseaban por el otro lado de la calle. Las observó durante un buen rato, sin pensar en nada importante. Parecía que el color de moda era el azul celeste. Una buena elección; le sentaba bien a casi todo el mundo. Aunque no estaba tan seguro sobre la forma de las faldas; parecían un poco más tiesas y de forma cónica. Eran atractivas, sí, pero suponían un mayor reto para cualquier hombre que quisiera levantarlas.
– El té -dijo Edward, interrumpiendo los pensamientos de Sebastian. Una doncella depositó la bandeja en la mesa, entre los dos y, durante unos segundos, esos dos hombres grandes con manos grandes se quedaron mirando el delicado conjunto de té.
– ¿Dónde está nuestra adorada Olivia cuando la necesitamos? -preguntó Sebastian.
Edward se rió.
– Me aseguraré de explicarle lo mucho que valoras sus habilidades para servir el té.
– Seguramente, es el motivo más lógico para conseguir una esposa. -Sebastian se inclinó hacia delante y examinó la bandeja en busca de la pequeña jarra de la leche-. ¿Quieres?
Edward meneó la cabeza.