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Bajó la mirada hasta su cara, encendida de pasión. Annabel respiraba de forma acelerada y él lo notaba en el movimiento de su pecho. Quería agarrarla de las manos y sujetárselas encima de la cabeza, secuestrarla y tenerla así una eternidad.

Y quería besarla con ternura por todas partes.

Quería pegarse a ella y demostrarle que era suya, y de nadie más, de la forma más primitiva.

Y quería arrodillarse frente a ella y suplicarle que lo quisiera para siempre.

Lo quería todo con ella.

Quería cualquier cosa con ella.

Quería oírla decir…

– Te quiero.

Lo susurró y las palabras le nacieron en lo más profundo de la garganta, en el centro de su ser, y bastó para que Sebastian se relajara.

La penetró y gimió cuando notó que ella lo acogía y que lo atraía hacia sí.

– Eres tan… tan… -Pero no pudo terminar. Sólo podía sentir, y percibir, y dejar que su cuerpo tomara la iniciativa.

Había nacido para esto. Para ese momento. Con ella.

– Oh, Dios mío -gimió-. Oh, Annabel.

Con cada embestida, ella jadeaba y arqueaba la espalda, alzaba las caderas y lo acercaba un poco más. Sebastian intentaba ir despacio, para darle tiempo a acostumbrarse a él, pero cada vez que jadeaba era como una chispa que encendía su sangre. Y cuando se movía, sólo conseguía unirlos más.

Le tomó un pecho con la mano y estuvo a punto de volverse loco, sólo con eso. Era perfecta, el pecho era más grande que su mano, suave, redondo y glorioso.

– Quiero saborearte -dijo, casi sin aliento, mientras acercaba la boca a su piel, lamía la delicada cumbre y sentía un momento de auténtico triunfo masculino cuando ella gimoteó y arqueó la espalda.

Cosa que, por supuesto, hizo que su pecho se adentrara más en la boca de Sebastian.

La succionó mientras pensaba que debía ser la criatura más gloriosa y femenina que jamás se había creado. Quería quedarse con ella para siempre, enterrado en su interior, queriéndola.

Simplemente, queriéndola.

Quería que ella lo disfrutara. No, quería que creyera que era espectacular. Pero era su primera vez y siempre le habían dicho que, para las mujeres, la primera vez no era demasiado agradable. Y se sentía tan nervioso que estaba a punto de perder el control y conseguir su propio placer antes de ayudarla a alcanzar el suyo. No recordaba la última vez que se había puesto nervioso haciendo el amor con una mujer. Aunque, claro, lo que había hecho hasta ahora… no había sido hacer el amor. No se había dado cuenta hasta este momento. Había una diferencia, y la tenía entre los brazos.

– Annabel -susurró, aunque apenas reconoció su propia voz-. ¿Es…? ¿Estás…? -Tragó saliva e intentó formar una idea coherente-. ¿Te duele?

Ella meneó la cabeza.

– Sólo ha sido un momento. Ahora es…

Él contuvo el aliento.

– Extraño -terminó la frase ella-. Maravilloso.

– Y va a mejorar -le aseguró él. Y lo haría. Empezó a moverse en su interior, y no en movimientos dubitativos como al principio, cuando quería tranquilizarla, sino algo real. Se movió como un hombre que sabía lo que hacía.

Deslizó una mano entre los dos cuerpos y la tocó sin dejar de penetrarla. Cuando encontró el botón de placer, las caderas de Annabel casi se levantan de la cama. La acarició y jugueteó con ella, animado por la respiración acelerada de ella. Ella se aferró a sus hombros, con fuerza y tensión y, cuando pronunció su nombre, lo hizo a modo de súplica.

Lo quería.

Le estaba suplicando que la liberara.

Y él se juró que lo haría.

Acercó la boca al pecho otra vez y lamió y mordisqueó. Si hubiera podido, le habría hecho lo mismo por todas partes, a la vez, y quizás ella sentía que lo hacía porque, cuando Sebastian creyó que no podría soportarlo más, ella se retorció y se tensó debajo de él. Annabel le clavó las uñas en la piel y lo abrazó con las piernas, con mucha fuerza. Estaba tan tensa y sus músculos estaban tan fuertes que casi lo expulsa de su interior, pero él volvió a embestirla y, antes de que pudiera pensárselo dos veces, se había derramado en su interior y había alcanzado el clímax justo cuando ella empezaba a relajarse del suyo.

– Te quiero -le dijo, y se acurrucó a su lado. La pegó a él, como dos cucharas en un cajón, cerró los ojos y durmió.

CAPÍTULO 27

En esa época del año, amanecía temprano y cuando Annabel abrió los ojos y miró el reloj que había en la mesita de noche, comprobó que eran las cinco y media. La habitación todavía estaba en penumbra, así que salió de la cama, se puso una bata y se acercó a la ventana para abrirlas. Puede que su abuela hubiera dado a Sebastian un permiso tácito para quedarse esa noche, pero sabía que no podía estar allí cuando el resto de invitados se despertaran.

Su habitación estaba encarada al este, así que se tomó un momento para disfrutar de la salida del sol. Casi todo el cielo todavía conservaba los tonos violeta de la noche, pero, por el horizonte, el sol ya dibujaba una intensa franja de color naranja y rosa.

Y amarillo. Por debajo de todo empezaba a asomar el amarillo.

«La luz de la mañana», pensó Annabel. Todavía no había terminado el libro de Sarah Gorely, pero aquella primera frase la recordaba perfectamente. Le gustaba. La entendía. No era una persona particularmente visual, pero había algo en aquella descripción que hacía que se reconociera en ella.

A su espalda, oyó que Sebastian se movía en la cama y se volvió. Parecía que estaba parpadeando mientras se despertaba.

– Ya es de día -dijo ella, sonriendo.

Él bostezó.

– Casi.

– Casi -asintió ella, y se volvió hacia la ventana.

Lo oyó bostezar otra vez y, luego, cómo salía de la cama. Se colocó tras ella, la abrazó y apoyó la barbilla en su cabeza.

– Es un amanecer precioso -murmuró.

– En los pocos minutos que hace que lo miro, ya ha cambiado mucho.

Annabel notó cómo asentía.

– En esta época del año casi nunca veo el amanecer -dijo ella, que notó cómo le venía un bostezo-. Siempre es demasiado temprano.

– Creía que te despertabas temprano.

– Sí, pero no tanto. -Se volvió dentro de sus brazos y levantó la cara-. ¿Y tú? Me parece algo que una mujer debería saber acerca de su futuro marido.

– No -respondió él, en voz baja-. Cuando veo el amanecer, es porque hace demasiadas horas que estoy despierto.

Annabel estuvo a punto de hacerle una broma acerca de salir y acudir a demasiadas fiestas, pero cuando vio su mirada de resignación, se reprimió.

– Porque no puedes dormir -dijo.

Él asintió.

– Esta noche has dormido -dijo mientras recordaba el sonido de su respiración estable-. Y profundamente.

Él parpadeó y adoptó un gesto de sorpresa. Y quizá también de asombro.

– Es verdad.

De forma impulsiva, Annabel se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.

– Quizás hoy también es un nuevo amanecer para ti.

Él se la quedó mirando unos instantes, como si no supiera bien qué decir.

– Te quiero -dijo, al final, y le dio un delicado beso cargado de amor en los labios-. Salgamos -dijo, de repente.

– ¿Qué?

La soltó y se acercó a la cama, donde toda su ropa estaba arrugada en el suelo.

– Venga -dijo-. Vístete.

Annabel se tomó un momento para admirar su espalda desnuda, aunque luego volvió a la realidad.

– ¿Para qué quieres salir? -le preguntó, aunque ya estaba buscando algo que ponerse.

– No pueden encontrarme aquí -explicó él-, pero detesto la idea de dejarte. Diremos a todo el mundo que nos hemos encontrado para un paseo matutino.