– Ay, el pobre se sentiría fatal -dijo Annabel mientras intentaba imaginárselo. No conocía demasiado bien a sir Harry, pero, aún así, ¡eran primos!-. ¿Y nunca han sospechado nada?
– Creo que no.
– Dios mío. -Se sentó en una enorme roca plana-. Dios mío.
Él se sentó a su lado. Con cautela, dijo:
– Seguro que hay a quien le pueda parecer una actividad estúpida e indigna.
– A mí no -respondió ella enseguida, meneando la cabeza. Santo Dios, Sebastian era Sarah Gorely. Iba a casarse con Sarah Gorely.
Hizo una pausa. Quizá no debería pensarlo en esos términos.
– Me parece maravilloso -declaró, y levantó la cabeza hacia él.
– ¿De veras? -La miró a los ojos y, en ese momento, Annabel se dio cuenta de lo importante que era para él su opinión. Era muy sensato y estaba muy seguro de sí mismo. Fue una de las primeras cosas que descubrió, incluso antes de saber cómo se llamaba.
– Sí -respondió ella, y se preguntó si era mala persona por adorar aquella mirada vulnerable en sus ojos. No podía evitarlo. Le encantaba significar tanto para él-. Será nuestro secreto. -Y entonces, se rió.
– ¿Qué te pasa?
– Cuando te conocí, antes incluso de saber tu nombre, recuerdo que pensé que sonreías como si tuvieras una broma secreta y que quería ser partícipe de ella.
– Siempre -dijo él, con solemnidad.
– Quizá pueda ayudarte -sugirió ella, con una sonrisa pícara-. La señorita Winslow y el misterioso escritor.
Él tardó unos segundos en entenderlo, pero entonces se le iluminaron los ojos.
– No puedo volver a utilizar «misterioso». Ya he tenido un misterioso coronel.
Ella soltó una expresión de irritación.
– Vaya, el negocio editorial es muy complicado.
– ¿La señorita Winslow y el espléndido amante? -sugirió él.
– Demasiado morboso -respondió ella, pegándole en el hombro-. Perderás a tu público y entonces, ¿qué será de nosotros? Tenemos unos futuros niños con ojos grises que alimentar, ¿lo sabes?
Los ojos de Sebastian se llenaron de emoción, pero, a pesar de todo, siguió con el juego.
– La señorita Winslow y el precario heredero.
– Uy, no lo sé. Es cierto que es posible que no heredes, aunque gracias a Dios yo no habré tenido nada que ver en eso, pero «precario» suena demasiado…
– ¿Precario?
– Exacto -respondió, aunque el sarcasmo de Sebastian no le había pasado inadvertido-. ¿Qué te parece señora Grey? -sugirió, en voz baja.
– Señora Grey -repitió él.
– Me gusta cómo suena.
Él asintió.
– La señora Grey y el sumiso marido.
– La señora Grey y el amado marido. No, no, La señora Grey y su amado marido -rectificó, haciendo hincapié en «su».
– ¿Será una historia que tendrá continuación? -preguntó él.
– Yo creo que sí. -Levantó la cabeza para darle un beso, y luego se quedaron allí, con las narices pegadas-. Siempre que no te importe escribir un final feliz cada día.
– Parece mucho trabajo… -murmuró él.
Ella se separó lo suficiente para mirarlo con severidad.
– Pero que merece la pena.
Él se rió.
– No ha sido una pregunta.
– Habla claro, señor Grey. Habla claro.
– Es lo que me encanta de ti, futura señora Grey.
– ¿No crees que debería ser señora futura Grey?
– ¿Ahora me editas?
– Sólo era una sugerencia.
– Pues resulta -respondió él, pegando la nariz a la de Annabel-, que tengo razón yo. El «futura» tiene que ir delante del «señora» porque, si no, parece que antes fuera señora Lo Que Sea.
Annabel lo pensó.
Y él la miró con la ceja arqueada.
– Está bien -dijo ella-, pero yo tengo razón en todo lo demás.
– ¿En todo?
Ella sonrió con gesto seductor.
– Te he elegido a ti.
– El señor Grey y su amada esposa. -Le dio un beso, y luego otro-. Creo que me gusta.
– Me encanta.
Y era verdad.
EPÍLOGO
Cuatro años después…
– La clave para un matrimonio feliz -dijo Sebastian desde su mesa-, es casarse con una mujer espléndida.
Puesto que el comentario había surgido sin motivo aparente, después de una hora de amigable silencio, Annabel Grey normalmente se habría mostrado escéptica. Aunque cuando Sebastian quería que ella dijera que sí a algo o, al menos, no dijera que no en asuntos que nada tenían que ver con lo que acababa de decir, solía empezar las conversaciones con extravagantes halagos hacia su mujer.
Sin embargo, había diez cosas de aquella frase que le llenaban de amor el corazón.
Una, que Seb estaba particularmente guapo cuando la decía, con la mirada cálida y despeinado, y, dos, que la mujer en cuestión era ella, que tres, había realizado todo tipo de preciosos actos maritales esa mañana, algo que, teniendo en cuenta su historial, seguramente provocaría que, cuatro, tuviera otro niño de ojos grises dentro de nueve meses, que habría que sumar a los tres que ya estaban haciendo de las suyas en la habitación de los juegos.
De menor importancia, aunque significativa, era que, cinco, ninguno de sus tres hijos se parecía a lord Newbury, que debió de asustarse tanto después del desmayo en la habitación de Annabel hacía cuatro años, que se puso a dieta y se casó con una viuda de evidente capacidad reproductora pero, que seis, no había conseguido engendrar ningún otro hijo, varón o hembra.
Lo que significaba que, siete, Sebastian todavía era el presunto heredero del condado, aunque no importaba demasiado porque, ocho, estaba vendiendo montañas de libros, sobre todo desde el lanzamiento de La señorita Spencer y el salvaje escocés que, nueve, el propio rey había definido como «delicioso». Esto, combinado con el hecho de que Sarah Gorely se había convertido en la escritora más popular de Rusia, significaba que, diez, todos los hermanos de Annabel estaban encaminados, lo que provocaba que, once, ella nunca tuviera que preocuparse de que haber perseguido su felicidad personal influyera en la de sus hermanos.
Once.
Sonrió. Había algunas que eran tan maravillosas que superaban el diez.
– ¿Por qué sonríes?
Ella miró a Sebastian, que estaba sentado a la mesa, fingiendo que trabajaba.
– Ah, de muchas cosas -respondió ella, alegremente.
– Qué intrigante. Yo también estoy pensando en muchas cosas.
– ¿Ah sí?
– En diez, para ser exactos.
– Yo estaba pensando en once.
– Eres muy competitiva.
– La Grey con más probabilidades de correr más que un pavo -le recordó-. Por no mencionar el lanzamiento de piedras.
Había conseguido llegar a seis. Había sido un momento excelente. Y más porque nadie había visto que Sebastian hiciera siete nunca.
Él arqueó una ceja, le ofreció su expresión de condescendencia y dijo:
– Yo siempre defiendo la calidad por encima de la cantidad. Pero estaba pensando en diez cosas que me gustan de ti.
Ella contuvo el aliento.
– Una -anunció él-, tu sonrisa. Sólo superada por, dos, tu risa. Que a su vez se alimenta de, tres, la autenticidad y generosidad de tu corazón.
Annabel tragó saliva. Se notaba las lágrimas acumuladas en los ojos y sabía que, dentro de nada, le estarían resbalando por las mejillas.
– Cuatro -continuó él-, sabes guardar un secreto y, cinco, por fin has aprendido a no hacer sugerencias sobre asuntos que pertenecen a mi carrera literaria.
– No -protestó ella, a través de las lágrimas-. La señorita Frosby y el lacayo habría sido maravillosa.
– Me habría hundido en la miseria.
– Pero…