Sebastian se sirvió un poco de leche en la taza y luego decidió que necesitaba tanto el té que no tenía tiempo para dejarlo reposar. Se lo sirvió e inhaló el aroma cuando invadió el ambiente. Era impresionante lo bien que le sentaba al estómago.
Quizá debería irse a la India. Tierra de promesas. Tierra de té.
Bebió un sorbo y notó cómo el líquido caliente le resbalaba por la garganta hasta el estómago. Era perfecto, sencillamente perfecto.
– ¿Te has planteado alguna vez ir a la India? -le preguntó a Edward.
Edward levantó la mirada con las cejas ligeramente arqueadas. Era un cambio de tema repentino, aunque ya conocía a Sebastian lo suficiente para extrañarse por algo.
– No -respondió-. Hace demasiado calor.
Seb reflexionó sobre esa respuesta.
– Supongo que tienes razón.
– Además, está la malaria -añadió Edward-. Una vez conocí a un hombre que la padecía. -Se estremeció-. No te gustaría.
Sebastian había sufrido malaria mientras luchaba con el 18º Regimiento de los Húsares en Portugal y España. «No te gustaría» parecía una frase muy irónica.
Además, le resultaría muy complicado continuar con su carrera de escritor clandestino desde el extranjero. Su primera novela, La señorita Sainsbury y el misterioso coronel, había sido un éxito rotundo. Tanto, que Sebastian enseguida había escrito La señorita Davenport y el oscuro marqués, La señorita Truesdale y el Silencioso Caballero, y el mayor éxito hasta la fecha: La señorita Butterworth y el alocado barón.
Todos ellos publicados bajo un seudónimo, claro. Si se descubriera que escribía novelas góticas…
Se quedó pensativo unos segundos. ¿Qué sucedería si se descubriera? Los miembros más rígidos de la alta sociedad lo vetarían, aunque quizá ya le estaría bien. El resto de la alta sociedad se sentiría encantada. Darían fiestas en su honor durante semanas.
Pero también le harían preguntas. Y la gente le pediría que escribiera sus historias personales. Sería horrible.
Le gustaba tener un secreto. Ni siquiera su familia lo sabía. Si alguno de ellos se preguntaba de dónde sacaba el dinero, jamás se lo había dicho abiertamente. Seguramente, Harry daba por sentado que lo recibía de su madre. Y que iba a desayunar a su casa cada día para ahorrar.
Además, a Harry no le gustaban sus libros. Los estaba traduciendo al ruso (y le pagaban una fortuna. Seguramente, más de lo que el propio Sebastian había cobrado por escribirlos), pero no le gustaban. Le parecía que eran estúpidos. Lo decía con bastante frecuencia. Y Sebastian no se atrevía a decirle que, en realidad, Sarah Gorely, la escritora, era Sebastian Grey, su primo.
Lo incomodaría mucho.
Sebastian se bebió el té y observó cómo Edward leía el periódico. Si se inclinaba hacia delante, quizá pudiera leer la página que estaba girada hacia él. Siempre había tenido muy buena vista.
Aunque, por lo visto, no era tan buena como creía. El London Times utilizaba una letra ridículamente diminuta. Aún así, lo intentó. Al menos, podía leer los titulares.
Edward bajó el periódico y lo miró fijamente.
– ¿Estás muy aburrido?
Seb se bebió el último sorbo de té.
– Mucho. ¿Y tú?
– Bastante, puesto que no puedo leer el periódico si no dejas de mirarme.
– ¿Tanto te distraigo? -Seb sonrió-. Excelente.
Edward meneó la cabeza y le ofreció el periódico.
– ¿Quieres leerlo?
– Dios, no. Anoche me vi atrapado en una conversación con lord Worth sobre impuestos indirectos. Leer sobre ello en el periódico sería poco más agradable que arrancarme una uña del pie.
Edward lo miró fijamente.
– Tu imaginación roza lo macabro.
– ¿Sólo lo roza? -murmuró Seb.
– Intentaba ser educado.
– Por mí, no tienes que hacerlo.
– Obviamente.
Seb hizo una pausa lo suficientemente larga como para que Edward pensara que se había olvidado del tema, y entonces dijo:
– Te estás volviendo más aburrido con los años, cachorro.
Edward arqueó una ceja.
– ¿Y eso te convierte a ti en…?
– Un anciano, pero interesante – respondió Sebastian, con una sonrisa. Ya fuera por el té o por la diversión que le provocaba atormentar a su primo pequeño, empezaba a encontrarse mejor. Todavía le dolía la cabeza, pero, al menos, ya no tenía la sensación constante de querer vomitar en la alfombra-. ¿Acudirás a la fiesta de lady Trowbridge esta noche?
– ¿En Hampstead? -preguntó Edward.
Seb asintió y se sirvió otro té.
– Creo que sí. No tengo otra cosa mejor que hacer. ¿Y tú?
– Creo que tengo una cita con la encantadora lady Cellars en el brezal.
– ¿En el brezal?
– Siempre me ha gustado la naturaleza -murmuró Sebastian-. Sólo tengo que encontrar la forma de entrar en la fiesta con una manta sin que nadie se dé cuenta.
– Por lo visto, la naturaleza no te gusta tanto como dices.
– Sólo el aire fresco y la aventura. Puedo pasar sin las ramas y las quemaduras de la hierba.
Edward se levantó.
– Bueno, si hay alguien que puede conseguirlo, ese eres tú.
Seb levantó la mirada, sorprendido y quizás un poco decepcionado.
– ¿Adónde vas?
– He quedado con Hoby.
– Ah. -En tal caso, no podía retenerlo. Nadie decepcionaba al señor Hoby y, ciertamente, nadie se interponía entre un caballero y sus botas.
– ¿Estarás aquí cuando vuelva? -preguntó Edward desde la puerta-. ¿O tienes pensado volver a tu casa?
– Seguramente, seguiré aquí -respondió Sebastian, y bebió un último sorbo de té antes de tenderse en el sofá. Apenas era mediodía y todavía quedaban horas para tener que arreglarse para lady Trowbridge y lady Cellars.
Edward asintió y se marchó. Sebastian cerró los ojos e intentó dormir, pero, al cabo de diez minutos, tiró la toalla y cogió el periódico.
Le costaba mucho dormir cuando estaba solo.
CAPÍTULO 03
Esa misma noche…
No podía casarse con él. Santo Dios, no podía.
Annabel avanzaba por el oscuro pasillo a toda velocidad, sin importarle dónde iba. Había intentado cumplir con su obligación. Había intentando comportarse como le correspondía. Pero ahora estaba asqueada, con el estómago revuelto y, sobre todo, necesitaba respirar aire fresco.
Su abuela había insistido en que debían asistir a la fiesta anual de lady Trowbridge, y cuando Louisa le explicó que estaba fuera de la ciudad, en Hampstead, Annabel se animó. Lady Trowbridge tenía un jardín espléndido, con vistas al famoso brezal de Hampstead y, si hacía buen tiempo, seguramente lo engalanaría con antorchas y adornos, con lo que la fiesta podría celebrarse fuera.
Sin embargo, antes de que Annabel pudiera ir más allá del salón de baile, lord Newbury ya la había encontrado. Ella había hecho una reverencia y había sonreído, fingiendo ante el mundo que se sentía honrada por sus atenciones. Había bailado con él, dos veces, y no dijo nada cuando lord Newbury la pisó.
Y tampoco cuando descendió la mano hasta su trasero.
Bebió limonada con él en una esquina e intentó entablar un poco de conversación, con la esperanza de que algo, lo que fuera, le resultara a él más interesante que sus pechos.
Pero entonces, lord Newbury había conseguido llevarla hasta el pasillo. Annabel no sabía cómo lo había hecho. Dijo algo acerca de un amigo y un mensaje que tenía que transmitir y, antes de darse cuenta, la tenía arrinconada en el oscuro pasillo, pegada a la pared.
– Santo Dios -gruñó él, cubriéndole uno de los pechos con la enorme mano-. Ni siquiera llego a cubrirlo entero.
– ¡Lord Newbury! -exclamó Annabel, intentando quitárselo de encima-. Deténgase, por favor…