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– Rodéame con las piernas -le ordenó él, dándole un beso en los labios.

Ella intentó decir: «¿Qué?», intentó gritar, pero apenas podía mover los labios bajo la presión.

Él gruñó y se abalanzó sobre ella, con la erección dura contra ella. Se aferró a su nalga con una mano para intentar que llevara la pierna hacia donde él quería.

– Levántate la falda, si es necesario. Quiero ver hasta dónde puedes abrirte.

– No -jadeó ella-. Por favor. No puedo.

– La moral de una dama y el cuerpo de una ramera. -Lord Newbury chasqueó la lengua y jugueteó con un pezón por encima de la delicada tela del vestido-. La combinación perfecta.

Annabel notaba cómo el pánico se le acumulaba en el pecho. Había tenido que hacer frente a otros intentos de sobrepasarse con anterioridad, pero nunca por parte de nadie de la nobleza. Y jamás por parte de un hombre con el que se suponía que tenía que casarse.

¿Significaba eso que esperaba que se tomara demasiadas confianzas? ¿Antes incluso de pedir su mano?

No, era imposible. Puede que fuera un conde y que estuviera acostumbrado a ver cumplidas todas sus órdenes, pero seguro que no quería comprometer a una joven dama.

– Lord Newbury -dijo, con la intención de parecer firme-. Suélteme. Ahora mismo.

Sin embargo, él sólo sonrió e intentó besarla otra vez.

Olía a pescado y sus manos parecían dos enormes cosas fofas, y Annabel no podía tolerarlo. No se suponía que tenía que ser así. Ella no esperaba ningún príncipe azul, ni el amor verdadero, ni… Dios, no sabía qué esperaba. Pero esto no. No a ese horrible hombre abalanzándose sobre ella en una casa extraña.

Su vida no podía ser eso. No podía ser su vida.

No supo dónde encontró las fuerzas, porque debía de pesar casi ciento veinte kilos, pero consiguió colocar las manos entre los dos y lo empujó con fuerza.

Él retrocedió a trompicones, maldijo cuando se golpeó contra una mesa y estuvo a punto de perder el equilibrio. Annabel tuvo el tiempo justo para arremangarse la falda por encima de los tobillos y echar a correr. No tenía ni idea de si lord Newbury la seguía; no se detuvo para mirar atrás hasta que llegó a una cristalera y salió a lo que parecía un jardín lateral.

Se apoyó en la pared de piedra de la casa e intentó recuperar el aliento. Tenía el corazón acelerado y la piel cubierta por una fina capa de sudor, lo que provocaba que temblara ligeramente con la brisa fresca.

Se sentía sucia. No por dentro. Lord Newbury no podría hacerla dudar de sus valores y de su conciencia. Pero por fuera, sobre la piel, allí donde la había tocado…

Quería bañarse. Quería agarrar un trapo y una pastilla de jabón y borrar cualquier rastro de él. Incluso ahora notaba algo extraño en el pecho derecho, donde la había tocado. No era dolor. Era una sensación extraña. Tenía esa misma sensación por todo el cuerpo. No le dolía nada, pero era una sensación indescriptible de que algo no estaba bien.

A lo lejos, veía la luz de las antorchas del jardín principal, pero aquí estaba casi oscuro. Estaba claro que se suponía que los invitados no tenían que estar en esa parte de la casa. No debería estar allí, seguro, pero no podía reunir el valor para regresar a la fiesta. Todavía no.

En el césped había un banco de piedra, así que se acercó y se dejó caer en la piedra fría con un «¡Uf!». Era el tipo de expresión poco femenina, acompañada de ese tipo de movimiento poco elegante, que no podía permitirse en Londres.

El tipo de cosas que hacía cuando corría alegremente con sus hermanos en Gloucestershire.

Echaba de menos su casa. Echaba de menos su cama, su perro y las tartas de ciruela de la cocinera.

Echaba de menos a su madre, echaba mucho de menos a su padre, pero, sobre todo, echaba de menos la tierra firme bajo sus pies. En Gloucestershire sabía quién era. Sabía qué se esperaba de ella. Y sabía qué esperar de los demás.

¿Era pedir demasiado tener la sensación de saber lo que hacía? Seguro que no era un deseo poco razonable.

Levantó la mirada para intentar localizar las constelaciones. La fiesta desprendía demasiada luz para ver el cielo nocturno con claridad, pero igualmente veía el brillo de alguna estrella ocasional.

Las pobres, pensó Annabel, tenían que luchar contra la polución para poder brillar. Una polución lumínica, de brillo.

En cierto modo, parecía que estaba mal.

– Cinco minutos -dijo, en voz alta. Dentro de cinco minutos volvería a la fiesta. Dentro de cinco minutos habría recuperado el equilibrio. Dentro de cinco minutos sería capaz de volver a dibujar una sonrisa y hacer una reverencia al hombre que acababa de atacarla.

Dentro de cinco minutos se convencería de que podía casarse con él.

Y, con un poco de suerte, dentro de diez minutos quizá se lo creyera.

Pero, mientras tanto, tenía cuatro minutos más para ella.

Cuatro minutos.

O no.

Annabel oyó unos susurros y, con el ceño fruncido, se giró y miró hacia la casa. Vio a dos personas que cruzaban las cristaleras y, a juzgar por las siluetas, eran un hombre y una mujer. Annabel gruñó. Seguro que habían huido de la fiesta para tener una cita secreta. No podía haber ninguna otra explicación. Si habían buscado esa parte del jardín y habían elegido esa puerta, entonces es que querían evitar que los vieran.

Y ella no quería ser quien les arruinara los planes.

Se levantó e intentó encontrar una ruta alternativa hacia la casa, pero la pareja avanzaba deprisa y, si quería evitarlos, sólo podía adentrarse más entre las sombras. Se movió con rapidez, sin correr, pero a paso muy ligero, hasta que llegó al seto que marcaba el límite de la propiedad. No la entusiasmaba la idea de pegarse a las zarzas, así que se deslizó hacia la izquierda, donde vio una abertura en el seto que, probablemente, daba al brezal.

El brezal. El enorme, maravilloso y glorioso espacio que era todo lo que Londres no era.

Seguro que aquí no es donde se suponía que debía estar. Seguro que no. Louisa se horrorizaría. Su abuelo se pondría furioso. Y su abuela…

Bueno, su abuela seguramente se reiría, pero Annabel ya hacía tiempo que había aprendido a no basar ninguno de sus juicios morales en el comportamiento de su abuela.

Se preguntó si podría encontrar otra entrada en el seto que llevara a la casa de lady Trowbridge. Era una propiedad gigantesca; seguro que había varias entradas por ahí. Pero, mientras tanto…

Dejó que la vista se perdiera en la enorme extensión de tierra. Era increíble encontrar aquella naturaleza pura tan cerca de la ciudad. Era salvaje y oscura y el aire arrastraba una claridad fresca que ni siquiera se había dado cuenta que añoraba. Pero no era sólo que fuera fresco y limpio, ya sabía que añoraba eso, incluso desde el primer día que respiró el gas ligeramente opaco que sustituía al aire en Londres. Aquí, el aire era cortante, un poco frío y un poco penetrante. Cada bocanada le provocaba un cosquilleo en los pulmones.

Era el cielo.

Levantó la mirada y se preguntó si desde allí se verían mejor las estrellas. Y la respuesta era que no, no mucho mejor, aunque ella mantuvo la cara hacia el cielo y retrocedió muy despacio mientras contemplaba la delgada tajada de luna que flotaba por encima de las copas de los árboles.

Era una de aquellas noches que tenían que ser mágicas. Y lo habría sido si no la hubiera manoseado un hombre con la edad suficiente para ser su abuelo. Lo habría sido si le hubieran dejado ponerse un vestido rojo, que favorecía a su complexión mucho más que aquel tono rosa pastel.

Habría sido mágica si el viento hubiera soplado al ritmo de un vals. Si el susurro de las hojas fueran castañuelas españolas y hubiera un príncipe apuesto esperándola entre la niebla.

No había niebla, claro, pero tampoco había príncipe. Sólo un horrible viejo que quería hacerle cosas horribles. Y, al final, tendría que dejar que se las hiciera.

La habían besado tres veces en la vida. El primero fue Johnny Metham, que ahora insistía en que lo llamaran John, pero sólo tenía ocho años cuando le había dado un beso en los labios, de modo que siempre sería Johnny.