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El segundo fue Lawrence Fenstone, que le había dado un beso el primero de mayo de hacía tres años. Estaba oscuro y alguien había puesto ron en los dos cuencos de ponche, con lo que la ciudad entera perdió el norte. A Annabel la sorprendió, pero no se enfadó y, en realidad, se rió cuando él intentó meterle la lengua en la boca.

Le pareció lo más ridículo del mundo.

A Lawrence no le hizo tanta gracia y se marchó, con el orgullo por lo visto demasiado herido para continuar. No le dirigió la palabra en un año, hasta que regresó de Bristol con su nueva esposa: rubia, menuda y sin cerebro. Todo lo que Annabel no era y aliviada reconoció que no pretendía ser.

El tercer beso había sido esa noche, cuando lord Newbury se había abalanzado sobre ella y había intentado hacerle lo mismo con la boca.

De repente, todo aquel episodio con la lengua de Lawrence Fenstone ya no parecía tan gracioso.

Lord Newbury le había hecho lo mismo, intentando meterle la lengua entre los labios, pero ella había apretado tanto los dientes que creía que se iba a hacer daño en la mandíbula. Y, entonces, había echado a correr. Siempre había equiparado correr con la cobardía, pero ahora, después de haber huido, se dio cuenta de que a veces es la única acción prudente, incluso si significaba que tenía que estar sola en un brezal con una pareja de amantes bloqueándole el camino hasta el baile. Era casi cómico.

Casi.

Llenó la boca de aire y luego lo soltó, retrocediendo muy despacio. Menuda noche. No era mágica en absoluto. Era…

– ¡Oh!

Su tacón chocó con algo; Dios mío, ¿era una pierna?, y cayó al suelo. Y lo único que le venía a la mente, por macabro que pareciera, era que había topado con un cadáver.

O, al menos, esperaba que lo fuera. Un cadáver dañaría menos su reputación que un ser vivo.

Sebastian era un hombre paciente y no le importaba esperar veinte minutos con tal de que Elizabeth y él pudieran reaparecer en el salón de baile por separado y de forma respetable. La encantadora lady Cellars tenía que mantener su reputación, aunque él no. Aunque su relación no era ningún secreto. Elizabeth era joven y guapa, ya le había dado dos hijos a su marido y, si Sebastian estaba bien informado, lord Cellars estaba mucho más interesado en su secretario que en su esposa.

Nadie esperaba que lady Cellars fuera fiel a su marido. Nadie.

No obstante, tenían que mantener las apariencias, así que Sebastian se quedó encantado allí, estirado en la manta (que había introducido en la fiesta un intrépido lacayo), observando el cielo nocturno.

Allí fuera en el brezal había un silencio extraordinario, a pesar de que se oían los ruidos de la fiesta. No se había alejado demasiado de los límites de la propiedad Trowbridge; Elizabeth no era tan aventurera. Sin embargo, se sentía bastante solo.

Y lo más extraño era que le gustaba.

No solía disfrutar de la soledad. En realidad, casi nunca lo hacía. Pero había algo encantador en el hecho de estar solo en el brezal, al aire libre. Le recordaba a la guerra, a todas esas noches en las que se acostaba debajo de las copas de los árboles.

Odiaba esas noches. No tenía sentido que algo que le traía recuerdos de la guerra le gustara ahora, aunque casi nada de lo que le pasaba por la mente tenía sentido. Como tampoco lo tenía cuestionárselo.

Cerró los ojos. La parte interior de los párpados era de color marrón ennegrecido, un color completamente distinto al azul oscuro de la noche. La oscuridad tenía muchos colores. Era extraño, y quizás un poco inquietante pero…

– ¡Oh!

Un pie le golpeó en la espinilla izquierda y abrió los ojos justo a tiempo para ver a una mujer que caía al suelo.

Encima de la manta.

Sonrió. Los dioses todavía lo querían.

– Buenas noches -dijo, apoyando el peso del tronco en los codos.

La mujer no respondió, aunque eso no lo sorprendió, puesto que la pobre todavía estaba intentando entender cómo había acabado en el suelo. La observó mientras ella intentaba volver a levantarse. Y le estaba costando un poco. El suelo bajo la manta no era firme y ella había perdido el equilibrio, a juzgar por el ritmo acelerado de su respiración.

Sebastian se preguntó si también venía de una cita secreta. Quizás había otro caballero en medio del oscuro brezal, oculto y esperando el momento para atacar.

Sebastian ladeó la cabeza, observó a la chica mientras se sacudía el vestido y luego decidió que, seguramente, no. No tenía ese aspecto furtivo. Además, iba de blanco, o de rosa claro, o algún otro color virginal. A las debutantes se las podía seducir, aunque Sebastian no lo había hecho nunca; se regía por un determinado código moral, aunque nadie se lo reconociera nunca. Pero, por lo que había observado, las vírgenes había que cortejarlas in situ. Era imposible convencer a una para que saliera al jardín y fuera hasta el brezal para buscarse su propia ruina. Incluso la más estúpida de todas entraría en razón antes de llegar a su destino.

A menos que…

Esto podía ser interesante. Quizás a aquella joven patosa ya la habían desflorado. Quizás iba camino de reunirse con su amante. El intrépido caballero debía de haberlo hecho de maravilla la primera vez para que ella quisiera repetir. Sebastian sabía de buena fuente que una chica no solía disfrutar con la primera vez.

Aunque claro, quizá su muestra científica estaba sesgada. Todas las mujeres con las que se había acostado últimamente habían experimentado la primera vez con sus maridos que, casi por definición, eran malos en la cama. Si no, ¿por qué otro motivos sus esposas buscaban sus atenciones?

En cualquier caso, por deliciosas que fueran sus deliberaciones, era casi imposible que aquella joven fuera a reunirse con su amante. La virginidad era el único aspecto de la vida de las jóvenes solteras que contaba y, generalmente, no la descuidaban.

Entonces, ¿qué hacía allí fuera? Y sola. Sonrió. Le encantaba una buena historia de misterio. Casi tanto como un buen melodrama.

– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó, puesto que la chica no había respondido al saludo anterior.

– No -respondió ella, meneando la cabeza-. Lo siento. Me voy enseguida. Es que no puedo… -Lo miró y tragó saliva.

¿Lo conocía? Parecía como si lo conociera. O quizá lo había reconocido por lo que era, una especie de libertino; alguien con quien no debería estar a solas.

Sebastian no podía culparla por esa reacción.

No la conocía, de eso estaba seguro. No solía olvidar una cara y de esa le habría sido imposible olvidarse. Era preciosa en el sentido más salvaje de la palabra, casi como si encajara a la perfección en el entorno del brezal. Tenía el pelo oscuro y, seguramente, ondulado; los pocos mechones que se le habían soltado del recogido formaban unos preciosos rizos que le acariciaban el cuello. Parecía de risa fácil y pícara, incluso ahora, que estaba absolutamente sonrojada y avergonzada.

Básicamente, parecía… cálida.

Sintió curiosidad por su propia elección de ese adjetivo. No recordaba haberlo utilizado antes, y menos para referirse a una completa extraña. Pero parecía cálida, y si su personalidad era cálida, su risa sería cálida, y su amistad también.

Y en la cama… seguro que allí también sería cálida.

Aunque no se estaba planteando comprobarlo. Todo su aturdimiento destilaba virginidad.

Lo que significaba que estaba muy lejos de su territorio.

Era alguien en quien no estaba interesado. Para nada. Ni siquiera podía ser amigo de una virgen, porque siempre habría alguien que seguro que lo malinterpretaría, y luego vendrían las recriminaciones o, peor, las expectativas, y al final él acabaría en alguna cabaña de Escocia huyendo de todo.

Sabía lo que tenía que hacer. Siempre sabía lo que tenía que hacer. Lo complicado, al menos para él, era hacerlo.