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Liza Marklund

Dinamita

Annika Bengtzon, 4

© 1998, Liza Marklund

Título originaclass="underline" Sprängaren

© De la traducción: 2001, Carlos del Valle

Prólogo

La mujer que iba a morir salió con cautela del portal y miró rápidamente a un lado y otro de la calle. La escalera, a su espalda, se perfilaba en la penumbra; no había encendido la luz al bajar. Su abrigo claro flotaba como un espíritu contra la oscura madera. Dudó antes de salir a la calle, como si se sintiera observada. Respiró profundamente y durante unos segundos el blanco aliento perduró a su alrededor como un aura. Se acomodó la correa del bolso sobre el hombro y agarró con fuerza el asa del maletín. Se encogió de hombros y caminó con apresurados y silenciosos pasos hacia Götgatan. Hacía un frío riguroso; el viento cortante penetraba a través de sus finas medias de nailon. Esquivó una placa de hielo y trastabilló sobre el bordillo de la acera. Luego siguió alejándose del farol rápidamente, adentrándose en la oscuridad. El frío gélido y las sombras atenuaban los sonidos de la noche: el zumbido de una instalación de ventilación, los gritos de unos jóvenes borrachos, una sirena a lo lejos.

La mujer caminó presurosa y resuelta. Desprendía seguridad y perfume caro. Cuando de repente sonó su teléfono móvil, se quedó totalmente perpleja. Petrificada en medio de un paso, se detuvo y miró de nuevo a su alrededor. Se agachó, apoyó el maletín en su pierna derecha y comenzó a buscar en el bolso. Toda ella emanaba irritación e inseguridad. Sacó el teléfono móvil y se lo acercó a la oreja. A pesar de la oscuridad y las sombras, sus reacciones no podían engañar. La irritación se trocó en sorpresa seguida de rabia y, por último, de miedo.

Cuando la conversación terminó, la mujer se quedó algunos segundos con el teléfono en la mano. Inclinó la cabeza como si pensara. Un coche de policía pasó lentamente, la mujer lo miró, expectante, lo siguió con la vista. No hizo ningún ademán de detenerlo.

Evidentemente se había decidido. Dio la vuelta y regresó por el mismo camino por el que había venido, pasó de largo el portal de madera oscura y llegó al paso de peatones del cruce de Katarina Bangata. Mientras esperaba a que llegara el autobús nocturno levantó la cabeza y siguió con la mirada toda la longitud de la calle, más allá de la Vintertullstorget, siguiendo el canal de Sickla. Por encima flotaba el estadio olímpico, el estadio Victoria, donde al cabo de siete meses se inaugurarían los Juegos Olímpicos de verano.

El autobús pasó, la mujer cruzó los carriles de Ringvägen y comenzó a caminar por Katarina Bangata. Su rostro era inexpresivo, la rapidez de sus pasos denotaba que tenía frío. Cruzó el puente sobre el canal de Hammarby y entró en el recinto olímpico a través de la villa de prensa.

Con movimientos cortos y tensos se apresuró hacia el estadio olímpico. Eligió el camino junto al agua a pesar de ser más largo y frío. El viento del Saltsjön era glacial. La oscuridad era compacta y tropezó varias veces.

Junto a la oficina de Correos y la farmacia giró hacia arriba en dirección a la zona de entrenamiento y aceleró el paso los últimos cien metros hasta el estadio. Cuando alcanzó la entrada estaba jadeante y enfadada. Abrió la puerta y penetró en la oscuridad.

– Di lo que quieres y que sea rápido -dijo y miró con frialdad a la persona que apareció entre las sombras.

Vio cómo ésta levantaba el martillo, pero no se asustó.

El primer golpe le alcanzó en el ojo izquierdo.

Existencia

Justo detrás del alto seto había un gigantesco hormiguero. De niña solía quedarme a estudiarlo con total concentración. Estaba tan cerca que los insectos bullían sin cesar por mis piernas. A veces seguía a una hormiga desde la hierba del patio, a través de la grava del camino, hasta que la veía subir por el banco de arena hasta el hormiguero. Ahí me ponía en guardia para no perder de vista al insecto, pero nunca lo conseguía. Otras hormigas llamaban mi atención. Cuando eran demasiadas mi interés se dispersaba en tantas fracciones que perdía la paciencia.

A veces colocaba un terrón de azúcar en el hormiguero. Las hormigas adoraban mi regalo, y yo sonreía mientras se abalanzaban sobre él y lo arrastraban a las profundidades. En otoño, cuando llegaba el frío y las hormigas se volvían más lentas, yo solía remover el hormiguero con un palo para avivarlas. Las personas mayores se enfadaban conmigo cuando veían mis actos. Decían que saboteaba el trabajo de las hormigas y destruía su hogar. Aún hoy recuerdo mi sentimiento de agravio, pues no deseaba hacer ningún mal. Sólo quería divertirme un poco. Quería despabilar a esas pequeñas vidas.

Mi juego con las hormigas comenzó, poco a poco, a perseguirme en los sueños. Mi fascinación por los insectos se tornó en un terror infinito a su hormigueo. Como adulta nunca he podido soportar la visión de tres insectos a la vez, independientemente de la especie. Cuando perdí el control sobre ellos llegó el pánico. La fobia apareció en el mismo momento en que vi el paralelismo entre los pequeños himenópteros y yo misma.

Era joven y todavía buscaba activamente las respuestas a mi condición, construía teorías en mi mente, las enfrentaba unas a otras desde distintos ángulos. La idea de que la vida fuera un capricho no entraba en mi concepción del mundo. Algo me ha creado. No tenía ni idea de qué pudiera ser: el azar, el destino, la evolución o quizá Dios.

Sin embargo, la idea de que la vida no tuviera sentido la encontraba probable, y me llenaba de pena y rabia. Si nuestro tiempo en la tierra no tenía sentido, nuestras vidas se presentaban como un irónico experimento. Alguien nos colocaba aquí para estudiarnos mientras guerreábamos, nos arrastrábamos, sufríamos y luchábamos. A veces ese Alguien repartía premios al azar, más o menos como cuando se deja un terrón de azúcar en un hormiguero, mientras observaba nuestra alegría y desesperación con frialdad.

La confianza llegó con los años. Al final me di cuenta de que el hecho de que la vida tenga un significado superior no es importante. Aunque lo tuviera, no nos incumbe conocerlo ni aquí ni ahora. Si hubiera alguna respuesta ya la conocería, y como no la sé, no importa lo mucho que piense en ello.

Eso me ha dado una especie de paz.

Sábado 18 de diciembre

El sonido la alcanzó durante un extravagante sueño sexual. Ella yacía en una camilla de cristal en un transbordador espacial, Thomas estaba sobre ella y la penetraba. Tres presentadores del programa de radio Studio Sex estaban a su lado y miraban con rostros inexpresivos. Ella tenía muchas ganas de orinar.

– Ahora no puedes ir al baño, estamos saliendo en antena -dijo Thomas y ella vio a través de la ventana panorámica que tenía razón.

La segunda señal sonora desgarró el cosmos y la dejó sudada y sedienta en la oscuridad. Sobre ella flotaba, en la oscuridad, el techo de la habitación.

– ¡Mierda, responde antes de que se despierte toda la casa! -dijo Thomas, enfadado, entre las almohadas.

Ella giró la cabeza y dejó caer la mirada sobre el reloj: las tres y veintidós minutos. La excitación se desvaneció en un suspiro. El brazo, pesado como el plomo, alcanzó el teléfono en el suelo. Era Jansson, el jefe de noche.

– El estadio Victoria ha volado por los aires. Arde como la yesca. El reportero de noche está ahí, pero te necesitamos para la primera edición. ¿Cuánto tardarás en llegar?

Ella respiró un momento, dejó que la información le calara y sintió cómo la adrenalina le subía por todo el cuerpo como una ola hasta alcanzar el cerebro. «¡El estadio olímpico! -pensó-. Fuego, caos, ¡joder! Al sur de la ciudad. El cinturón Sur o el puente de Skanstull.»

– ¿Cómo está la ciudad, las calles están bien?