Annika hizo como si no lo oyera.
– Para que los datos personales estén protegidos tiene que existir un tipo de amenaza concreta. La decisión de bloquear los datos la toma el jefe local de Hacienda del lugar en que la persona está empadronada.
Annika golpeó el papel con el bolígrafo.
– Este, sin embargo, es muy poco frecuente. Es una protección mucho más fuerte y complicada que salvaguardar los datos y ser invisible en los registros de las autoridades. Furhage simplemente no existe en el registro, sólo aquí, con una referencia al jefe local de Hacienda de Tyresö, en las afueras de Estocolmo. Él es la única autoridad de todo el país que sabe dónde vive.
Ingvar Johansson la miró escéptico.
– ¿Cómo sabes todo eso?
– ¿Te acuerdas de mi trabajo sobre la Fundación Paraíso? ¿Una serie de artículos que escribí sobre las personas que viven clandestinamente en Suecia?
– Sí, claro. ¿Y?
– Es la única vez que he encontrado una imagen así en la pantalla. Fue cuando buscaba personas que las autoridades se habían esforzado en ocultar.
– Pero Christina Furhage no está oculta.
– No la hemos encontrado, ¿verdad? En realidad, ¿qué número tenemos de ella?
Fueron a la guía telefónica electrónica del periódico que estaba en todos los ordenadores de la redacción. Bajo el nombre Christina Furhage, título: responsable jefa JJ. OO., había un número de un teléfono móvil GSM. Annika llamó al número. La voz automática del contestador de Telia respondió rápidamente.
– El teléfono no está operativo.
Llamó a información telefónica para preguntar el nombre del abonado del número del GSM. Los datos eran secretos. Ingvar Johansson resopló.
– De cualquier manera, ya es tarde para la foto de Furhage frente al estadio -anunció-. La sacaremos por la mañana.
– Tenemos que hablar con ella -dijo Annika-. Es evidente que tiene que comentar esto.
Se levantó y se dirigió hacia su despacho.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Ingvar Johansson.
– Llamar al comité organizador de los Juegos Olímpicos. Tienen que saber qué diablos está pasando -contestó Annika.
Se dejó caer en su silla y apoyó la cabeza contra la mesa. La frente golpeó sobre un bollo de canela seco que estaba en la mesa desde el día anterior, le dio un bocado y lo mezcló en la boca con los restos de Coca-Cola light. Después de recoger las migas con los dedos llamó a la centralita del comité de los Juegos. Comunicaban. Llamó otra vez, pero cambió el último cero por un uno, un viejo truco para no pasar por la centralita sino directamente a un despacho. A veces una tenía que llamar cientos de veces, pero casi siempre acababa en el despacho de un pobre oficinista que hacía horas extraordinarias. Este no fue el caso: funcionó a la primera y el jefe del comité en persona, Evert Danielsson, contestó.
Annika pensó un segundo antes de decidirse por saltarse los preliminares e ir directamente al grano.
– Queremos un comentario de Christina Furhage -comenzó-, y lo queremos ahora mismo.
Danielsson gimió.
– Hoy ya han llamado diez veces. Les hemos dicho que le transmitiremos sus preguntas.
– Queremos hablar con ella en persona. No se puede esconder un día así, ¿no lo entienden? ¿Qué impresión causará? ¡Son sus Juegos! No suele importarle hablar. ¿Por qué se oculta? Hágala aparecer ahora mismo.
Danielsson respiró pesadamente durante algunos segundos.
– No sabemos dónde está -dijo luego en voz baja.
Annika advirtió que el puzzle se hacía más complicado y conectó la grabadora que tenía junto al teléfono del despacho.
– ¿Tampoco han conseguido hablar con ella? -preguntó lentamente.
Danielsson tragó.
– No -respondió-. En todo el día. Tampoco hemos conseguido hablar con su marido. Pero no escribirá esto, ¿verdad?
– No lo sé -contestó Annika-. ¿Dónde puede estar?
– Creíamos que estaba en casa.
– ¿Y eso dónde es? -preguntó Annika y pensó en la imagen del ordenador.
– Aquí en la ciudad. Pero no abre nadie.
Annika tomó aliento y preguntó rápidamente:
– ¿Qué clase de amenazas había recibido Christina Furhage?
El hombre jadeó.
– ¿Qué? ¿Qué quiere decir?
– Venga -dijo Annika-. Si quiere que no escriba sobre esto tiene que contarme cómo están las cosas de verdad.
– ¿Cómo…? ¿Quién ha dicho…?
– No está registrada en el padrón. Eso significa que hay una amenaza concreta contra ella y que un fiscal puede emitir una orden de alejamiento contra la persona que la ha amenazado. ¿Ha ocurrido eso?
– ¡Dios mío! -exclamó Danielsson-. ¿Quién se lo ha contado?
Annika suspiró en silencio.
– Está en Dafa Spar. Sólo hay que leer entre líneas si se entiende el lenguaje. ¿Hay alguna resolución del fiscal que prohiba acercarse a la persona que ha amenazado a Christina Furhage?
– No puedo decir nada más -respondió el hombre sofocado y colgó.
Annika escuchó un par de segundos el silencio de la línea antes de exhalar un suspiro y colgar el teléfono.
Evert Danielsson levantó la mirada hacia la mujer que estaba en el umbral.
– ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
– ¿Qué haces aquí? -respondió Helena Starke y cruzó los brazos sobre el pecho.
El jefe del comité organizador se levantó de la silla de Christina Furhage y miró aturdido a su alrededor, como si no se hubiera dado cuenta hasta ahora de que estaba sentado en la mesa de la directora general.
– Sí, yo… quería ver una cosa. La agenda de Christina, ver si había escrito algo en su calendario, sobre ir a algún sitio o… pero no la encuentro.
La mujer clavó sus ojos en Evert Danielsson. Él sostuvo la mirada.
– ¡Vaya pinta que tienes! -exclamó, sin poder contenerse.
– ¡Qué comentario más machista! -respondió ella con una mueca de disgusto y se encaminó al escritorio de Christina Furhage-. Anoche cogí una cogorza y hoy por la mañana vomité sobre la alfombra del vestíbulo. Si dices que es un comportamiento poco femenino, te parto la boca.
El hombre dejó que la lengua se le deslizara involuntariamente sobre los dientes delanteros.
– Hoy Christina debería estar en casa con su familia -dijo Helena Starke y abrió el segundo cajón del escritorio de la jefa de los Juegos-. Eso quiere decir que piensa trabajar en casa en lugar de aquí, en la oficina -aclaró.
El jefe del comité olímpico vio que Helena Starke cogía una gruesa agenda y la abría por el final. Pasó algunas hojas hacia delante. El papel crujía.
– Nada. Sábado dieciocho de diciembre. Está completamente vacío.
– Quizá tenga limpieza de Navidad -comentó Evert Danielsson y ahora él y Helena Starke sonrieron al unísono. La idea de que Christina se pusiera un delantal y se paseara por casa con un plumero era cómica.
– ¿Quién era? -preguntó Helena Starke y colocó de nuevo la agenda en el cajón. El jefe del comité observó cómo lo volvía a cerrar meticulosamente y echaba el cerrojo en una esquina del mismo.
– Una periodista del Kvällspressen. No recuerdo el nombre.
Helena se guardó la llave en el bolsillo delantero de sus vaqueros.
– ¿Por qué dijiste que no habíamos localizado a Christina?
– ¿Qué iba a decir? ¿Que no quiere hacer comentarios? Eso sería todavía peor.
Danielsson abrió los brazos.
– La cuestión es -dijo la mujer y se acercó tanto al hombre que éste recibió su aliento cargado de alcohol en la cara-, la cuestión es saber dónde está Christina, ¿o no? ¿Por qué no ha venido? Dondequiera que esté, tiene que ser un lugar donde no pueda recibir noticias, ¿verdad? ¿Dónde coño estará? ¿Tienes alguna idea?
– ¿En el campo?
Helena Starke lo observó con ironía.