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Entregó el texto a Jansson que ahora, sentado a la mesa, estaba en plena ebullición. Tenía el pelo desordenado y hablaba por teléfono sin parar.

Decidió volver andando a casa, a pesar del frío, la oscuridad y su cabeza vacía. Le dolían las piernas, le ocurría siempre que estaba cansada. Un paseo rápido era la mejor medicina; de esa manera evitaría tomar un analgésico al llegar a casa. Una vez se hubo decidido se enfundó el abrigo y se puso el gorro sobre las orejas antes de arrepentirse.

– Estaré en el móvil -anunció a Jansson al salir. Él saludó con la mano sin levantar la vista del teléfono.

La temperatura había subido y bajado; entonces estaba justo bajo cero, y grandes copos de nieve comenzaban a caer suavemente. Casi colgaban inmóviles del aire, se balanceaban un poquito de aquí para allá en su descenso hacia el suelo. Arropaban los ruidos en algodón. Annika no oyó al autobús 57 hasta que pasó junto a ella.

Bajó por las escaleras hacia el Rllambshovsparken. El sendero a través de la explanada de hierba estaba embarrado y lleno de surcos de los cochecitos de bebés y bicicletas deportivas; tropezó y estuvo a punto de caer, lo que le hizo blasfemar en voz baja. Una liebre se asustó y se alejó de ella hacia las sombras. ¡Mira que haber tantos animales en la ciudad! Una vez Thomas fue perseguido por un tejón en Agnegatan cuando volvía del bar. Se rió en voz alta en la oscuridad al recordarlo.

Entre las casas venteaba con más fuerza y se arregló la bufanda. Los copos de nieve eran más intensos y humedecieron su cabello. No había visto a los niños en todo el día. No había vuelto a llamar a casa después del mediodía, era una pesadez. Generalmente se sentía okey trabajando entre semana, cuando todos los peques de Suecia estaban en las guarderías y su conciencia descansaba. Pero un sábado como éste, una tenía que estar en casa cocinando y haciendo bollos de santa Lucía. Annika resopló e hizo que los copos se arremolinaran. El problema era que no solía ser especialmente divertido hacer bollos o cualquier otra actividad excepcional con los niños. Al principio les parecía divertidísimo, se peleaban y discutían sobre quién se ponía más cerca de ella. Despues de disputarse la masa y de haber ensuciado toda la cocina comenzaba a acabarse su paciencia. Esto le pasaba antes si estaba agobiada por el trabajo; entonces explotaba. Había terminado así más veces de las que le gustaría recordar. Los niños se sentaban enfadados frente al televisor mientras ella acababa de hacer los bollos a toda prisa. Más tarde Thomas se encargaba de acostarlos mientras ella limpiaba la cocina. Volvió a resoplar. Aunque esta vez quizá fuera diferente. Nadie se quemaría con la masa caliente y merendarían bollos de santa Lucía juntos frente al fuego.

Cuando llegó al camino junto al agua en Norr Mälarstrand aligeró el paso. El dolor de piernas comenzaba a remitir, las obligaba a mantener un paso constante y rápido. Su respiración aumentaba y el corazón encontró un ritmo nuevo e intenso.

Antes era casi más divertido trabajar que estar en casa. Como reportera veía resultados rápidos, todos la apreciaban y varias veces a la semana tenía grandes titulares. Controlaba su despacho, sabía exactamente lo que se necesitaba en diferentes situaciones, podía dirigir las cosas y exigir resultados a las personas que la rodeaban. En casa había más exigencias, eran mayores y no existían reglas. Nunca se sentía suficientemente feliz, caliente, tranquila, efectiva, pedagógica o descansada. El apartamento estaba casi siempre desaseado, la cesta de la ropa sucia rebosaba frecuentemente. Thomas era eficaz cuidando a los niños, casi mejor que ella. Pero jamás limpiaba la cocina o el fregadero, casi nunca cargaba el lavaplatos, dejaba el correo sin abrir y que la ropa se amontonase en el dormitorio. Parecía como si creyera que los platos sucios acababan en el lavaplatos por sí mismos y que los recibos se pagaban solos.

Pero en las ocho semanas que hacía desde que había sido nombrada jefa, no le había resultado tan divertido ir a trabajar. No había imaginado que su ascenso provocara tan enconadas reacciones. Ni siquiera la decisión había sido especialmente controvertida. En realidad ella había dirigido la redacción de sucesos, compaginándola con su trabajo de reportera, durante el último año. Ahora simplemente recibía el sueldo que le correspondía por el puesto, ése era su punto de vista. Pero por supuesto Nils Langeby puso el grito en el cielo. Él pensaba que era obvio que el puesto fuera para él. Tenía cincuenta y tres años y Annika sólo treinta y dos. A ésta también le sorprendió la facilidad con que la discutían y la criticaban por las cosas más diversas. De repente la gente comentaba y enjuiciaba su forma de vestir, algo que antes nunca pasaba. Podían decir cosas sobre su personalidad o actitudes que eran descaradas. No comprendía que se había convertido en propiedad pública cuando se puso la gorra de jefe. Ahora lo sabía.

Aceleró el paso. Ahora añoraba su hogar. Miró hacia arriba, a las casas que se alineaban al otro lado de la calle. Las ventanas relucían cálida y acogedoramente hacia el cielo. Casi todas estaban decoradas con estrellas de Adviento y candelabros eléctricos, todo era bonito y acogedor. Dejó la ribera y giró por John Ericssongatan, subiendo hacia Hantverkargatan.

El piso estaba en silencio y oscuro. Se quitó las botas y la ropa de abrigo cuidadosamente y se deslizó en el cuarto de los niños. Dormían con sus pijamitas, el de Ellen de Barbie y el de Kalle de Batman. Los besó ligeramente, Ellen se acurrucó en sueños.

Thomas se había acostado, pero aún no estaba dormido. Una lámpara de mesa dibujaba un resplandor recortado sobre su lado de la cama. Leía The Economist.

– ¿Agotada? -preguntó cuando ella se desvistió y le besó en el pelo.

– Más o menos -respondió Annika desde el vestidor mientras metía la ropa en la cesta-. Esta explosión es una historia espeluznante.

Estaba desnuda al salir del vestidor y se tumbó junto a él.

– ¡Qué fría estás! -dijo él.

Annika notó de repente lo fríos que tenía los muslos.

– He venido caminando.

– ¿Quieres decir que el periódico no te ha pagado un taxi en un día así? ¡Después de trabajar veinte horas, un sábado entero!

Ella se sintió súbitamente irritada.

– Por supuesto que el periódico me hubiera pagado un taxi. Quería caminar -casi gritó-. ¡Caray, no seas tan crítico!

Él dejó el periódico en el suelo, apagó la lámpara y le dio la espalda ostentosamente.

Annika suspiró.

– Venga, Thomas. No te enfades.

– Estás fuera un sábado entero y luego llegas a casa maldiciendo. ¿Tenemos que tragarnos toda tu mierda en casa?

Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Lágrimas de cansancio e impotencia.

– Lo siento -susurró-. No quería enfadarme. Pero en el trabajo siempre van a por mí, es agotador. Y tengo muy mala conciencia por no estar en casa contigo y con los niños, tengo miedo de que pienses que te estoy fallando, pero el periódico tampoco permite que le falle, y estoy en medio de un fuego cruzado…

Comenzó a llorar de verdad. Le oyó suspirar desde el otro lado de la espalda. Un momento después, él se dio la vuelta y la abrazó.

– Venga, Annika, tú puedes, eres mejor que todos ellos… ¡pero, demonios, qué fría estás! No puedes resfriarte ahora, justo antes de Navidad.

Se rió entre lágrimas y se acurrucó en su regazo. El silencio cayó sobre ellos en un entendimiento cálido y confortable. Ella apoyó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos. Por encima flotaba el techo, en la oscuridad. De repente recordó las imágenes de la mañana, y el sueño del que le despertó el timbre del teléfono.

– Soñé contigo esta mañana -susurró.

– Un sueño caliente, espero -murmuró él, medio dormido.