– Mi dibujo no está. ¡Kalle lo ha cogido! El niño se quedó de piedra.
– ¡No he sido yo! -chilló-. Eres tú quien lo ha perdido. ¡Has sido tú, has sido tú!
El grito se tornó llantina.
– ¡Kalle es tonto! Tú has cogido mi dibujo.
– ¡Guarra! No he sido yo.
Annika dejó al niño en el suelo, se levantó y le cogió de la mano.
– Bueno, ya vale -dijo muy seria-. Ven, vamos a buscar el dibujo. Seguro que está sobre la mesa. Y no llames guarra a tu hermana, no quiero oír esa palabra.
– Guarra, guarra -gritó Kalle.
La llantina se convirtió de nuevo en un grito terrorífico.
– ¡Mamá, es tonto! Me ha llamado guarra.
– ¡Callaos! -exclamó Annika levantando la voz-. Vais a despertar a papá.
Cuando entró con el niño en el cuarto, Ellen estaba sentada con el puño levantado dispuesta a pegar a su hermano. Annika la atrapó antes de que el golpe acertara y notó que perdía la paciencia.
– ¡Parad ahora mismo! -chilló ella-. ¡Vale ya! ¡Los dos!, ¿me oís?
– ¿Qué pasa? -oyó decir a Thomas desde el dormitorio-. ¡Mierda, que uno no pueda dormir una sola mañana…!
– ¿Lo veis? Ahora habéis despertado a papá -gritó Annika.
– Tú chillas más que los niños juntos -dijo Thomas y cerró la puerta de un portazo.
Annika notó de nuevo que los ojos se le llenaban de lágrimas, ¡diablos, diablos, nunca aprendería! Se desplomó en el suelo, pesada como una piedra.
– Mamá, ¿estás triste?
Suaves manos acariciaron sus mejillas y tocaron consoladoramente su cabeza.
– No, no estoy triste, sólo estoy un poco cansada. Ayer trabajé mucho.
Se obligó a sonreír y alargó de nuevo los brazos hacia ellos. Kalle la miró seriamente.
– No debes trabajar tanto -dijo-. Terminas muy cansada.
Lo abrazó.
– Tú eres muy listo -dijo ella-. ¿Buscamos el dibujo?
Se había caído detrás del radiador. Annika sopló el polvo y manifestó su admiración con grandes palabras. Ellen se iluminó como un sol con los elogios.
– Lo pondré en la pared del dormitorio. Pero antes papá tiene que levantarse.
El agua hervía en la cocina, la mitad se había evaporado y había acabado sobre las ventanas. Tuvo que volver a poner agua y abrió un poco la ventana para eliminar el vapor.
– ¿Queréis desayunar algo más?
Querían, y ahora tomaron pan tostado con mantequilla. El gorjeo de los niños subía y bajaba mientras Annika hojeaba los periódicos de la mañana y escuchaba el Eko. La prensa no tenía nada nuevo, pero la radio mencionó a los dos periódicos de la tarde: por un lado, su artículo sobre la amenaza contra Furhage, por otro el de la coincidencia con la entrevista al director general del COI, Samaranch. «Bueno -pensó Annika-, nos ganaron en Lausana». Una pena, pero ése no era su problema.
Tomó otra tostada.
Helena Starke abrió y desconectó la alarma. A veces, cuando llegaba a las oficinas de los Juegos, las alarmas estaban desconectadas. El puñetero descuidado que había salido el último la noche anterior se había olvidado conectarlas. Pero hoy sabía que lo estaban, pues la anoche anterior ella fue la última en irse, o mejor dicho: este mismo día por la mañana, temprano.
Fue directamente al despacho de Christina y abrió con su llave. La luz del contestador parpadeaba y Helena notó que el pulso se le aceleraba. Alguien había llamado a las cuatro de la madrugada. Se apresuró, levantó el auricular y marcó el código secreto de Christina. Había dos mensajes, de los dos periódicos de la tarde. Maldijo y colgó. Malditas hienas. Habían conseguido el número directo de Christina. Se desplomó con un suspiro en la silla de cuero de la jefa y se bamboleó hacia adelante y hacia atrás. Todavía sentía la resaca como un regusto amargo en el paladar y una ligera palpitación en la frente. Si sólo pudiera recordar lo que había dicho Christina anteanoche… La memoria se le había aclarado tanto que recordaba que Christina había subido a su piso. Christina estaba muy enfadada, ¿no era así? Helena se sacudió y se dispuso a levantarse de la silla.
Alguien entró por la puerta principal. Helena se apresuró a levantarse, empujar la silla y bordear la mesa.
Era Evert Danielsson. Tenía bolsas negras bajo los ojos y una mueca tensa alrededor de la boca.
– ¿Sabes algo? -preguntó él.
Helena se encogió de hombros.
– ¿De qué? El Dinamitero no ha sido detenido, Christina no ha llamado y tú ciertamente has conseguido sembrar la hipótesis terrorista en los medios. Me imagino que habrás visto los periódicos de la mañana.
Las líneas alrededor de la boca de Danielsson se tensaron. «Vaya, lo único que le preocupa es su problema», pensó Helena, y sintió que aumentaba su desprecio. No eran los hechos y las consecuencias para los Juegos lo que le preocupaba, sino salvar el pellejo. Qué egoísta y qué lamentable.
– La junta directiva se reúne a las cuatro de la tarde -anunció Helena y salió del despacho-. Debes prepararte para informarnos con detalle de la situación antes de que tomemos una determinación sobre nuestra actuación…
– ¿Cuándo has entrado en la junta? -preguntó Evert Danielsson con frialdad.
A Helena Starke le dio un escalofrío; se detuvo un momento pero luego hizo como si no hubiera oído el comentario.
– También es el momento de reunir al Adorno. Como mínimo deben ser informados; si no, se enfadarán, y ahora los necesitamos más que nunca.
Evert Danielsson observó a la mujer mientras cerraba con llave la puerta de Christina. Tenía razón en lo concerniente al Adorno. Los gerifaltes de la economía, la Casa Real, la Iglesia y otros estamentos del representativo y sociable Honorary Board deberían ser convocados tan pronto como fuera posible. Debían lavarse y encerarse para relucir. Ahora eran más necesarios que nunca, tan necesarios como respirar.
– ¿Te encargarás de prepararlo? -dijo Evert Danielsson.
Helena Starke asintió ligeramente y desapareció por el pasillo.
Ingvar Johansson estaba sentado en su lugar habitual y hablaba por teléfono cuando Annika llegó al periódico. Era la primera de los reporteros, los otros llegarían a las diez de la mañana. Ingvar Johansson señaló primero las pilas de periódicos frescos que se amontonaban contra la pared y luego el sofá, junto a la mesa de noticias. Annika dejó caer el abrigo sobre el respaldo del sofá, cogió un ejemplar de la segunda edición y un vaso de plástico con café y se sentó a leerlo mientras Ingvar Johansson terminaba su conversación. Su voz subía y bajaba como una canción de fondo mientras Annika estudiaba lo que habían sacado después de irse ella a casa. Su artículo sobre la hipótesis terrorista y la amenaza contra Christina Furhage estaba en las páginas seis y siete, es decir, las páginas de las noticias mayores y más importantes. El redactor gráfico había encontrado una foto de archivo de Furhage en la que avanzaba al frente de un grupo de hombres, todos con trajes negros y abrigos oscuros. Ella vestía un traje blanco y un abrigo claro; resaltaba como una figura pálida frente a todos los hombres oscuros. Parecía severa y abrumada, una magnífica fotografía de una persona inocente y amenazada. En la página siete había una fotografía que mostraba a Evert Danielsson abandonando la rueda de prensa. Era una buena foto de un acorralado y agobiado jefe del comité organizador. Annika observó que fue Ulf Olsson quien la tomó.
En las siguientes páginas, estaban los artículos de Berit sobre la víctima y los hallazgos de la policía en el lugar de los hechos. Jansson había elegido otra de las fotografías de Henriksson del incendio como ilustración. Hoy funcionaba igual de bien. También estaba el relato sobre la explosión de Arne Brattström, el taxista herido.
En las páginas siguientes, diez y once, se encontró la mayor sorpresa hasta ahora; Patrik había trabajado por la noche como una hormiga y había conseguido dos cosas: