– Ya te he dicho que no puedo -replicó Eva-Britt Qvist-. Tengo familia.
Annika se tragó la primera respuesta que salió de su cerebro. En cambio dijo:
– Sí, sé lo que es tener que cambiar los planes. Es horrible desilusionar a los niños y al marido. Por supuesto, tendrás compensación económica o días libres, lo que quieras, los días entre Navidad y Fin de Año o la próxima semana blanca, por ejemplo. Pero sería maravilloso si pudieras recopilar el material mientras nosotros estamos en la jefatura de policía…
– ¡Te he dicho que estoy haciendo bollos! No puedo. ¿No lo entiendes?
Annika tomó aliento.
– Okey -replicó-. Entonces te lo diré así, si lo prefieres. Te ordeno que hagas horas extraordinarias, empezando ahora. Confío en que estés aquí dentro de un cuarto de hora.
– ¡Pero mis bollos…!
– Deja que los haga la familia -respondió Annika y colgó. Se enfadó al notar que su mano temblaba.
Odiaba estas situaciones. A ella nunca se le ocurriría comportarse como Eva-Britt Qvist cuando un superior la llamaba para pedirle que hiciera horas extraordinarias. Si alguien trabajaba en un periódico y ocurría algo gordo, tenía que estar preparado para ayudar, así de sencillo. Si quería un trabajo de nueve a cinco, que se buscara un puesto de administrativo en Telefónica o algo parecido. Por supuesto, había otros que podían controlar la base de datos, ella misma, Berit o alguno de los reporteros de noticias. Pero en una situación como ésta todos estaban muy ocupados. Todos querían celebrar la Navidad. Por eso era importante repartir las tareas de la forma más justa posible y dejar que cada uno hiciera su trabajo, aunque fuera domingo. Sabía que no podía darse por vencida y dejar que Eva-Britt se saliera con la suya, pues lo pasaría fatal como jefa. Ser tan irrespetuosa como había sido la secretaria de redacción no debía gratificarse con días libres.
– Eva-Britt viene -les anunció a los otros y le pareció percibir un esbozo de sonrisa en Berit.
Fueron a la rueda de prensa en dos coches. Annika y Berit se marcharon con Johan Henriksson, el fotógrafo, y Patrik con Ulf Olsson. La concentración de medios de comunicación era aún más amplia que el día anterior. Henriksson tuvo que aparcar cerca de la Kungsholmstorg; tanto Bergsgatan como Agnegatan estaban abarrotadas de autocares de equipos móviles y coches Volvo con grandes logotipos de medios de comunicación. Annika disfrutó del pequeño paseo entre las casas. El aire estaba limpio y claro después de la nevada del día anterior, el sol hacía que los áticos relucieran. La nieve crujía bajo sus pies.
– Allí vivo yo -anunció ella y señaló el edificio de 1880 recién restaurado, un poco más arriba, en Hantverkargatan.
– ¿Alquilado o comprado? -preguntó Berit.
– Alquilado -respondió Annika.
– ¿Cómo diablos has conseguido un apartamento aquí? -dijo Henriksson, pensando en su estudio en Brandbergen.
– Tenacidad -contestó Annika-. Conseguí un contrato de alquiler temporal por demolición en esa casa hace ocho años. Un piso pequeño interior de tres habitaciones sin agua caliente. El edificio iba a ser remozado totalmente y yo podría vivir allí medio año. Luego vino la crisis de la construcción y el propietario se arruinó. Nadie quería comprar este tugurio, pero como yo había vivido aquí más de cinco años, el contrato fue mío. A esas alturas éramos casi cuatro personas en un piso de tres habitaciones, Thomas, Kalle, yo y Ellen en mi barriga. Cuando por fin se remozó el edificio me dieron un piso de cinco habitaciones con vistas a la calle. No está mal, ¿verdad?
– ¡Bingo! -exclamó Berit.
– ¿Cuánto pagas de alquiler? -preguntó Henriksson.
– Esa es la única parte de la historia que no es divertida -respondió Annika-. Pregunta cualquier otra cosa, como por ejemplo, lo sólidas que son las paredes y lo altos que son los techos.
– Rica, esnob y capitalista -dijo Henriksson y Annika rió en voz alta y feliz.
Los del Kvällspressen llegaron tarde y apenas pudieron entrar en el local donde tenía lugar la rueda de prensa. Annika se quedó en el umbral y casi no vio nada. Se estiró y observó cómo los periodistas, uno tras otro, se esforzaban por mostrar a sus colegas lo extremadamente importantes y concentrados que estaban en su trabajo. Henriksson y Olsson boxearon hacia el estrado y llegaron al mismo tiempo que entraban los participantes. Evert Danielsson no estaba, ni tampoco ninguno de los inspectores de policía. Por encima de la cabeza de una periodista de uno de los periódicos de la mañana vio al responsable de prensa carraspear y tomar la palabra. Recapituló la situación y habló de lo que ya se sabía, que había una orden de busca y captura contra Tigern y que la investigación técnica continuaba. Habló apenas diez minutos. Posteriormente Kjell Lindström se echó hacia adelante y todos los periodistas hicieron lo mismo. Todos presentían lo que iba a llegar.
– El trabajo de identificación de la víctima está prácticamente acabado -anunció el fiscal general y todos los periodistas estiraron el cuello.
– Se ha informado a la familia, y por eso hemos decidido anunciar los datos, aunque todavía queda algo de trabajo. La víctima es Christina Furhage, directora general de los Juegos Olímpicos de Estocolmo.
La reacción de Annika fue casi física: «¡Sí! ¡Ya lo sabía! ¡Era lo que pensaba!». Mientras las voces excitadas llegaban hasta el techo de la sala de prensa y ahogaban todo lo demás, ella ya estaba saliendo de la jefatura de policía. Se puso el auricular en el oído y marcó el número del móvil que había memorizado. Silenciosamente su teléfono móvil llamaba al otro, y por fin se oyeron las señales. Se detuvo en el pequeño vestíbulo de entrada a la jefatura de policía, inspiró profundamente, cerró los ojos para concentrarse e intentó enviar un mensaje telepático: «¡Por favor, que alguien responda!». Tres señales, cuatro señales y un chasquido. ¡Alguien contestaba! Dios mío, ¿quién podría ser?
– Buenas tardes. Me llamo Annika Bengtzon y llamo del periódico Kvällspressen. ¿Con quién hablo?
– Soy Bertil Milander -susurró alguien.
Bertil Milander. Bertil Milander, claro, era el marido de Christina Furhage, ¿no se llamaba así? Annika se la jugó y preguntó con la misma lentitud que antes.
– ¿Es Bertil Milander con quien hablo? ¿El marido de Christina Furhage?
El hombre del móvil suspiró.
– Sí, soy yo -dijo.
A Annika el corazón le dio un vuelco. Mantener una conversación con una persona que acababa de perder a un familiar era una de las tareas más desagradables que un reportero tenía que hacer. Se discutía mucho en el gremio sobre si hacer o no estas llamadas, pero Annika creía que era mejor hacerlo que no hacerlo, por lo menos para informar de las intenciones del periódico.
– Quiero comenzar diciéndole que siento mucho la tragedia que ha sufrido su familia. La policía acaba de anunciar que la persona que murió en la explosión del estadio Victoria era Christina, su mujer -dijo.
El hombre no respondió.
– ¿No es éste el teléfono móvil de Christina? -se oyó preguntar.
– No, es el de la familia -contestó el hombre sorprendido.
– Bueno, le llamo para decirle que escribiremos sobre su esposa en el periódico de mañana…
– Eso ya lo han hecho -dijo el hombre.
– Sí, hemos seguido la explosión, los hechos.
– ¿No era Kvällspressen el que tenía la foto? Esa foto donde…
Su voz se cortó en sollozos. Annika se llevó la mano a la boca y miró fijamente al techo. Dios mío, había visto la foto de Henriksson en la que los médicos recogían pequeños pedazos de su esposa; ¡joder! ¡joder! Silenciosamente tomó aliento.
– Sí, fuimos nosotros -contestó con calma-. Siento de verdad no haber podido avisarle con antelación sobre la foto, pero justo ahora hemos sabido que era su esposa quien había muerto. No pude llamarle antes. Le pido disculpas si esa foto ha herido sus sentimientos. Por eso creo que es importante hablar ahora con usted. Mañana continuaremos escribiendo sobre esto.