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El hombre lloró en el auricular.

– Si tiene algo que decir le escucharía encantada -aclaró Annika-. Si quiere criticarnos, pedirnos que escribamos algo especial o evitar que escribamos algo determinado, díganoslo. ¿Señor Milander?

Él se sonó.

– Sí, aquí estoy -balbuceó.

Annika levantó la mirada y a través de la entrada de cristal vio salir del edificio al rebaño de periodistas. Abrió la puerta rápidamente y se puso a un lado de la escalera. Oyó a través del auricular las señales indicativas de que alguien intentaba llamar al otro móvil.

– Comprendo que esto tiene que ser terrible para usted. No me puedo imaginar lo duro que es. Pero es un acontecimiento mundial, uno de los peores crímenes que se han cometido en nuestro país. Su mujer era un personaje destacado y un modelo para las mujeres del mundo. Por eso nuestra obligación es investigar los hechos. Y por eso le pido que hable con nosotros, nos dé la posibilidad de mostrar respeto, que nos diga cómo quiere que lo hagamos. Lo terrible es que nosotros podemos estropear todo con lo que escribamos y herirle a usted sin querer.

Sonaba la «llamada en espera» de nuevo. El hombre dudaba.

– Le puedo dar mi número directo y el del director y así podrá llamar cuando quiera… -insistió Annika.

– Venga a casa -la interrumpió el hombre-. Quiero contarle algo.

Annika cerró los ojos y sintió vergüenza de la alegría que la embargó. ¡Tendría una entrevista con el marido de la víctima! Apuntó la dirección secreta de la familia en un tique de supermercado que encontró en el bolsillo, y antes de pensar si era ético, se apresuró a añadir:

– De ahora en adelante su móvil sonará sin parar. Si no lo soporta no dude en apagarlo.

Lo había conseguido. Lo mejor sería que ningún otro periodista lo hiciera.

Se introdujo de nuevo en la jefatura de policía para buscar a alguno de sus colaboradores. A la primera que se encontró fue a Berit.

– He conseguido hablar con la familia -anunció-. Voy para allá con Henriksson. Tú puedes encargarte de las últimas horas de Furhage y Patrik puede encargarse de la caza del asesino, ¿qué te parece?

– Perfecto -dijo Berit-. Henriksson está por ahí detrás, se fue con Kjell Lindström para hacerle unas fotos. Llegarás antes si das la vuelta…

Annika salió disparada y se encontró con Henriksson en Bergsgatan, subido a un contenedor de papel y Lindström debajo, con el túnel de hierro de la entrada a la jefatura de fondo. Saludó a Lindström y se llevó al joven sustituto.

– Vamos, Henriksson, vas a conseguir otra vez las páginas centrales de mañana -le informó.

Helena Starke se secó la boca con el dorso de la mano. Notó que se manchaba pero no sintió el olor a vómito. Todas sus sensaciones estaban bloqueadas, desconectadas, habían desaparecido. Olfato, vista, oído y gusto ya no existían. Gimió y se inclinó todavía más sobre el retrete. ¿Estaba realmente oscuro o se había quedado ciega? El cerebro no le funcionaba, no podía pensar, no había nada dentro, todo lo que hubo en él hasta entonces estaba asado, frito, quemado y muerto. Notó el agua salada que le corría por la cara, pero no sintió que lloraba. Lo único que había en su cuerpo era un eco, su cuerpo era un vacío que se llenaba con un murmullo ensordecedor: Christina está muerta, Christina está muerta, Christina está muerta…

Alguien aporreaba la puerta.

– ¡Helena! ¿Cómo estás? ¿Necesitas ayuda?

Gimió y se desplomó en el suelo, se encogió bajo el lavabo. Christina está muerta, Christina está muerta, Christina está…

– ¡Abre la puerta Helena! ¿Estás enferma?

Christina está muerta, Christina está muerta…

– ¡Tiren la puerta!

Algo la alcanzó, algo que le hizo daño. Era la luz de la bombilla del vestíbulo.

– Dios mío, ayúdenla a levantarse. ¿Qué ha pasado?

«Ellos nunca lo entenderían», y se dio cuenta de que aún podía pensar. «Nunca lo entenderían. Nunca jamás».

Sintió que alguien la levantaba. Oyó el sonido de una persona gritando, y comprendió que era ella misma.

El edificio estaba enlucido de ocre quemado y era de estilo modernista. Se encontraba en la parte alta de Östermalm, en una de esas calles sobrias donde todos los coches relucen y las ancianas tienen perritos blancos con correa. Naturalmente la entrada era magnífica, suelo de mármol, puertas con espejo de cristal tallado, ascensor de haya y bronce, pared de mármol en tonos amarillo cálido, cristales de mosaicos ornamentados con flores y hojas en una gran ventana que daba al patio interior. Desde la puerta, el suelo y las escaleras estaban cubiertos por una alfombra gruesa y verde que a Annika le recordó la del Grand Hotel.

El piso de la familia Furhage/Milander se encontraba en lo alto del edificio.

– Ahora debemos tener mucho cuidado -susurró Annika a Henriksson antes de llamar a la puerta. Cinco tonos sonaron en alguna parte del interior.

La puerta se abrió rápidamente, como si el hombre que había detrás de ella les hubiera estado esperando. Annika no le reconoció; nunca lo había visto, ni siquiera en foto. Christina no solía ir acompañada de él. Bertil Milander tenía el rostro ceniciento y ojeras oscuras. No se había afeitado.

– Pasen -dijo.

Se dio la vuelta y entró directamente en lo que parecía ser un gran salón. Annika se sorprendió de lo viejo que parecía, con la espalda encorvada bajo la chaqueta marrón. Se quitaron los abrigos, el fotógrafo se colgó una Leica al hombro y dejó la bolsa de la cámara en el zapatero. Los pies enfundados en calcetines de Annika se hundieron en la gruesa alfombra; ésta era, sin duda, una casa cara de asegurar.

El hombre se había sentado en el sofá; Annika y el fotógrafo aterrizaron en otro que estaba enfrente. Annika había sacado un bloc y un bolígrafo.

– Hemos venido sobre todo a escuchar -comenzó Annika con calma-. Si hay algo que quiera contarnos, algo sobre lo que quiera que escribamos, podríamos considerarlo.

Bertil Milander posó la vista en sus manos cruzadas. Entonces comenzó a llorar quedo. Henriksson se humedeció los labios.

– Háblenos de Christina -le animó Annika.

El hombre se sonó en un pañuelo bordado que sacó del bolsillo de su pantalón. Se limpió la nariz meticulosamente antes de volver a guardar el pañuelo. Suspiró profundamente.

– Christina era la persona más extraordinaria que he conocido en mi vida -dijo-. Era formidable en todos los aspectos. No había nada que no pudiera hacer. Vivir con una mujer así era…

Cogió de nuevo el pañuelo y se volvió a sonar.

– …una aventura diaria. Ella lo organizaba todo aquí, en casa. La comida, la limpieza, las invitaciones, la colada, la economía, se ocupaba de nuestra hija, se encargaba de todo…

El hombre se detuvo y meditó sobre lo que había dicho. Parecía como si de repente se diera cuenta del significado. Desde ahora todo esto dependía de él.

Observó su pañuelo.

– ¿Quiere contarnos cómo se conocieron? -preguntó Annika por decir algo. No parecía que el hombre la oyera.

– Estocolmo nunca habría conseguido los Juegos Olímpicos sin ella. Christina cautivó a Samaranch. Ella preparó toda la organización de la campaña y la llevó a buen puerto. Luego, cuando logró los Juegos, quisieron destituirla y nombrar a otro director general, pero no lo consiguieron. No había nadie más capacitado que ella para ese puesto, y se dieron cuenta de eso.

Annika escribía lo que el hombre decía mientras notaba como le aumentaba el desconcierto. Había encontrado a personas en estado de conmoción tras accidentes de tráfico y asesinatos y sabía que podían reaccionar de forma extraña e irracional, pero Bertil Milander no parecía un marido en duelo. Parecía más bien un empleado en duelo.