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La voz sonó más escabrosa de lo que hubiera deseado.

– El cinturón Sur está bloqueado. La salida junto al estadio se ha derrumbado, es lo único que sabemos. El túnel Sur puede estar cortado, así que tendrás que ir por las calles.

– ¿Quién fotografía?

– Henriksson va para allá y los freelance ya han llegado.

Jansson colgó sin esperar respuesta. Annika escuchó durante algunos segundos el murmullo muerto de la línea antes de dejar que el aparato cayera al suelo.

– ¿Qué pasa ahora?

Suspiró silenciosamente antes de responder.

– Algún tipo de explosión en el estadio olímpico. Tengo que ir allí. Seguramente me tomará todo el día -dudó antes de añadir-: Y parte de la noche.

Él susurró algo inaudible.

Annika se apartó cuidadosamente del pringoso pijama húmedo de Ellen. Aspiró el aroma de la niña, dulce en la piel, agrio en la boca donde siempre tenía el dedo gordo, besó su suave cabeza. La niña se movió voluptuosamente, se estiró y se arrebujó, tres años y completamente consciente de sí misma, hasta durmiendo. Con pesadez, movió el brazo y marcó el número directo de la centralita de taxis, abandonó el calor anestesiante de la cama y se sentó en el suelo.

– Necesito un taxi para Hantverkargatan treinta y dos, por favor. Bengtzon. Es urgente. Al estadio olímpico. Sí, sé que está ardiendo.

Se moría de ganas de orinar.

Afuera hacía un frío glacial, por lo menos diez grados bajo cero. Levantó el cuello del abrigo y se cubrió las orejas con el gorro; el fuerte aliento de pasta de dientes la rodeó en un hálito. El taxi apareció en el mismo momento en que la puerta se cerró tras ella.

– Hammarbyhamnen, estadio olímpico -dijo Annika cuando aterrizó con su gran bolso en el asiento trasero.

El taxista le lanzó una mirada a través del espejo retrovisor.

– Bengtzon, Kvällspressen, ¿verdad? -dijo y sonrió inseguro-. Suelo leer sus artículos. Me gustaron sus opiniones sobre Corea, he traído a mis hijos de allí. También estuve en Panmunjom, ¡estaba magníficamente descrito! Cómo están enfrentados los soldados, sin poder hablar nunca unos con otros. Era una buena crónica.

Como de costumbre escuchó el elogio pero no lo admitió, no podía admitirlo. Si lo hiciera podría desaparecer la magia, eso que hace que el texto fluya.

– Gracias, me alegro de que le gustara, ¿cree que se puede ir por el túnel Sur? ¿O es mejor atravesar las calles?

Tenía, como la mayoría de sus colegas, control de la situación. Si ocurría algo en el país a las cuatro de la mañana tenía que hacer dos llamadas: policía y taxi. Así tenía garantizado un artículo para la primera edición, la policía podía confirmar lo que había ocurrido y los taxistas casi siempre eran capaces de ofrecer un relato como si hubieran sido testigos.

– Yo estaba en Götgatan cuando explotó -dijo e hizo un giro en U sobre la línea continua-. ¡Diablos! Las farolas se bambolearon. ¡La leche, ahora han lanzado la bomba! Los rusos están aquí. Llamé por la radio, pensé joder… Dijeron que el estadio Victoria se había ido a tomar por culo. Uno de los nuestros estaba justo al lado cuando explotó, tenía una carrera al club ilegal que hay en las casas nuevas ¿sabe?…

El coche iba veloz hacia el Ayuntamiento al mismo tiempo que Annika pescaba un bloc y un lápiz del bolso.

– ¿Qué le pasó?

– Nada grave, creo. Recibió un trozo de metal que entró por la ventanilla lateral, no le dio por unos centímetros. Un corte en la cara, dijo la radio.

Pasaron el metro de Gamla Stan y se acercaron a Slussen.

– ¿Dónde lo llevaron?

– ¿A quién?

– A su compañero, el del trozo de metal.

– Ah, él; se llama Brattström. Al hospital Sur creo, es el que está más cerca.

– ¿Nombre?

– No lo sé, puedo preguntarlo en la radio… Se llamaba Arne.

Annika cogió el teléfono móvil, se puso el audífono en la oreja y pulsó la tecla 1, programada para Jansson, sentado en la mesa del jefe de redacción. Antes de que el hombre respondiese sabía que era Annika quien llamaba, reconoció su número de móvil en la pantalla del teléfono.

– Un taxista está herido, Arne Brattström, y ha sido conducido al hospital Sur -dijo-. Quizá pudiéramos ir a visitarlo, tenemos tiempo antes de la primera edición…

– Okey -respondió Jansson-. Vamos a investigarlo en el ordenador.

Bajó el auricular y gritó al reportero de noche:

– Mírame a un tal Arne Brattström, controla con la policía si sus parientes han sido informados, luego llama a su mujer, si la tiene.

De vuelta al auricular dijo:

– Hemos conseguido una fotografía aérea. ¿Cuándo llegarás?

– Dentro de siete u ocho minutos, depende de cómo esté acordonado. ¿Qué estáis haciendo ahora?

– Estamos con los hechos, los comentarios de la policía, los reporteros de noche están llamando a la gente que vive enfrente y anotan los relatos, uno de los reporteros está ahí pero se va pronto a casa. Y recapitulamos sobre las otras bombas contra las olimpiadas, el tipo que lanzó los petardos en el estadio de Estocolmo y en el Nya Ullevi cuando Estocolmo presentó su candidatura…

Alguien le interrumpió, Annika sintió la excitación de la redacción incluso estando en el taxi. Se apresuró a decir:

– Llamaré cuando sepa algo más -y colgó.

– La zona de entrenamiento está acordonada -anunció el taxista-. Creo que será mejor tomar la parte trasera.

El taxi torció, bajó por Folkungagatan y voló hacia Värmdöleden. Annika marcó el siguiente número del móvil. Mientras la señal llegaba vio cómo los últimos borrachos de la noche regresaban a casa gritando y tambaleándose. Eran bastantes, más de lo que había creído. Ahora era siempre así, las veces que salía por la ciudad a estas horas siempre había ocurrido un crimen en alguna parte. Había olvidado que la ciudad servía para algo más que el crimen y el trabajo, había olvidado que había otra vida que sólo se vivía de noche.

Una voz cansada respondió al otro lado de la línea Comviq

– Sé que todavía no puedes decirme nada -comenzó Annika-. Dime cuándo tienes tiempo para hablar. Te llamo cuando puedas. Di una hora.

El hombre al otro lado del móvil suspiró.

– Oye Bengtzon… ¡mierda! No sé… llama más tarde.

Annika miró su reloj de pulsera.

– Son las cuatro menos veinte. Escribo en la segunda edición. ¿A las siete y media?

– Sí, sí, está bien. Llama a las siete y media.

– Okey, entonces hablamos luego.

Ahora que tenía una promesa, le sería difícil dar marcha atrás. La policía aborrecía a los periodistas que llamaban en cuanto ocurría algo y querían saberlo todo. Aun cuando la policía tuviera alguna información les era difícil evaluar qué podían decir. A las siete y media ella tendría una serie de observaciones propias, preguntas y teorías y los de la criminal sabrían qué decir. Funcionaría.

– Ya se ve el humo -anunció el taxista.

Ella se inclinó hacia el asiento delantero, miró arriba a su derecha.

– Sí, ¿ha visto?

Delgado y negro, se extendía hacia la pálida media luna. El taxi salió de Varmdöleden y entró en el cinturón Sur.

La autopista estaba cortada cien metros antes de la entrada al túnel y al propio estadio. Otra docena de coches ya estaban parados frente a las barreras. El taxi se detuvo tras ellos, Annika entregó su vale de taxi.

– ¿Cuándo vuelve? ¿La espero? -preguntó el taxista.

Annika, pálida, sonrió.

– No, gracias, esto llevará tiempo.

Recogió el bloc, el lápiz y el móvil.

– ¡Feliz Navidad! -voceó el taxista antes de que ella cerrara la puerta.

«Dios mío -pensó-, todavía queda una semana. ¿Ya hay que empezar a felicitar las Navidades?»

– Igualmente -dijo a la ventanilla trasera del coche.