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– ¿Cuántos años tiene su hija?

– Fue elegida Woman of the Year por ese periódico estadounidense, ¿cómo se llama…? La mujer del año. Ella fue la mujer del año. Era la mujer de toda Suecia. La mujer de todo el mundo.

Bertil Milander se sonó de nuevo. Annika dejó el bolígrafo y miró fijamente el bloc. Las declaraciones no tenían especial interés. Este hombre no sabía con claridad lo que hacía o decía. Parecía no enterarse de lo que ella y el fotógrafo querían hacer.

– ¿Cuándo recibió la noticia de la muerte de Christina? -preguntó Annika.

Bertil Furhage la miró.

– No volvió a casa -dijo-. Fue a la fiesta de Navidad del comité y no volvió a casa.

– ¿Se impacientó cuando vio que no venía? ¿Solía salir mucho? ¿Viajaba mucho?

El hombre se acomodó en el sofá y miró a Annika como si ahora, por primera vez, se diera cuenta de su presencia.

– ¿Por qué pregunta eso? -inquirió-. ¿Qué quiere decir?

Annika reflexionó un segundo. Eso no estaba bien. El hombre estaba conmocionado. Se comportaba desconcertada e incoherentemente, sin saber lo que hacía. Sólo había una pregunta más, que se sintió obligada a hacer.

– Pesa una amenaza sobre la familia -dijo-. ¿Qué clase de amenaza?

El hombre la miró fijamente con la boca abierta. Parecía como si no la hubiese oído.

– La amenaza -repitió Annika-. ¿Puede decirme algo sobre la amenaza a la familia?

El hombre la miró con gesto de reproche.

– Christina hizo todo lo que pudo -respondió-. No es una mala persona. No fue culpa suya.

Annika sintió un escalofrío recorrer su espalda. Esto definitivamente no estaba bien. Recogió el bloc y el bolígrafo.

– Muchas gracias por recibirnos a pesar de todo -dijo y se levantó-. Haremos…

Un portazo hizo que se sobresaltara y se diese la vuelta. Una joven delgada como un palillo, de semblante huraño y pelo revuelto estaba detrás del sofá.

– ¿Qué hacen aquí? -preguntó la muchacha.

«La hija de Christina», pensó Annika y se recompuso. Le respondió que eran del Kvällspressen.

– Hienas -replicó desdeñosa-. ¿Han venido porque huele a sangre? ¿A mordisquear los restos del cuerpo? ¿Chupar hasta lo último mientras se pueda?

Comenzó a bordear el sofá lentamente y se acercó a Annika. Annika se obligó a permanecer sentada y aparentar calma.

– Siento que su madre haya muerto…

– Yo no lo siento -chilló la hija-. Estoy contenta de que se haya muerto. ¡Contenta! -Comenzó a llorar desconsoladamente y salió corriendo de la habitación. Bertil Milander no reaccionaba en el sofá, miraba al suelo y se pasaba el pañuelo entre los dedos.

– ¿Le importa que le haga una foto? -preguntó Henriksson. Y Bertil Milander pareció despertar.

– No, en absoluto -contestó y se levantó-. ¿Está bien aquí?

– Quizá en la ventana tengamos mejor luz.

Bertil Milander posó junto a la grande y bonita ventana. Sería una buena foto. La suave luz del día se filtraba entre los barrotes y las cortinas azules de Svenskt Tenn enmarcaban la foto.

Mientras el fotógrafo tomaba su carrete Annika salió apresuradamente tras la joven hacia el cuarto contiguo. Era una biblioteca con muebles caros de estilo inglés y millares de libros. La hija de Christina se había sentado en un sillón de cuero color sangre de buey.

– Quiero pedirte perdón si piensas que somos unos entrometidos -dijo Annika-. No queremos molestaros en absoluto. Más bien lo contrario. Sólo queremos contaros lo que estamos haciendo.

La chica no respondió; parecía no haber notado que Annika estaba allí.

– Tú y tu padre podéis llamarnos si deseáis comentar algo o si pensáis que es incorrecto lo que escribimos o queréis añadir o contar alguna cosa.

Ninguna reacción.

– Le dejaré mi número de teléfono a tu padre -informó Annika y salió de la habitación.

Henriksson y Bertil Milander habían salido al vestíbulo. Annika fue tras ellos, sacó una tarjeta de visita de la cartera y también anotó el número particular del director.

– Llame en cuanto quiera algo -dijo-. Siempre llevo el móvil. Gracias por permitirnos visitarle y perdone las molestias.

Bertil Milander cogió la tarjeta sin mirarla. La dejó en una mesita dorada junto a la puerta principal.

– Estoy totalmente desconsolado -dijo él, y Annika supo que ya tenía el titular de las páginas centrales encima de la fotografía.

El director suspiró cuando oyó los golpes en la puerta. Había pensado acabar con alguno de los montones de papeles que había en el escritorio, pero desde que llegó al periódico, hacía una hora, había estado sonando el teléfono y habían llamado a la puerta continuamente.

– Entre -dijo. Intentó relajarse; consideraba un honor estar disponible para los empleados tanto como pudiera.

Era Nils Langeby. Anders Schyman sintió que le invadía el desánimo.

– ¿Qué te pasa hoy? -preguntó sin levantarse de su silla detrás de la mesa.

Nils Langeby se colocó en medio de la habitación retorciéndose las manos.

– Estoy preocupado por la redacción de sucesos -comenzó-. Es un caos.

Anders Schyman miró al reportero y reprimió un suspiro.

– ¿Qué quieres decir?

– Vamos a perdernos muchas cosas. No se está realmente cómodo. Todos nos sentimos inseguros con los cambios; ¿qué será del seguimiento criminal?

El director le indicó una silla al otro lado de la mesa. Nils Langeby se sentó.

– Todos los cambios, hasta los que traen mejoras, ocasionan perturbaciones e inquietud -dijo Schyman-. Es perfectamente normal que la redacción de sucesos esté agitada. Habéis estado sin jefe durante mucho tiempo y acaba de llegar uno nuevo.

– Sí, en efecto, y es ahí donde yo creo que radica el problema -contestó Nils Langeby-. No creo que Annika Bengtzon dé la talla.

Anders Schyman reflexionó un momento.

– ¿A ti te lo parece? Yo pienso justo lo contrario. Creo que es una reportera formidable y una buena organizadora. Sabe tomar decisiones y delegar. Además, nunca duda en hacer las tareas más desagradables. Es activa y preparada; por lo menos lo demuestra en el periódico de hoy. ¿Qué te hace desconfiar de ella?

Nils Langeby se inclinó confidencialmente hacia adelante.

– La gente no confía en ella. Es una engreída y una arribista. No sabe tratar a los demás.

– ¿En qué te ha perjudicado a ti?

El reportero agitó las manos.

– Bueno, a mí no me ha perjudicado, pero he oído cosas…

– ¿Así que has venido a defender a tus compañeros?

– Sí, claro. Últimamente nos estamos olvidando de los delitos contra el medio ambiente y la criminalidad en los colegios.

– ¿Pero no eres tú quien está a cargo de esas secciones?

– Sí, pero…

– ¿Ha intentado Annika apartarte de ellas?

– No, en absoluto.

– Así que si no conseguimos noticias de ellas es responsabilidad tuya, ¿no? No tiene nada que ver con Annika Bengtzon, ¿verdad?

Una mueca de confusión se materializó en el rostro de Nils Langeby.

– Creo que eres un buen reportero, Nils -continuó el director con calma-. Hombres como tú, con peso y experiencia, es lo que el periódico necesita. Espero que sigas contribuyendo con titulares durante mucho tiempo. Tengo total confianza en ti, como también tengo total confianza en Annika Bengtzon como jefa de la redacción de sucesos. Por eso justamente mi trabajo es cada día mejor: la gente crece y aprende a trabajar en equipo, en pro del periódico.

Nils Langeby escuchaba atento. Crecía con cada palabra. Esto era lo que quería oír. El director creía en él y continuaría produciendo titulares, sería una fuerza con la que contar. Cuando abandonó la habitación se sentía ligero y libre. Hasta silbó un poco al salir a la redacción.