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– Hola Nisse, ¿qué tienes hoy? -oyó que alguien le preguntaba a su espalda.

Era Ingvar Johansson, el redactor jefe. Nils Langeby se detuvo y recapacitó un momento. Hoy no había pensado trabajar, y nadie se lo había pedido. Pero las palabras del redactor jefe hicieron que se sintiera responsable.

– Bueno, unas cuantas cosas -improvisó-. El atentado, la hipótesis terrorista. Eso es lo que tengo hoy…

– Bien, sería estupendo que pudieras escribirlo rápidamente para tenerlo a punto cuando lleguen los maquetadores. Los demás estarán hasta el cuello con Furhage.

– ¿Furhage? -preguntó Nils Langeby-. ¿Qué le ha pasado?

Ingvar Johansson miró al reportero.

– ¿No te has enterado? La carne picada del estadio era de la jefa de los Juegos Olímpicos.

– Bueno, tengo una fuente que dice que fue un acto terrorista, un acto terrorista puro y duro.

– ¿Fuente policial? -inquirió Ingvar Johansson sorprendido.

– Fuente policial de confianza -contestó Nils Langeby y sacó pecho.

Se quitó la chaqueta de cuero, se arremangó la camisa y fue hacia su despacho, que se encontraba en el pasillo que llevaba al aparcamiento.

– Joder, ahora vas a ver, ¡puta de mierda!

Anders Schyman apenas llegó a coger uno de los papeles apilados en su mesa cuando volvieron a llamar a la puerta. Esta vez era el fotógrafo sustituto Ulf Olsson quien quería hablar. Acababa de regresar de la rueda de prensa en la jefatura de policía y deseaba contarle de forma confidencial cómo la jefa de la redacción de sucesos, Annika Bengtzon, le había tratado el día anterior.

– No estoy acostumbrado a que critiquen mi vestuario -anunció el fotógrafo, y contó que llevaba un traje de Armani.

– ¿Te regañaron, entonces? -se interesó Anders Schyman.

– Sí, Annika Bengtzon se disgustó porque llevaba un traje de marca. Creo que no tengo por qué tolerar eso. Nunca me ha pasado nada igual en ningún otro lugar de trabajo.

Anders Schyman observó al hombre durante algunos segundos antes de responder.

– No sé lo que os dijisteis tú y Annika Bengtzon -dijo-. Tampoco sé dónde has trabajado antes ni cómo te sueles vestir. Por mi parte, y sé que también por la de Annika Bengtzon, puedes vestir Armani, tanto en una mina como en el escenario de un crimen. Tú eres el único responsable de tu vestimenta. El resto de la dirección del periódico y yo presuponemos además que tú y los otros periodistas estáis más o menos informados de lo que ha ocurrido antes de venir a trabajar. Si ha habido una muerte espectacular o un atentado con bomba de gran magnitud debes estar seguro de que lo cubrirás. Te sugiero que consigas una bolsa grande y metas calzoncillos largos y quizá un chándal y lo dejes en el coche…

– Ya me han dado una bolsa -dijo el fotógrafo irritado-. Fue Annika Bengtzon.

Anders Schyman miró indiferente al joven.

– ¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte? -preguntó, y el fotógrafo sustituto se levantó y salió.

El director exhaló un profundo suspiro cuando se cerró la puerta. No soportaba ejercer de juez en estas peleas de guardería. Echaba de menos su hogar, a su esposa y un buen vaso de whisky.

Annika y Johan Henriksson se detuvieron en el McDonald's de Sveavägen y cada uno se compró su menú Big Mac. Se lo comieron en el coche en el trayecto a la redacción.

– Me parece horrible -dijo Henriksson cuando se tragó las últimas patatas fritas.

– ¿Visitar a los familiares? Sí, sin duda es lo más duro de nuestro trabajo -contestó Annika y se limpió el ketchup de los dedos.

– No puedo remediarlo, pero me siento como una jodida ameba cuando estoy ahí sentado -dijo Henriksson-. Como si sólo quisiera aumentar su desgracia. Regodeándome en su infierno, y todo porque es bueno para el periódico.

Annika se limpió la boca y pensó un rato.

– Sí, es normal sentirse así. Pero a veces la gente quiere hablar. Uno no puede tildar a las personas de idiotas sólo por estar conmocionadas. Claro que debemos tener consideración. Escuchar y hablar con los familiares no implica que se escriba sobre ellos.

– Pero a veces la gente que acaba de perder a un familiar no es muy consciente de sus actos -respondió Henriksson.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Annika-. ¿Quién eres tú para decidir que alguien no puede hablar? ¿Quién eres tú para establecer qué es lo mejor para una persona en una situación determinada? ¿Tú, yo o la persona misma? Ha habido un debate tremendo desde hace unos años en los medios, y a veces este debate ha herido a los familiares más que las mismas entrevistas.

– De cualquier forma, me parece desagradable -dijo Henriksson irritado.

Annika esbozó una sonrisa.

– Sí, claro que lo es. Enfrentarse a una persona que acaba de sufrir la peor pérdida posible es difícil. No se aguantan muchas visitas como ésta al mes. Aunque una también se acostumbra. Piensa en la gente de los hospitales, o de la iglesia, que trabajan a diario con tragedias.

– Pero ellos no necesitan colgarlo en titulares -respondió Henriksson.

– ¡Y dale con tus lamentos! -exclamó Annika, enfadada de repente-. ¡Caray, no es un castigo ser un titular! Muestra que uno es importante, que cuenta. ¿Debemos pasar de todas las víctimas de crímenes, dejar de lado a todos los familiares? Piensa en aquel escándalo que montaron los familiares del Estonia. Pensaban que los medios les dedicaban muy poca atención, que los periódicos sólo escribían sobre las compuertas, y tenían toda la razón. Durante un tiempo fue tabú hablar con los familiares del Estonia, y si alguien lo hacía tenía a Striptease, a Norra magasinet y a todos los moralistas de la televisión encima.

– Oye, no te enfades -dijo Henriksson.

– Me enfadaré lo que quiera -replicó Annika.

Estuvieron callados el resto del trayecto hasta llegar al periódico. Al salir del ascensor, ya en la redacción, Henriksson le sonrió un poco sin venir a cuento y dijo:

– Creo que tendremos una buena fotografía del señor Milander junto a la ventana.

– ¡Qué bien! -respondió Annika-. Ya veremos si la publicamos.

Y empujó la puerta del ascensor, mientras salía sin esperar una respuesta.

Eva-Britt Qvist estaba ocupada en la labor de recopilar la documentación sobre Christina Furhage cuando Annika pasó camino del despacho. La secretaria de redacción estaba sentada, rodeada de viejos sobres de recortes y kilómetros de hojas impresas.

– Se ha escrito muchísimo sobre esta mujer -dijo y se esforzó por ser concisa-. Creo que lo tengo casi todo.

– ¿Puedes hacer una primera evaluación del material para que luego alguien lo ordene? -preguntó Annika.

– ¡Qué habilidad tienes para disfrazar las órdenes con preguntas! -exclamó Eva-Britt.

Annika no tenía fuerzas para replicar, así que entró en su despacho y colgó el abrigo. Cogió una taza de café y fue hacia Pelle Oscarsson, el redactor gráfico, alcanzó una silla y estudió la pantalla de su ordenador. Estaba llena de fotos del tamaño de un sello; todas pertenecían al archivo del periódico y eran de Christina Furhage.

– Hemos publicado más de seiscientas fotos de esta mujer -anunció Pelle Oscarsson-. La hemos debido fotografiar una media de una vez a la semana durante los últimos ocho años. ¡Más que al rey!

Annika sonrió ligeramente, sí, quizá fuera así. Se había prestado atención a todo lo que Christina Furhage había hecho durante estos últimos años, y la mujer había disfrutado. Annika estudió la pantalla: Christina Furhage inaugurando el estadio olímpico, Christina Furhage con Lill-Babs, Christina Furhage abrazando a Samaranch, Christina Furhage enseñando su ropa de otoño en el suplemento dominical.