– Okey -dijo Annika-. Tendremos que hacer algo juntos sobre la persecución policial del Dinamitero. ¿Cuándo llegarás?
– Dentro de una hora -aulló.
– Bien, hasta luego -contestó Annika y colgó. No pudo evitar sonreír.
Evert Danielsson cerró la puerta para no tener que oír al vociferante periodista que gritaba por su teléfono móvil en el pasillo. La junta directiva se reuniría al cabo de una hora. Era la activa y eficaz junta de expertos que Christina llamaba «su orquesta». La junta tenía atributos ejecutivos, a diferencia del Adorno, que se dedicaba a posar. Oficialmente todas las decisiones importantes debía tomarlas el Adorno, o la junta mundial como también se le llamaba, pero eso era sólo una formalidad. La manada del Adorno se podía comparar a los diputados del Congreso, mientras que la junta directiva era el comité ejecutivo del único partido existente.
El jefe del comité estaba nervioso. Tenía claro que había cometido una serie de errores desde que tuvo lugar la explosión. Tenía que haber convocado a la junta directiva el día anterior, por ejemplo. Ahora, sin embargo, había sido el presidente de la junta quien lo había hecho, un día demasiado tarde, y ése fue un fallo garrafal. En lugar de convocar a la junta directiva había aparecido e informado a los medios de una serie de asuntos sobre los que en realidad no tenía autorización. Por una parte la desafortunada charla sobre el terrorismo, por otra los detalles sobre la reconstrucción de la gradería. Sabía muy bien que esa cuestión debía ser tratada primero en la junta directiva. Pero en la corta reunión de estrategia de la mañana anterior, que ahora cada vez parecía más alarmista, el grupo de dirección informal había decidido tomar la iniciativa en el debate y no fingir, dudar u ocultar nada. Había que mostrar que la organización se empleaba a fondo para contraatacar. Mientras esperaban a que Christina apareciera se había decidido mandarle a él, el jefe del comité organizador, en lugar del equipo de prensa para que las palabras tuvieran más peso.
Pero el poder del grupo de dirección informal era prácticamente inexistente. Era la junta directiva quien tomaba las decisiones finales. Estaba formada por los verdaderos pesos pesados: el representante del Estado, en la persona del ministro de Economía, el alcalde de Estocolmo, los subdirectores de las diferentes secciones, un experto del COI, dos representantes de los patrocinadores y un jurista internacional. El presidente de la junta directiva era otro hombre de Estado, el gobernador de la provincia de Estocolmo, Hans Bjällra. Aun cuando el grupo de dirección era rápido y efectivo, su peso era ínfimo en comparación con el de la junta directiva. El grupo estaba compuesto por un núcleo de personas que trabajaban juntas en el proyecto día a día: el director de finanzas, él mismo y Christina, Helena Starke y el jefe de prensa, un par de subdirectores y también Doris, del departamento de presupuesto. El pequeño grupo había conseguido realizar las cosas rápida y ágilmente. Más tarde Christina se encargaba de que la junta aprobara las resoluciones. Podía tratarse de dinero o presupuestos para diferentes campañas medioambientales, infraestructuras, construcción del estadio, cuestiones jurídicas y campañas de distinto tipo.
La diferencia estribaba en que ya no había una Christina Furhage que barriera tras ellos. Danielsson sabía que no sobreviviría.
El jefe del comité dejó que sus codos descansaran sobre la mesa y apoyó la cabeza en las manos. No pudo evitar que un sollozo recorriera todo su cuerpo. ¡Diablos, diablos! ¡Con lo que había trabajado estos años! Realmente no se merecía esto. Las lágrimas comenzaron a caer entre sus dedos sobre los documentos que había en la mesa, y formaron pequeñas burbujas transparentes que convertían las letras en diagramas. No le importó.
Annika encendió el ordenador y se sentó a escribir. Comenzó con el informe acerca de la conversación con su fuente policial. Las cosas que sabía a través de sus canales oficiosos, sus «confidetes», los mantenía totalmente en secreto. Nunca grababa esas conversaciones; existía el riesgo de que la cinta se olvidase en la grabadora y alguien la oyese. En cambio anotaba, escribía notas sobre la marcha y guardaba los textos en un disquete. A su vez, los disquetes los guardaba en uno de los cajones con llave del escritorio y tiraba los apuntes. Tampoco relataba nunca los datos en las discusiones o reuniones de redacción. El único que, si era necesario, oía las partes secretas de sus conversaciones era el responsable de la publicación, es decir, el director Anders Schyman.
No se hacía ilusiones sobre por qué le daban datos a ella: no era por ser mejor o más interesante que otros periodistas. En cambio era de fiar, y eso, unido a su influencia en las reuniones de redacción del Kvällspressen, hacía que ella supiese cosas que la policía no quería divulgar. Había muchas razones por las que se pasaban datos, pero la policía, como muchas organizaciones, sólo quería dar a los medios su propia versión de los hechos. Especialmente en el tipo de sucesos en los que trabajaba la policía, la televisión y los periódicos tenían tendencia a agrandarlos y equivocarse. Al hacer de filtro, por lo menos la policía tenía la oportunidad de evitar las peores meteduras de pata.
Algunos periodistas consideraban poco ético no escribir todo lo que sabían. Uno era siempre periodista, sobre todo periodista y nada más que periodista. Eso significaba que debían escribir las declaraciones de los vecinos, de los amigos de los niños, de la suegra o de Papá Noel si es que alguien sabía algo. Una conversación con un policía o un político off the record era impensable. Para Annika esa actitud era completamente reprobable. Se consideraba por encima de todo una persona, después madre, esposa y por último empleada del Kvällspressen. No creía en absoluto en el periodista como enviado de Dios o de cualquier otra fuerza superior. Su propia experiencia también le decía que los periodistas que vivían de acuerdo con los más altos y nobles principios eran generalmente los más cabrones. Por lo tanto, los demás podían especular con sus fuentes y reírse de su forma de trabajar; no le importaba, confiaba en que su trabajo fuera realmente importante.
Después de guardar con llave el disquete, escribió un corto artículo sobre la visita a Bertil Milander. Se ciñó lo más posible a la realidad, recalcó con dignidad que el hombre había invitado al periódico por iniciativa propia y dejó que expusiera su opinión positiva sobre su esposa. A la hija ni la nombró. Dejó el texto en el depósito de artículos de la redacción, llamado la lata.
Después se levantó, inquieta, y estiró las piernas dentro de su jaula de cristal. Su despacho estaba entre dos mares, la redacción de noticias y la de deportes, con paredes de cristal entre ambos. No entraba la luz del día, sólo de forma indirecta desde ambos mares. Para contrarrestar la sensación de acuario alguno de sus antecesores había encargado visillos azules de un material opaco que impedía la visión del exterior. Hacía por lo menos cinco años que nadie se había preocupado por esas telas y por supuesto nadie las había lavado jamás. Quizá fueran nuevas y modernas en su tiempo, pero ahora sólo eran tristes y deprimentes. Annika deseó que alguien se ocupara de ellas, hiciera algo con ellas, aunque tenía una cosa muy clara: esa persona no sería ella.
Fue a buscar a Eva-Britt Qvist, que trabajaba en el despacho contiguo al suyo. La secretaria de redacción se había marchado a casa sin decir nada. El material de documentación estaba apilado en montones sobre el escritorio, con notitas Post-it sobre cada uno. Annika se sentó y comenzó a ojearlo por encima. ¡Dios mío, cuánto se había escrito sobre esta mujer! Cogió la página impresa con el título «Resumen» y la comenzó a leer. Era un largo artículo dominical de uno de los periódicos de la mañana, un cálido e inteligente artículo que mostraba el aroma de la persona llamada Christina Furhage. Las preguntas eran directas y concretas, las respuestas de Furhage eran sagaces y rápidas. Sin embargo toda la entrevista giraba alrededor de temas relativamente impersonales, la economía de los Juegos Olímpicos, teorías de organización, feminismo y carrera, el significado del deporte en el espíritu humano. Annika analizó el texto y, para sorpresa suya, pudo constatar que Christina Furhage conseguía no hablar de cualquier cosa que fuera personal.