El niño se acurrucó como una pelotita y se metió el dedo en la boca.
– Te quiero, papá -dijo, y a Thomas le invadió un calor grande e intenso.
– Yo también te quiero, canijo. ¿Quieres dormir en mi cama?
Kalle asintió, Thomas le quitó el albornoz húmedo y le puso el pijama. A Ellen la llevó en brazos a su cama y le puso el camisón. La observó durante unos instantes mientras yacía en su camita, no se cansaba de mirarla. Era una copia de Annika, pero con el pelo rubio. Kalle era igual que él a sus años. Eran dos auténticos milagros. Pensar eso era una banalidad, pero no lo podía evitar.
Apagó la luz y cerró la puerta con cuidado. Durante el fin de semana los niños apenas habían visto a Annika. Tenía que reconocer que le irritaba que trabajara tanto. Ella se sumergía en su trabajo de una forma poco sana. Se dejaba absorber y todas las demás cosas del mundo ocupaban un segundo plano. No tenía paciencia con los niños, sólo pensaba en sus artículos.
Se fue al salón, cogió el mando a distancia y se sentó en el sofá. El asunto de la explosión y la muerte de Christina Furhage era sin duda algo grande. Todos los canales, incluidos Sky, BBC y CNN hablaban de ello. Ahora la 2 estaba emitiendo un programa conmemorativo sobre la jefa de los Juegos; numerosas personas debatían en un estudio sobre su colaboración con Christina, y lo mezclaban con entrevistas con la fallecida que Britt-Marie Mattsson había realizado anteriormente. Christina Furhage era increíblemente lista y divertida. Siguió el programa un buen rato, con interés. Luego telefoneó a Annika, para saber si estaba en camino.
Berit metió la cabeza a través del umbral de la puerta.
– ¿Tienes un momento?
Annika movió una mano indicándole que entrara, al mismo tiempo que el teléfono comenzaba a sonar. Lanzó una mirada a la pantalla y luego siguió escribiendo.
– ¿No vas a contestar? -preguntó Berit.
– Es Thomas -respondió Annika-. Quiere preguntarme cuándo acabaré. Intenta ser cariñoso, pero puedo percibir sus reproches. Si no respondo se pondrá contento, pues entonces creerá que ya me he ido.
El teléfono de sobremesa dejó de sonar y en cambio del móvil salió una sintonía electrónica que Berit reconoció vagamente. Annika también pasó de él y dejó que el contestador respondiera.
– No consigo localizar a Helena Starke -informó Berit-. Tiene número de teléfono secreto; he pedido a los vecinos que llamen a su puerta y le dejen notas en el buzón para que nos llame y todo eso, pero ella no llama. No tengo tiempo para ir allí; he de preparar la biografía de Christina Furhage…
– ¿Por qué? -preguntó Annika sorprendida y dejó de escribir-. ¿No lo iba a hacer uno de los articulistas?
Berit esbozó una sonrisa.
– Sí, pero al articulista le dio migraña al saber que no habría suplemento; me quedan tres horas de agradable escritura.
– Esto es de locos -dijo Annika-. Pasaré a ver a Starke de camino a casa. Es en Söder, ¿verdad?
Berit le dio la dirección. Cuando la puerta se cerró de nuevo intentó llamar a su fuente, sin resultado. Resopló en silencio. Ahora tendría que escribir de todas formas, no podría retener durante más tiempo la información. Tendría que ser una técnica de la escritura equilibrista, donde las palabras «código de alarmas» nunca se mencionaran pero en la que se intuyera la idea. Salió mejor de lo que esperaba. Lo enfocó sobre la hipótesis del trabajo interno. No podía escribir que el estadio no tenía las alarmas conectadas y que ninguna puerta había sido forzada. Habló de la posesión de las tarjetas de acceso y de la posibilidad de entrar en el estadio a medianoche sin citar a la policía, sino a otras fuentes. También pudo contar que la policía investigaba a un grupo reducido de personas que, en teoría, pudo haber tenido la posibilidad de realizar el atentado. Esto y el relato de Patrik eran dos artículos de órdago. A continuación escribió una reseña sobre el interrogatorio de la policía a la persona que había amenazado a Christina Furhage hacía un par de años. Casi había terminado cuando Anders Schyman llamó a la puerta de nuevo.
– ¡Es un coñazo ser director! -dijo y se sentó en el sofá.
– ¿Qué hacemos? ¿Sacamos lo del grupo terrorista internacional o lo del comité de los Juegos Olímpicos? -preguntó Annika.
– Creo que Nils Langeby está algo trastornado -informó Schyman-. Sostuvo que su artículo era correcto, pero se negó a revelar sus fuentes o precisar lo que habían dicho.
– ¿Qué hacemos, entonces? -interrogó Annika.
– Publicaremos lo del trabajo interno, por supuesto. Pero primero quiero leerlo.
– Claro. Aquí está.
Annika pulsó documento en el ordenador. El director se levantó y fue hacia su mesa.
– ¿Quieres sentarte?
– No, no, no te molestes…
Echó una mirada al texto.
– Cristalino -dijo y se dispuso a salir-. Hablaré con Jansson.
– ¿Qué más dijo Nils Langeby? -indagó Annika en voz baja.
Se detuvo y la miró seriamente.
– Creo que Nils Langeby será un auténtico problema para ambos -respondió y salió.
Helena Starke vivía en Ringvägen en un edificio marrón de los años veinte. La puerta lógicamente tenía código de acceso y Annika no disponía de él. Por tanto se puso el auricular y llamó a información telefónica para que le dieran un par de números de teléfono de personas que vivían en Ringvägen 139.
– No podemos dar números de esta manera -dijo la telefonista enfadada.
Annika suspiró. A veces funcionaba, pero no siempre.
– Okey -respondió-. Busco a Andersson, en Ringvägen 139.
– ¿Arne Andersson o Petra Andersson?
– Ambos -contestó rápidamente y garabateó los números en el bloc-. ¡Muchas gracias!
Colgó y llamó al primer número, a Arne. Ninguna respuesta, quizá se había dormido. Eran casi las diez y media. Petra estaba en casa, y no parecía enfadada.
– Disculpe -dijo Annika-, pero es que tenía que subir a casa de una amiga vecina suya pero se le ha olvidado darme el código…
– ¿Qué vecina es? -preguntó Petra.
– Helena Starke -respondió Annika y Petra se rió. No era una risa amable.
– ¿Así que va a casa de la Starke a las diez y media de la noche? ¡Qué suerte tiene la tía! -dijo y le dio a Annika la combinación de números.
«¡Se oyen tantas tonterías!», pensó Annika, subió y llamó a la puerta. Helena Starke vivía en el cuarto. Volvió a llamar, nadie abrió. Entonces observó la escalera e intentó adivinar qué orientación y tamaño tenía el apartamento de Helena Starke. A continuación bajó de nuevo a la calle y comenzó a contar. Starke debería tener por lo menos tres ventanas que daban a la calle, y había luz en dos. Probablemente estaba en casa. Annika volvió a entrar, subió en ascensor y llamó al timbre un buen rato. Luego abrió el orificio del buzón y dijo:
– ¿Helena Starke? Me llamo Annika Bengtzon y soy del Kvällspressen. Sé que está en casa. ¿No puede abrir la puerta?
Esperó en silencio un rato; seguidamente se oyó el tintineo de la cadena de seguridad del otro lado. La puerta se entreabrió y una mujer llorosa apareció en la abertura.
– ¿Qué quiere? -dijo Helena Starke en voz baja.
– Siento molestarle, pero hemos intentado hablar con usted todo el día.
– Lo sé. He recibido quince notas en el buzón, suyas y de los demás.
– ¿Podría entrar un momento?
– ¿Por qué?
– Vamos a escribir sobre la muerte de Christina Furhage en el periódico de mañana y me preguntaba si podía hacerle algunas preguntas.
– ¿Sobre qué?
Annika suspiró.
– Se lo explicaría gustosamente, pero preferiría no hacerlo aquí en la escalera.