Starke abrió la puerta y la dejó entrar en el apartamento. Estaba extremadamente sucio, a Annika le pareció que olía a vómito. Fueron a la cocina; el fregadero estaba desbordado de platos sucios y en una de las placas de la cocina había una botella de coñac vacía. Helena Starke iba en bragas y camiseta. Su pelo estaba revuelto y tenía el rostro completamente hinchado.
– La muerte de Christina ha sido una pérdida terrible -dijo-. Nunca hubiera habido Juegos Olímpicos en Estocolmo de no haber sido por ella.
Annika sacó el bloc y el bolígrafo y anotó. «¿Cómo es posible que todos digan siempre lo mismo de Christina Furhage?», se preguntó.
– ¿Cómo era personalmente? -preguntó Annika.
– Fantástica -contestó Helena Starke y miró al suelo-. Verdaderamente, era un ejemplo para todos nosotros. Activa, inteligente, fuerte, divertida… Podía con todo.
– Si he entendido bien, usted fue la última en verla con vida.
– Aparte del asesino. Sí, nos fuimos juntas de la fiesta. Christina estaba cansada y yo bastante borracha.
– ¿Adónde fueron?
Helena Starke se quedó petrificada.
– ¿Cómo que fueron? Nos separamos en el metro; yo me fui a casa y Christina cogió un taxi.
Annika frunció el entrecejo. Esto no lo había oído antes. No tenía ni idea de que Christina Furhage hubiera cogido un taxi después de medianoche. Entonces había alguien que había visto a la mujer con vida después de Helena Starke: el taxista.
– ¿Tenía Christina algún enemigo dentro de la organización de los Juegos Olímpicos?
Helena Starke sollozó.
– ¿Quién podría haber sido?
– Bueno, eso es lo que intento preguntar. Usted también trabaja en el comité organizador de los Juegos Olímpicos, ¿o no?
– Yo era la asistente personal de Christina -comunicó la mujer.
– ¿Quiere eso decir que era su secretaria?
– No, ella tenía tres secretarias. Podría decirse que yo era su mano derecha; pero creo que ahora debe irse.
Annika recogió sus cosas en silencio. Antes de irse se dio la vuelta y preguntó:
– Christina echó a una mujer joven del comité de los Juegos Olímpicos por tener una relación con uno de los jefes. ¿Cómo reaccionaron los empleados ante eso?
Helena Starke la miró fijamente.
– Ahora tiene que irse de aquí.
– Esta es mi tarjeta. Llame si tiene algo más que decir o criticar -recitó mecánicamente y dejó la tarjeta en la mesa del vestíbulo.
Observó que el teléfono sobre la mesa tenía un pedazo de papel con un número de teléfono; lo anotó rápidamente. Helena Starke no la acompañó hasta la puerta, de modo que Annika la cerró, silenciosamente, tras de sí.
Humanidad
Siempre he paseado mucho. Adoro la luz, el aire y el viento, las estrellas y el mar. He dado paseos tan largos que mi cuerpo, al final, comenzaba a marchar por sí mismo, apenas tocando el suelo, fundido con los elementos a mi alrededor, convertido en invisible júbilo. Otras veces mis piernas han contribuido a enfocar la existencia. En lugar de disolver la escena en torno a mí, la han encogido hasta un solo punto ennegrecido. He caminado por las calles concentrada en mi cuerpo, he dejado que las sacudidas de los tacones se propagasen por las extremidades. A cada paso resonaba la pregunta: ¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que me convierte en yo?
Mientras aquella pregunta fue importante para mí, yo vivía en una ciudad azotada continuamente por el viento. Por cualquier camino que tomara, siempre tenía la ventisca de frente. El viento de lluvia era tan fuerte que a veces perdía el aliento. Mientras la humedad me llegaba al tuétano yo iba, pasito a paso, a través de la carne y la sangre, intentaba sentir en qué parte de mí se encontraba mi ser. No estaba ni en el talón, ni en las yemas de los dedos, ni en la rodilla, ni en el sexo, ni en el vientre. Mis conclusiones después de los largos paseos apenas pueden dudarse: en alguna parte detrás de mis ojos estoy yo, por encima del cuello pero debajo del cerebro, por encima de la boca y las orejas. Ahí existe lo que realmente soy. Ahí vivo. Ese es mi hogar.
En aquel tiempo mi apartamento era estrecho y oscuro, pero yo lo recuerdo interminable, imposible de colmar y conquistar. Estaba completamente ocupada en comprender quién era. Por las noches en la cama cerraba los ojos y sentía si era hombre o mujer. ¿Cómo iba a saberlo? Mi sexo palpitaba de una forma que no podía llevar más que al placer. Si no hubiera sabido cómo era no hubiera podido describirlo más que como pesado, profundo y palpitante. ¿Hombre o mujer, blanco o negro? Mi conciencia solo me podía explicar como ser humano.
Cuando abría los ojos, éstos eran alcanzados por los rayos electromagnéticos que llamamos luz. Interpretaban los colores de una forma que nunca podía estar segura de poder compartir con otras personas. Eso a lo que yo llamaba rojo y veía como cálido y palpitante quizá los otros lo veían de otra forma. Nos habíamos unido y habíamos aprendido nombres comunes, pero nuestras nociones quizá sean totalmente individuales.
Nunca podremos saberlo.
Lunes 20 de diciembre
Thomas abandonó el piso antes de que Annika y los niños se despertaran. Tenía gran cantidad de trabajo antes del fin de semana de Navidad. Esta semana se iban a turnar, a ser posible a las tres de la tarde. Por una parte, porque los niños estaban cansados y pachuchos por el invierno, pero también para hacer todos los preparativos navideños en casa. Annika había colgado la estrella típica de Navidad de cobre y había puesto unos candelabros eléctricos, pero eso era todo. Todavía no habían comenzado a comprar comida o regalos, a marinar el salmón, a asar el jamón, a buscar un árbol de Navidad, por no hablar de la limpieza: con eso llevaban medio año de retraso. Annika quería contratar a una asistenta polaca, como tenía Anne Snapphane, pero él se negaba. Por Dios, él no podía ser dirigente del sindicato de trabajadores municipales sueco y al mismo tiempo contratar mano de obra ilegal. Ella lo comprendía, pero no limpiaba.
Exhaló un profundo suspiro y salió al aguanieve. Este año las fiestas de Navidad caían mal para los trabajadores. Nochebuena en viernes y semana normal de trabajo los días intermedios. En realidad él debería apreciarlo, estaba del lado de los empresarios. Sin embargo, volvió a suspirar a causa de sus problemas privados cuando cruzó Hantverkargatan con la vista puesta en la parada del 48, al otro lado de la Kungsholmstorg. Le dolía un poco la rabadilla; solía pasarle cuando había dormido en una postura rara. Por la mañana Kalle había dormido en su cama, con los pies contra su espalda. Retorció el cuerpo de un lado a otro, como un boxeador, para entonar los músculos entumecidos.
El autobús tardó una eternidad en llegar. Pudo mojarse y enfriarse antes de rodar sobre el lodo frente a la ventana del banco. Odiaba ir en autobús, pero las otras opciones eran aún peores. Ciertamente tenía el metro a la vuelta de la esquina, pero era la línea azul, que estaba a mitad de camino del infierno. Se tardaba más en bajar a través de todas las galerías hasta el andén que caminar por la calle hasta Centralem. Después había que cambiar de tren tras sólo una estación. Nuevas galerías, pasillos con cintas transportadoras y ascensores llenos de orina. Finalmente había que tomar el metro hasta Slussen, vagones empañados y centenares de codos de viajeros leyendo el Metro. El coche estaba descartado. Hace tiempo tenía el Toyota Corolla en la ciudad, pero cuando las multas de tráfico comenzaron a superar al recibo de la guardería, Annika aprovechó la oportunidad y él tuvo que dejarlo. Ahora se oxidaba bajo una lona en casa de sus padres, en Vaxholm. Él quería comprar una casa o un adosado en las afueras, pero Annika se negaba. Adoraba su carísimo apartamento alquilado.
El autobús estaba completamente lleno y tuvo que permanecer de pie, apretado entre los cochecitos de niños. En la Tegelbacken consiguió asiento, al fondo, sobre la rueda trasera, pero no le importó. Acomodó las piernas y miró de reojo hacia Rosenbad cuando el autobús pasó por delante. No pudo evitar preguntarse cómo sería trabajar ahí. ¿Y por qué no? Su carrera, de jefe de administración de la oficina social de Vaxholm a directivo del sindicato, había sido rápida. No quería reconocer que Annika y su trabajo le habían ayudado. Si las cosas seguían así, quizá podría trabajar en el Parlamento o en algún ministerio antes de cumplir los cuarenta.