El vehículo rugió al pasar junto a Strömsborg y Riddarhuset. Se sentía impaciente e inquieto, pero no quiso admitir que se debía a Annika. Apenas había cruzado palabra con ella durante el fin de semana. La noche anterior pensó que estaba de camino a casa pues ella no había contestado al teléfono del periódico. Se había puesto a hacer sándwiches calientes y té para recibirla. Se había comido los sándwiches, una membrana cubría la superficie del té de ella y él se había leído el Time y el Newsweek antes de oírla en el vestíbulo. Cuando por fin se precipitó a través de la puerta de doble hoja, se la encontró con el auricular en el oído, hablando con alguien del periódico.
– Hola, ¡vaya, cuánto trabajas! -exclamó y se dirigió hacia ella.
– Te llamo desde otro teléfono -anunció ella, acabó la conversación y pasó ante él haciéndole una caricia en la mejilla. Se fue directamente a su escritorio, dejó que la ropa de abrigo cayera en un montón a sus pies y llamó al periódico inmediatamente. Habló de la carrera de un taxi que había que controlar con la policía mientras Thomas notaba que la irritación crecía dentro de él hasta convertirse en una bomba atómica. Cuando ella colgó, se quedó de pie, apoyada en la mesa durante un momento, como si estuviera mareada.
– Perdona que llegue tan tarde -había dicho, en voz baja, sin mirarle-. Tuve que pasar por Södermalm para hacer una entrevista de camino a casa.
Él no respondió; se quedó con los brazos colgando mirando su espalda. Ella se tambaleó ligeramente; parecía estar totalmente agotada.
– No te mates a trabajar -había comentado, con más sequedad de la deseada.
– No, lo sé -respondió ella, dejó la ropa sobre la mesa y se fue al cuarto de baño. El se fue al dormitorio y quitó la colcha mientras escuchaba el salpicar del agua y la oía lavarse los dientes. Cuando ella se acostó, simuló dormir, y ella no notó que disimulaba. Le había besado en el cuello y había pasado la mano por su pelo; después se quedó dormida como un tronco. Él permaneció despierto mucho tiempo, escuchando los coches en la calle y su suave respiración.
Se bajó en Slussen y caminó las últimas manzanas hasta su lugar de trabajo en Hornsgatan. Un viento húmedo venía desde la ensenada y un vendedor madrugador ya había colocado su puesto de tomates de rama frente a la entrada del metro.
– ¿Un glögg de mañanita, señor? -dijo el tendero y le alargó a Thomas una humeante tacita de glögg sin alcohol al pasar.
– Sí, ¿por qué no? -respondió Thomas y sacó un billete del bolsillo de la chaqueta-. Y déme una galleta de especias, un corazón, el más grande que tenga, por favor.
– Mamá, ¿me puedo montar yo también? -preguntó Kalle y se subió al cochecito tan bruscamente que casi lo volcó. Annika consiguió asegurarlo en el último momento.
– No, creo que hoy pasamos de cochecito, está muy embarrado.
– ¡Pero yo quiero el cochecito mamá! -dijo Ellen.
Annika volvió al ascensor, sacó a la niña, corrió la reja y cerró la puerta. Se puso en cuclillas sobre la alfombra de la escalera y abrazó a Ellen. Sentía el mono de plástico brillante frío contra su mejilla.
– Hoy podemos coger el autobús, y yo te llevo en brazos. ¿Quieres?
La niña asintió, le paso los brazos por el cuello y la abrazó con fuerza.
– Pero, mamá, ¡hoy quiero estar contigo!
– Ya lo sé, pero no es posible, tengo que trabajar. Aunque el viernes estaré libre, porque, ¿sabes qué día es el viernes?
– Nochebuena, Nochebuena -gritó Kalle. Annika se rió.
– Sí, en efecto. ¿Sabéis cuántos días faltan?
– Tres semanas -dijo Ellen y enseñó tres dedos.
– ¡Tonta! -respondió Kalle-. Quedan cuatro días.
– No se dice tonta, pero tienes razón, quedan cuatro días. ¿Dónde tienes los guantes, Ellen? ¿Nos los hemos olvidado? No, aquí están…
En la calle el lodo se había transformado en agua. Lloviznaba un poco y el mundo era completamente gris. Cargaba a la niña en el brazo izquierdo y le daba la mano derecha a Kalle. El bolso le golpeaba la espalda a cada paso.
– Hueles muy bien, mamá -dijo Ellen.
Subió por Scheelegatan y cogió el autobús 40 frente al Indian Curry House; tras dos paradas, se bajaron junto al blanco complejo de los años ochenta donde Radio Estocolmo tenía sus locales. La guardería de los niños estaba en el tercer piso. Kalle había ido ahí desde que tenía quince meses, Ellen desde que apenas tenía un año. Cuando hablaba con otros padres se daba cuenta de que había tenido mucha suerte: el personal estaba preparado y era competente, la responsable se comprometía y la mitad de los profesores eran hombres.
El vestíbulo era estrecho y desordenado, la grava y la nieve habían formado un pequeño montículo junto a la puerta. Los niños chillaban y los mayores amonestaban.
– ¿Puedo quedarme a la reunión? -preguntó Annika y alguien del personal asintió.
Los niños se sentaban en la misma mesa durante las comidas. A pesar de que en casa solían pelearse, en la guardería eran muy amigos. Kalle protegía a su hermana pequeña. Annika se sentó con Ellen en sus rodillas durante el desayuno y tomó una rebanada de pan de centeno y una taza de café para participar.
– Vamos a ir de excursión el miércoles, así que hay que traer una bolsa de comida -informó uno de los profesores y Annika asintió.
Después del desayuno se reunieron en los cojines, pasaron lista y cantaron. Unos cuantos niños ya estaban de vacaciones, pero los que quedaban cantaron los clásicos Soy un pequeño conejo, Pirata Fabbe y Una casa al final del bosque. Luego se habló un poco de las Navidades y para acabar cantaron tipp-tapp.
– Ahora tengo que irme -dijo Annika al salir y Ellen comenzó a llorar, Kalle se agarró a su brazo.
– Quiero estar contigo, mamá -gimoteaba Ellen.
– Hoy papá os recogerá temprano, después del almuerzo -explicó Annika resuelta e intentó desasirse de los brazos de los niños-. Os lo vais a pasar bien. Cuando lleguéis a casa la podéis decorar; quizá compremos un abeto de Navidad. ¿Queréis?
– ¡Sííí! -exclamaron Kalle y Ellen al unísono, como un pequeño eco.
– ¡Hasta luego! -dijo ella y se apresuró a cerrar la puerta en las naricitas de los niños. Se quedó un momento detrás de la puerta e intentó escuchar si había alguna reacción dentro. No oyó nada. Suspiró y abrió la puerta de las escaleras.
Cogió el 56 junto al edificio Trygg Hansa y no llegó a la redacción hasta las diez y media.
La redacción estaba llena de gente que parloteaba. Por alguna razón, Annika no se acostumbraba. Para ella, el ambiente normal de la redacción era el de los fines de semana y las noches, cuando sólo había algunas personas concentradas bajo el zumbido de los ordenadores y el sonido persistente de algunos teléfonos en la gran sala. Ahora había cerca de noventa personas. Cogió un paquete con todos los periódicos y navegó hacia su despacho.
– ¡Buen trabajo, Annika! -no acertó a oír quién se dirigía a ella, pero agitó la mano por encima de la cabeza en señal de agradecimiento.
Eva-Britt Qvist estaba sentada tecleando en el ordenador.
– Nils Langeby se ha tomado el día libre -dijo sin levantar la vista.
Así que todavía está enfadada. Annika colgó sus cosas en el despacho, salió a coger una taza de café de la máquina y se dio una vuelta por el casillero de correo. Estaba hasta arriba. Resopló en voz alta y buscó una papelera donde tirar el café; nunca conseguiría llevar el correo y el café sin derramarlo.