Sorteó los coches y la gente hasta alcanzar las barreras. No era ningún bloqueo policial. Por éstos sentía respeto. No redujo la marcha cuando saltó las barreras y comenzó a correr por el otro lado. No escuchó los gritos airados a su espalda sino que miró de frente a la gran construcción. Había conducido por aquí muchísimas veces y siempre le fascinaba el enorme trabajo arquitectónico. El estadio Victoria estaba construido en la misma montaña, un vaciado de la pista de esquí de Hammarby. Por supuesto los ecologistas habían puesto el grito en el cielo; lo hacían siempre que había que cortar un árbol. El cinturón Sur continuaba directo a la montaña y bajo el mismo estadio, pero ahora la entrada estaba taponada por grandes bloques de hormigón y unos cuantos coches de bomberos. Las luces giratorias rojas y amarillas del techo de los coches relucían en el resbaladizo asfalto. El graderío norte caía sobre la entrada del túnel como una gran seta, pero ahora estaba desgarrado. La bomba debió estallar justo ahí. La forma circular se abría, destrozada y erizada, bajo el cielo nocturno. Continuó corriendo, pero se dio cuenta de que quizá no llegaría mucho más lejos.
– Oye tú, ¿adónde vas? -gritó un bombero.
– Arriba -contestó ella.
– ¡Está acordonado! -voceó el hombre.
– No me digas -replicó ella-. ¡Cógeme si puedes!
Continuó de frente y luego giró hacia la izquierda. El canal de Sickla estaba congelado a sus pies. Más adelante, al otro lado del hielo, había una especie de soporte de hormigón. Ahí se encaramó a la barandilla y saltó, una caída de un metro. El bolso se desplomó contra su espalda cuando aterrizó.
Se detuvo un momento y miró a su alrededor. Había estado en el estadio dos veces antes, en una presentación a la prensa el verano pasado y un domingo por la tarde, en otoño, con Anne Snapphane. A su derecha estaba lo que sería la villa olímpica, los apartamentos a medio construir de Hammarby, ciudad lago, donde los atletas vivirían durante las olimpiadas. Las ventanas se abrían negras; todos los cristales del barrio entero parecían haber volado. Enfrente se divisaba una zona de entrenamiento en la oscuridad. A su izquierda se alzaba una pared de hormigón de diez metros de altura. Sobre ella estaba la explanada con la entrada principal al estadio.
Comenzó a correr por el camino, intentando reconocer los sonidos que oía: una sirena a lo lejos, voces lejanas, el silbido de una manguera de agua o quizá un gran ventilador. Las luces rojas de los coches de los bomberos bailaban sobre la pared. Dobló al final y comenzó a subir las escaleras corriendo hacia la entrada al mismo tiempo que un policía empezaba a desenrollar su cinta blanca y azul.
– ¡Vamos a acordonar esto! -gritó.
– Mi fotógrafo está ahí arriba -gritó Annika-. Sólo voy a buscarlo.
El policía la dejó pasar.
«¡Diablos, espero no haber mentido!», pensó ella.
La escalera tenía tres rellanos igual de largos. Cuando llegó arriba jadeó sin querer. Toda la explanada estaba llena de destellantes coches de bomberos y gente corriendo. Dos de los pilares que sostenían la gradería norte se habían desplomado y yacían destrozados sobre el suelo. Había sillas verdes retorcidas por todas partes. Un equipo de televisión acababa de llegar; Annika vio a un reportero del periódico de la competencia y a tres fotógrafos freelance. Miró hacia arriba y vio el agujero de la bomba. Cinco helicópteros sobrevolaban la escena; por lo menos dos eran de los medios.
– ¡Annika!
Era Johan Henriksson el fotógrafo del Kvällspressen, un fotógrafo en prácticas de veintitrés años que antes trabajaba en un periódico local de Östersund. Tenía talento y ambición, dos cualidades de las cuales la última era la más importante. Venía corriendo con dos cámaras bailándole sobre el pecho y la bolsa de las cámaras oscilando sobre el hombro.
– ¿Qué has conseguido? -preguntó Annika y sacó el bloc y el lápiz.
– Llegué medio minuto después que los bomberos. Conseguí fotografiar una ambulancia que se llevaba a un taxista que tenía un corte. Los bomberos tuvieron problemas para llevar agua a la gradería, acabaron metiendo una escalera de bomberos en el mismo estadio. He sacado fotos de los coches de bomberos desde afuera, pero no he conseguido entrar en el estadio. Hace un par de minutos sucedió algo, los polis comenzaron a correr como locos, creo que ha pasado algo.
– O han encontrado algo -dijo Annika y se guardó el bloc. Con el lápiz como una especie de testigo comenzó a andar deprisa hacia la lejana entrada. Si no recordaba mal, se encontraba un poco más arriba a la derecha, bajo la gradería derruida. Nadie la detuvo en su marcha a través de la explanada, el caos era demasiado grande. Sorteó los pedazos de hormigón, los hierros retorcidos del armazón y las sillas verdes de plástico. Una escalera de tres rellanos conducía a la entrada; subió y llegó sin aliento. La policía había tenido tiempo de poner un cordón justo delante de la puerta, pero no importaba. No necesitaba ver más. La puerta parecía estar cerrada y sin daños. El estadio olímpico no era una excepción a la costumbre de las empresas de seguridad suecas; sobre sus puertas exteriores estaban colocadas las pegatinas que ponían en los edificios que tenían que vigilar. Annika sacó de nuevo su bloc y garabateó el nombre y el número de teléfono.
– Por favor abandonen la zona. ¡Peligro de derrumbamiento! Repito…
Un coche de policía se deslizaba lentamente por la explanada con el equipo de megafonía encendido. La gente se retiraba con rapidez más abajo, hacia la zona de entrenamiento y la villa olímpica. Annika se movió lentamente a lo largo de la valla exterior del estadio y de esa manera evitó tener que bajar de nuevo a la explanada. Siguió la rampa que acababa en una curva a la izquierda y que continuaba a lo largo de toda la construcción. Había más entradas, quería echarles una ojeada a todas. Ninguna estaba dañada o abierta.
– Disculpe señora, tiene que irse.
Un joven policía le puso la mano en el hombro.
– ¿Quién está al mando? -preguntó y enseñó el carnet de prensa.
– Está ocupado. Ahora tiene que irse. Tenemos que evacuar la zona.
El policía intentó sacarla de allí, estaba visiblemente agotado. Annika se soltó y se detuvo justo delante de él. Se arriesgó:
– ¿Qué han encontrado en el estadio?
El policía se pasó la lengua por los labios.
– No lo sé con seguridad, y tampoco lo puedo contar -dijo.
«¡Bingo!»
– ¿Quién me lo puede contar y cuándo?
– No lo sé, llame al inspector de guardia. ¡Pero ahora tiene que irse!
La policía acordonó la zona hasta el área de entrenamiento, a cien metros del estadio. Annika y Henriksson estaban radiantes de alegría junto al edificio que ocuparían los restaurantes y los cines. Un centro de prensa provisional comenzó a formarse donde la acera era más ancha, delante de la oficina de Correos. Llegaban nuevos periodistas sin cesar, muchos se paseaban, sonreían y saludaban a los colegas. A Annika le resultaban embarazosas las habituales palmadas en la espalda. Se retiró y se llevó al fotógrafo.
– ¿Tienes que volver al periódico? -preguntó-. Hay que prepararse para la primera edición.
– No, ya he mandado mis carretes con los freelance. No tengo prisa.
– Bien. Presiento que van a ocurrir cosas.
La unidad móvil de uno de los canales de televisión circulaba a su lado. Ellos se fueron en dirección contraria, pasaron el banco y la farmacia y bajaron hacia el canal. Annika se detuvo y miró hacia el estadio. Los coches de policía y de bomberos seguían en la explanada. ¿Qué estaban haciendo? Venteaba gélidamente desde el agua; más a lo lejos, en el lago Hammarby, relucía un surco abierto como una herida negra sobre el hielo. Dio la espalda al viento y se calentó la nariz con los guantes. A través de los dedos vio llegar de repente dos coches blancos por el puente peatonal de Södermalm. ¡Diablos, era una ambulancia! ¡Y un coche médico! Miró el reloj, casi las cuatro y media. Faltaban tres horas para llamar a su contacto. Se colocó el audífono e intentó hablar con el inspector de guardia. Comunicaba. Llamó a Jansson, tecla 1.