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– Dentro de poco tendrá una aureola -susurró Annika.

Por lo demás, los periódicos no tenían nada nuevo. Se tardaba una eternidad en hojearlos, todos estaban llenos de anuncios. Noviembre y diciembre son los mejores meses con diferencia, económicamente hablando, para la prensa diaria sueca; enero y julio los peores.

Se fue al aseo de mujeres a orinar café y quitarse la tinta de imprenta de las manos. No le divirtió encontrarse con su propia cara en el espejo. No había tenido fuerzas para lavarse el pelo por la mañana y se lo había recogido con una pinza en la nuca. Ahora estaba aplastado y con greñas, repartido en surcos marrones. Tenía bolsas oscuras debajo de los ojos y ligeros eczemas rojos por el estrés en las mejillas. Buscó en los bolsillos una crema para ocultar las marcas, pero no encontró ninguna.

Eva-Britt Qvist se había ido a comer, su ordenador estaba apagado. Eva-Britt siempre lo apagaba cuando abandonaba su mesa; tenía pavor de que alguien mandara información falsa desde su correo interno. Annika entró en su despacho y se aplicó crema hidratante en el eczema, luego se dio una vuelta por la redacción. ¿Qué necesitaba saber? ¿Qué debería controlar? Se fue a corrección, donde estaban los libros de consulta, buscó al azar «jefa de los Juegos» en la Enciclopedia Nacional; Christina Furhage, nacida Faltin, hija única de una buena y humilde familia, creció en parte con unos parientes en el alto Norrland, desarrolló su carrera en la banca, trabajó duro en la candidatura de Estocolmo a los Juegos Olímpicos, directora general del comité organizador. Casada con el industrial Bertil Milander. No había más.

Annika levantó la vista. El dato de que Christina se había llamado Faltin era nuevo para ella. ¿De dónde venía el apellido Furhage? Bajó la mirada al nombre siguiente, Carl Furhage, nacido a finales del siglo XIX en una familia de terratenientes de Härnösand, director de la industria maderera. Casado en terceras nupcias con Dorotea Adelcrona. Se había asegurado pasar a la posteridad y conseguir un sitio en la EN creando una buena beca para jóvenes que quisieran estudiar silvicultura. Fallecido en los años sesenta.

Annika cerró el libro de golpe. Se dirigió apresuradamente al ordenador y escribió las palabras Carl y Furhage. Siete aciertos. Desde que el archivo se había informatizado a comienzos de los años noventa se había escrito sobre este hombre en siete ocasiones. Annika pulsó F6, «mostrar» y silbó. No era poco dinero, cada año se repartía un cuarto de millón de coronas. No había nada más sobre Carl Furhage.

Salió del programa, cogió su tarjeta de acceso y se dirigió a la salida de emergencia junto a la redacción de deportes.

Una empinada escalera la condujo dos pisos por debajo del edificio; cruzó otra puerta para la que necesitó la tarjeta y el código de acceso. Luego se encontró dentro de una larga galería con suelo de linóleo gris desgastado y el techo con sibilantes tubos fluorescentes. Al final del pasillo se encontraba el archivo de artículos y fotografía del periódico, protegido contra incendios por puertas dobles de acero. Entró y saludó a los empleados, encorvados sobre sus ordenadores. Los armarios de acero gris, donde se archivaba todo lo que se había escrito en el Kvällspressen y el Fina Morgontidningen desde mil ochocientos, llenaban la enorme sala. Avanzó lentamente entre los armarios. Llegó al departamento de personas y leyó A-Ac, Ad-Af, Ag-Ak, pasó de largo algunos armarios y llegó a Fu. Tiró de un gran cajón, que se abrió con increíble facilidad. Hojeó hasta Furhage, Christina, pero no había un Furhage Carl. Suspiró. Ningún acierto.

– Si buscas recortes de Furhage, ya se lo han llevado casi todo -dijo alguien a su espalda.

Era el encargado del archivo, un hombrecito increíblemente competente, con ideas bien definidas con respecto a las palabras de referencia para ordenar los archivos.

Annika sonrió.

– No, estaba buscando a otro Furhage, director Carl Furhage.

– ¿Hemos escrito sobre él?

– Sí, creó una beca. Tenía que ser muy rico.

– ¿Está muerto?

– Sí, murió en los sesenta.

– Entonces quizá no se encuentre bajo su nombre. El recorte seguro que lo tenemos, pero puede estar colocado en otro departamento. ¿Dónde crees tú que podríamos mirar?

– Ni idea. ¿Becas, quizá?

El jefe del archivo pareció reflexionar.

– Ahí hay mucho material. ¿Lo necesitas hoy?

Annika suspiró mientras hacía ademán de marcharse.

– No, en realidad no. Era sólo una corazonada. Gracias de cualquier…

– ¿Podríamos tener una foto de él?

Annika se detuvo.

– Sí, quizá, en alguna conmemoración o algo. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque entonces, todavía está en el archivo fotográfico.

Annika se dirigió rápidamente al otro lado de la sala. Encontró el cajón y ojeó hasta Furhage. El sobre de Christina ocupaba casi todo el cajón, pero justo detrás había un sobre din-A5. Estaba viejo y raído, el texto era borroso: Furhage, Carl, director. Annika se llenó de polvo al sacarlo. Se sentó en el suelo y vació el contenido. En el interior había cuatro fotografías. Dos de ellas eran pequeños retratos en blanco y negro de un hombre de aspecto severo, pelo ralo y barbilla decidida, Carl Furhage, cincuenta años, y Carl Furhage, setenta años. La tercera foto era de la boda de un envejecido director y una señora mayor, Dorotea Adelcrona. La cuarta foto era la más grande de todas. Había quedado boca abajo, Annika le dio la vuelta y sintió que el corazón le daba un vuelco. El pie de foto estaba pegado debajo de la fotografía: «El director Carl Furhage, que hoy cumple 60 años, con su mujer Christina y su hijo Olof». Annika leyó la nota dos veces antes de creer lo que veía. Ésta era sin duda Christina Furhage, una Christina muy joven. No podía tener más de veinte años. Estaba muy delgada y tenía el pelo recogido en un peinado de señora nada favorecedor. Vestía un traje oscuro con una falda que le llegaba hasta la rodilla. Miraba tímidamente a la cámara e intentaba sonreír. En sus rodillas estaba sentado un encantador niño de dos años con el pelo rubio y rizado. El pequeño tenía un jersey blanco, pantalones cortos hasta la rodilla, tirantes y una manzana en las manos. El director estaba detrás del sofá con mirada decidida y la mano protectora sobre el hombro de su joven esposa. Toda la foto era extremadamente rígida y retocada y exhalaba más un aire de fin de siglo que de los años cincuenta, época en la que debió de ser tomada. No había leído ni una línea sobre el matrimonio de Christina con el director, y menos aún que hubiera tenido un hijo. ¡Tenía dos hijos! Annika dejó que la foto se posara entre sus rodillas. No sabía cómo o por qué, pero de alguna manera se dio cuenta de que esto era decisivo. Un hijo no podía desaparecer. Este hijo estaba en algún lugar y seguro que podría contar alguna que otra cosa sobre «mamá Christina».

Guardó las fotografías en el sobre, se levantó y se encaminó hacia el jefe del archivo.

– Quiero llevarme esto -anunció.

– Okey. Firma aquí -respondió sin levantar la vista.

Annika firmó y regresó por la galería hacia su despacho. Tenía la impresión de que le esperaba una tarde muy larga.

El comunicado de prensa sobre el cese de Evert Danielsson se envió a la agencia de noticias a las once y media. Después pasó a las diferentes redacciones a través del departamento de prensa del comité de los Juegos, primero a los periódicos de la mañana y a la televisión, luego a la radio, prensa de la tarde y los grandes periódicos de provincias, en escala decreciente. Danielsson no era una figura central en los Juegos, así que los redactores del país no se lanzaron directamente sobre la noticia. Apenas cincuenta minutos después de que el comunicado de prensa aterrizara en TT en la Kungsholmstorg, se emitió un corto telegrama que explicaba que el jefe del comité de los Juegos dejaba su actual puesto para dedicarse a trabajar en las consecuencias de la desaparición de Christina Furhage.