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Evert Danielsson estaba sentado en su despacho mientras los faxes traqueteaban. Podría conservar el despacho hasta que se estableciesen sus nuevas funciones. La angustia golpeaba como un martillo el interior de su frente. No podía concentrarse para poder leer una línea completa de un informe o un periódico. Esperaba el ataque de los lobos, el comienzo de la batida. Ahora era una presa fácil, los carroñeros comenzarían a mordisquear. Estaba sorprendido de que el teléfono no sonara.

Se había imaginado que en cierta manera la situación sería la misma que después de la muerte de Christina, que todos los teléfonos de la oficina sonarían al mismo tiempo, sin descanso. Pero no sonaban. Una hora después de haber salido el comunicado de prensa llamó el Fina Morgontidningen para pedirle un comentario. Notó que su voz era completamente normal cuando dijo que veía esto como un ascenso y que alguien tenía que arreglar el caos que la muerte de Christina Furhage había ocasionado. Con eso el periodista que llamaba se dio por satisfecho. La secretaria entró lloriqueando y preguntó si podía traerle algo. ¿Un café? ¿Una galletita? ¿O quizá una ensalada? Él dio las gracias, pero no aceptó, ya que se sentía incapaz de tragar cualquier cosa. Se agarró al borde de la mesa y esperó la siguiente llamada.

Annika se dirigía al restaurante a comer algo cuando Ingvar Johansson se le acercó con un papel en la mano.

– ¿No es uno de tus chicos? -dijo y le alargó a Annika el comunicado de prensa del comité de los Juegos. Ella lo cogió y leyó las dos líneas.

– Eso de que es uno de mis chicos es una exageración -respondió-. Simplemente ha contestado al teléfono cuando he llamado. ¿Por qué? ¿Crees que debemos hacer algo con esto?

– No sé, pensé que podría serte útil.

Annika dobló el papel.

– Seguro. ¿Ocurre algo más?

– En tu sección, no -informó y se fue.

«¡Cabrón!», pensó Annika. Cambió de idea y fue a la cafetería. No tenía hambre. Se compró una ensalada de patata y un mosto de Navidad y volvió a su despacho, se comió toda la ensalada en cuatro minutos y luego regresó a la cafetería y pidió otro mosto. Mientras lo bebía, llamó al comité de los Juegos y pidió que le pusieran con Evert Danielsson. El hombre parecía ausente. Dijo que veía el cambio de tareas como un ascenso.

– ¿Qué va a hacer, entonces?

– No está decidido del todo -respondió Evert Danielsson.

– ¿Por qué está tan seguro de que es un ascenso?

El hombre del auricular enmudeció.

– Pues… no lo veo como un despido -informó.

– ¿Le han despedido?

Evert Danielsson reflexionó.

– Depende de cómo se mire.

– Vaya. ¿Se ha despedido?

– No, no lo he hecho.

– ¿Entonces quién tomó la decisión de cambiarle de trabajo? ¿La junta?

– Sí, necesitaban a alguien que arreglara el caos ocasionado…

– ¿No lo puede hacer siendo jefe del comité?

– E… supongo que sí.

– Por otra parte, ¿sabía que Christina Furhage tiene un hijo?

– ¿Un hijo? -preguntó desconcertado-. No, tiene una hija, Lena.

– No, también tiene un hijo. ¿Sabe dónde está?

– Ni idea. ¿Un hijo, dice? Nunca lo había oído.

Annika pensó un momento.

– Okey -dijo ella luego-. ¿Sabe quién era el jefe que tuvo una relación con una mujer que fue expulsada del comité de los Juegos Olímpicos hace siete años?

A Evert Danielsson se le iba cayendo la mandíbula a medida que avanzaba la conversación.

– ¿De dónde ha sacado eso? -preguntó cuando se recompuso.

– De una noticia en el periódico. ¿Sabe quién era?

– Sí. Lo sé. ¿Por qué?

– ¿Qué pasó?

Él pensó un momento, después dijo:

– ¿Qué quiere saber?

– No lo sé -contestó Annika y a Evert Danielsson le pareció totalmente sincera-. Quiero saber si tiene algo que ver.

Annika se quedó sorprendida cuando Evert Danielsson le pidió que fuera a las oficinas del comité de los Juegos para poder hablar.

Berit y Patrik todavía no habían llegado a la redacción cuando Annika se fue a Hammarbyhamnen.

– Me puedes localizar a través del móvil -informó a Ingvar Johansson, quien asintió con brevedad.

Tomó un taxi y lo pagó con la tarjeta de crédito. El tiempo era endiabladamente malo. La lluvia había disuelto toda la nieve y había dejado el suelo en un estado entre barrizal y pantano. Södra Hammarbyhamnen era verdaderamente una zona triste de la ciudad, con la villa olímpica medio vacía y a medio construir, las aburridas oficinas de los Juegos y el estadio destrozado. Aquí el barro flotaba libremente, pues las plantas de verano no habían arraigado. Esquivó los peores charcos, pero no pudo evitar mancharse los pantalones de barro.

La recepción del comité era espaciosa, pero los despachos eran increíblemente pequeños, simples y sencillos, pensó Annika. Los comparó con el único edificio administrativo que realmente conocía bien, la sede del sindicato, donde trabajaba Thomas. Sus locales eran más bonitos y más funcionales. En comparación las oficinas del comité de los Juegos eran casi espartanas; paredes blancas, suelos de plástico, tubos fluorescentes en el techo, librerías de conglomerado blanco, escritorios que podrían ser de IKEA.

El despacho de Evert Danielsson estaba en medio de un pasillo. La habitación no era mucho más grande que las de los administrativos, lo que a Annika le pareció extraño. Un sofá muy usado, escritorio y estanterías, eso era todo. Ella pensaba que los jefes del comité tenían muebles de caoba y bellas vistas.

– ¿Qué le hace pensar que Christina tenía un hijo? -preguntó Evert Danielsson y le indicó el sofá.

– Gracias -dijo Annika y se sentó-. Tengo una foto de él.

Se quitó el abrigo pero no se decidió a sacar el bloc y el bolígrafo. En cambio, estudió al hombre que tenía enfrente. Se había sentado en su escritorio y se agarraba a él con una mano; era un poco raro. Tenía cerca de cincuenta años, espeso pelo gris y buena apariencia. Pero mostraba unos ojos cansados, así como una mueca de tristeza en la boca.

– Debo decirle que dudo de sus datos -dijo él.

Annika sacó de su bolso una copia en papel de la foto familiar de Furhage. El original lo había devuelto al archivo, ya que no podía salir del edificio, pero ahora era fácil escanear una foto y sacar una copia en unos minutos. Le alargó la foto a Evert Danielsson y éste la estudió con creciente sorpresa.

– ¡De lo que uno se entera! -dijo-. No tenía ni idea de esto.

– ¿De quién? ¿Del marido o del hijo?

– En realidad, de ninguno de los dos. Christina no solía hablar de su vida privada.

Annika esperó en silencio a que el hombre continuara. No comprendía muy bien por qué le había pedido que viniera. Él se mostró algo inquieto al decir:

– Preguntó sobre la secretaria despedida.

– Sí, vi una noticia en el archivo. Pero no constaba que fuera secretaria o que fuera despedida, sólo que trabajaba aquí y tuvo que dejarlo.

Evert Danielsson asintió.

– Christina lo quiso así. Tenía que parecer legal. Pero Sara era una secretaria excelente, y hubiera continuado a no ser por…

El hombre calló.

– Existe una regla dentro de la organización de los Juegos Olímpicos que dice que dos empleados del mismo lugar de trabajo no pueden tener una relación sentimental -continuó-. Christina era tajante en esto. Decía que distraía en el trabajo, perturbaba la concentración, quebraba las lealtades, exponía a los otros empleados a un estrés innecesario y les obligaba a tener una atención especial.

– ¿Quién era el hombre?

Evert Danielsson suspiró.

– Era yo.