Annika arqueó las cejas.
– ¿Quién instituyó esa regla?
– Christina. Era general y regía para todos.
– ¿Todavía?
Evert Danielsson soltó la mesa.
– En realidad no sé si sigue vigente. Pero una cosa es segura, a mí ya me tiene sin cuidado.
Se llevó las manos a la cara y un sollozo le recorrió el cuerpo. Annika esperó en silencio a que el hombre se recompusiera.
– Quería a Sara de verdad, pero entonces estaba casado -dijo por fin y posó una mano sobre la rodilla; la otra volvió a agarrar el escritorio. No había lágrimas en sus ojos, pero estaban algo enrojecidos.
– ¿Ya no la quiere?
Se rió.
– No. Alguien le contó lo de Sara a mi mujer, y Sara se distanció de mí cuando no pude impedir su despido. Así que me quedé sin nada; sin mujer, sin hijos y sin mi gran amor.
Se quedó en silencio un momento y luego continuó, casi hablando para sí mismo:
– A veces me pregunto si me sedujo porque creía que la ayudaría en su carrera, y cuando vio que no sería así me dejó tirado.
Volvió a reírse, pero era una risa amarga.
– Entonces, quizá fuera mejor así -añadió Annika.
Él levantó la mirada.
– Sí, tiene razón. ¿Pero qué va a hacer con esto? ¿Va a escribir algo?
– Ahora no -respondió Annika-. Quizá nunca. ¿Le importaría si lo hiciera?
– No lo sé, depende de lo que escriba. ¿Qué busca en realidad?
– ¿Por qué quería verme?
Suspiró.
– Son muchas las cosas que se recuerdan un día como éste, muchos pensamientos y sentimientos, es algo caótico. He trabajado aquí desde el principio, son tantas las cosas que podría contar…
Annika esperó. El hombre miró al suelo; se perdió en su silencio.
– ¿Era Christina una buena jefa? -preguntó Annika finalmente.
– Ella era la razón de que yo estuviera aquí -informó Evert Danielsson y soltó el borde de la mesa-. Pero ahora ella ya no está y a mí me dan el pasaporte. Creo que ahora me iré a casa.
Se levantó y Annika le siguió. Ella se puso de nuevo el abrigo, pasó la correa del bolso por el hombro, le dio la mano y le agradeció el tiempo que le había dedicado.
– Una última cosa, ¿dónde está el despacho de Christina?
– ¿No lo ha visto? Justo a la entrada; la acompaño y se lo enseño.
Se puso el abrigo, se enrolló una bufanda alrededor del cuello, cogió el maletín y miró pensativo al escritorio.
– Hoy no necesito llevarme ni un solo papel.
Apagó la luz y salió de la habitación con el maletín vacío. Cerró con llave. Asomó la cabeza en el despacho contiguo y dijo:
– Me voy. Si alguien llama, remítete al comunicado de prensa.
Caminaron juntos por el blanco pasillo.
– Christina tenía unos cuantos despachos -informó-. Dos de sus secretarias están aquí.
– ¿Y Helena Starke? -preguntó Annika.
– Su «matona», bueno, está en el despacho contiguo al de Christina -respondió Evert Danielsson y torció en una esquina-. Aquí es.
La puerta estaba cerrada con llave; el hombre suspiró.
– No tengo ninguna llave -anunció-. Bueno, no es nada especial, una habitación que hace esquina, con ventanas a los dos lados, un gran escritorio con dos ordenadores, un grupo de sofás con una mesa larga…
– Me esperaba algo más pomposo -dijo Annika y recordó una foto de archivo en una fantástica habitación palaciega con escritorio estilo inglés, paredes de madera oscura y arañas de cristal en el techo.
– Aquí hacía el trabajo sucio. Tenía su oficina de representación en la ciudad, justo detrás de Rosenbad. Allí está su tercera secretaria, allí se celebraban todas las reuniones y negociaciones, recibía a la prensa y a diferentes visitas… ¿Quiere que la lleve a alguna parte?
– No gracias, he pensado visitar a una amiga en Lumahuset -contestó Annika.
– No puede ir andando por este barrizal -dijo Evert Danielsson-. La llevo hasta allí.
Tenía un coche de la empresa, un Volvo completamente nuevo -claro, Volvo era uno de los grandes patrocinadores- y abrió, blip-blip, con el mando a distancia. Acarició la pintura del techo antes de abrir la puerta. Annika se sentó en el asiento del copiloto, se abrochó el cinturón de seguridad y dijo:
– ¿Quién cree que la hizo volar?
Evert Danielsson puso el coche en marcha y aceleró con fuerza dos veces, metió con cuidado la marcha atrás y acarició el volante.
– Bueno -dijo-, lo que está claro es que hay mucha gente que tenía razones para hacerlo.
Annika se alertó.
– ¿Qué quiere decir?
El hombre no respondió sino que condujo en silencio el medio kilómetro hasta Lumahuset. Se detuvo junto a la verja del complejo.
– Quiero saberlo si escribe algo acerca de mí -informó.
Annika le dio su tarjeta de visita, le pidió que llamara si tenía algo nuevo, le dio las gracias por llevarla y salió.
– Una cosa es segura -se dijo, mientras las luces traseras del Volvo desaparecían en la bruma-, y es que esta historia es cada vez más complicada
Subió al canal de televisión donde trabajaba Anne Snapphane. Anne todavía estaba sentada editando y pareció alegrarse con la interrupción.
– Ahora acabo -dijo-. ¿Quieres un glögg?
– Bueno, no tengo prisa -respondió Annika-. Tengo que hacer unas llamadas.
– Siéntate en mi mesa. Sólo voy…
Annika fue al sitio de Anne Snapphane y tiró el abrigo sobre la mesa. Primero llamó a Berit.
– He hablado con el chófer privado -informó Berit-. Ya lo hizo con el Konkurrenten ayer, pero ha contado algo nuevo. Por ejemplo, ha confirmado que Christina llevaba el ordenador; el caso es que se le olvidó y tuvieron que volver a buscarlo. No hacía mucho que trabajaba para Christina, apenas dos meses. Había un movimiento de chóferes de mil diablos.
– Vaya -respondió Annika.
Oía a Berit pasar las hojas de un bloc.
– Me contó también que ella tenía mucho miedo de que la siguieran. Él nunca podía tomar el mismo camino del comité de los Juegos Olímpicos a su casa. También le obligaba a revisar el coche detenidamente cada día. Christina tenía miedo a las bombas.
– ¡Bravo!
– Y qué más… sí, tenía órdenes específicas de no dejar que la hija, Lena, se acercara al coche. Qué locura, ¿eh?
Annika suspiró ligeramente.
– Nuestra Christina parece que desarrolló una sólida paranoia. Aunque será un artículo sensacional… Christina tenía miedo a que la hicieran volar. Evidentemente, lo de la hija tendremos que censurarlo.
– Sí, claro. Ahora estoy detrás de la policía para que lo comenten.
– ¿Qué hace Patrik?
– Todavía no ha llegado, trabajó casi toda la noche. ¿Tú dónde estás?
– Estoy con Anne Snapphane, he estado hablando con Evert Danielsson. Le van a dejar de lado.
– ¿Despedido?
– No, en realidad no, él mismo no lo sabía. No es nada sobre lo que debamos escribir, ¿a quién le importa? No quiere ni llorar ni ir al ataque.
– ¿Qué te contó, entonces?
– No mucho. Sobre todo hablamos de que él fue quien tuvo la relación amorosa en el comité de los Juegos Olímpicos. Y me dio a entender que Christina tenía muchos enemigos.
– Vaya, vaya, lo que ahora se sabe -dijo Berit-. ¿Qué más hacemos?
– Christina estuvo casada y tuvo un hijo. Había pensado escudriñar un poco por ahí.
– ¿Un hijo? Yo escribí ayer su biografía y no tenía ninguno.
– Lo habrá ocultado. Me pregunto si tendrá más secretos en el armario…
Colgaron y Annika sacó el bloc. En la parte de atrás había escrito el número del teléfono de Helena Starke. Marcó las cifras, que empezaban por 702, como es habitual con las de Ringvägen, y esperó tener suerte.
Helena Starke había dormido muy mal y se había despertado varias veces a causa de horribles pesadillas. Cuando por fin se levantó y miró a través de la ventana fue a acostarse de nuevo. Llovía, una lluvia asquerosa que aniquilaba todos los colores del tráfico. El hedor del armario ya era insoportable; se puso unos vaqueros y bajó a la lavandería para reservar hora. Estaba todo lleno hasta después de año nuevo, lógico. Así que vació una de las lavadoras que estaban en marcha, metió toda la colada mojada en una cesta y fue a buscar la alfombra. La introdujo en la máquina, puso mucho detergente y salió apresuradamente. Luego se dio una larga ducha para eliminar el olor a vómito del pelo, por último fregó el armario y el suelo del recibidor. Pensó ir a buscar la alfombra pero desistió, era mejor esperar hasta la noche y dejar que las chismosas se calmaran.