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Anders Schyman pensó en la última opinión del experto en cifras. Entonces presentó al Lector, la imagen estándar del Lector medio del Kvällspressen. Hombre con gorra, cincuenta y cuatro años, que compra el periódico desde los veintitantos.

Todos los periódicos de la tarde tenían sus auténticos lectores fieles, esos que van hasta el fin del mundo para conseguir su periódico. Eran llamados Piel de Elefante y en el caso del Kvällspressen eran una raza en extinción; eso creía Anders Schyman.

La siguiente categoría de lectores era la llamada Lectores Fieles y se componía del grupo que compraba el periódico varias veces a la semana. Si esos Lectores Fieles dejaban de comprar el periódico una vez a la semana, las consecuencias sobre la tirada eran catastróficas. Así había comenzado la crisis hacía dos años. Ahora se buscaban nuevos grupos, de eso estaba seguro Anders Schyman, pero todavía no habían superado al Hombre de la Gorra. Todo era cuestión de tiempo, aunque para ese trabajo necesitaba personas en la dirección que pensaran de una forma nueva. No se podía continuar haciendo el periódico sólo para hombres mayores de cincuenta años. Anders Schyman tenía claro cómo debía actuar para cambiar este estado de cosas.

Annika estaba algo mareada por el vino caliente cuando llegó a la redacción, pero no era una sensación especialmente agradable. Se concentró en caminar derecha y decidida y no habló con nadie al dirigirse a su despacho. El lugar de Eva-Britt Qvist estaba vacío. Ya se había ido a casa, a pesar de tener que trabajar hasta las cinco. Annika tiró el abrigo sobre el sofá y se fue a buscar dos tazas de café. ¿Por qué se tomó ese jodido glögg?

Comenzó por telefonear a su fuente; estaba comunicando. Colgó y se dispuso a escribir lo que había descubierto de los hijos de Christina, que uno había muerto y que la hija era una pirómana. Se bebió la primera taza de café y se llevó la otra al ordenador donde realizaba su búsqueda de archivos. En efecto, hacía seis años había ardido una casa de la juventud en Botkyrka. Una niña de catorce años le había prendido fuego; no hubo ningún herido, pero el edificio ardió totalmente. Hasta el momento, el arrebato de Helena Starke era correcto.

Regresó y llamó a su fuente. Esta vez tuvo señal.

– Sé que tienes razón para estar enfadado por lo de los códigos de alarmas -fue lo primero que dijo cuando él contestó.

El hombre del auricular suspiró.

– ¿Cómo que enfadado? ¿Enfadado? Has estropeado nuestra mejor pista, ¿por qué tendría que estar enfadado? Sólo estoy desesperado y furioso conmigo mismo y contra mi jodida estupidez por contar las cosas…

Annika cerró los ojos y sintió que el corazón le daba un vuelco. No era el momento de disculpar al maquetista que había puesto un titular que no debía. Ahora sólo debía atacar.

– Pero por favor -reprochó Annika-. ¿Quién se fue de la lengua? Tuve toda la historia y la guardé un día entero por ti. Creo que esto es injusto, caray.

– ¿Injusto? ¡Coño, esto es una investigación por asesinato! ¿Crees que es justa?

– Sí, espero por Dios que lo sea -contestó Annika secamente.

El hombre suspiró.

– Okey, venga, discúlpate y acabemos.

Annika respiró hondo.

– Estoy muy cabreada por el titular con las palabras «códigos de alarmas». Como habrás podido ver, no figuraba en ninguna parte del artículo. El maquetista puso el titular por la mañana temprano, sólo quería hacer bien el trabajo.

– Esos maquetistas… -dijo el policía-. Suelen aparecer como una especie de gnomos nocturnos que tienen vida propia. Venga, ¿qué quieres saber ahora?

Annika esbozó una sonrisa.

– ¿Habéis interrogado a la hija de Christina, Lena Milander?

– ¿Sobre qué?

– Sobre lo que hizo la noche del viernes al sábado.

– ¿Por qué preguntas eso?

– He oído que es una pirómana.

– Fobia al fuego -corrigió el hombre-. La piromanía es una patología increíblemente rara. Un pirómano tiene que cumplir cinco categorías especiales que en resumen muestran que la persona está enfermizamente fascinada y excitada tanto por los incendios, como por todo lo relacionado con el fuego, los bomberos, la espuma de los extintores…

– Entonces, fobia al fuego. ¿Lo habéis hecho?

– La hemos controlado, sí.

– ¿Y?

– No te puedo decir más.

Annika se calló. Pensó en decir algo sobre el hijo muerto pero decidió no hacerlo. Un niñito de cinco años muerto no tenía nada que ver con esto.

– ¿Qué tal va, entonces, con lo de los códigos de alarmas?

– ¿Puedo atreverme a hablar de ello?

– ¡Venga ya! -dijo Annika.

El hombre resopló.

– Lo estamos investigando -respondió simplemente.

– ¿Tenéis algún sospechoso?

– No, todavía no.

– ¿Alguna pista?

– Sí, por supuesto que tenemos; ¿qué coño crees que hacemos aquí?

– Okey -respondió Annika y miró sus apuntes-. Se puede decir así: seguís investigando los códigos de alarmas, eso lo puedo escribir, ahora que la información ha salido, ¿o no? Habéis interrogado a unas cuantas personas sin que todavía haya un sospechoso directo, pero tenéis más pistas sobre las que trabajar.

– Más o menos -dijo la fuente.

Annika colgó con un amargo sabor a desilusión en la boca. El idiota que había puesto el titular sobre los códigos de alarmas había estropeado un trabajo de varios años. La confianza se había roto; ahora el Kvällspressen ya no sería el primero en recibir la información. Ahora no la habían informado de nada, nada, nothing, la tradicional bullshit [6] Ahora tendría que confiar en sus colaboradores y sus contactos.

En ese mismo momento, Berit y Patrik asomaron la cabeza por la puerta.

– ¿Estás ocupada?

– No, entrad. Sentaos, poned mis cosas en el suelo. De todas formas, ya están asquerosas.

– ¿Dónde has estado? -preguntó Berit y colgó el sucio abrigo de Annika de un gancho.

– En el barro que rodea al comité de los Juegos Olímpicos. Espero que os haya ido mejor que a mí -dijo fatigada.

Hizo un pequeño resumen de la conversación con su fuente.

– Accidente de trabajo -contestó Berit-. Esas cosas pasan.

Annika suspiró.

– Yes, entonces sigamos. ¿Qué escribes hoy, Berit?

– Bueno, he hablado con el chófer privado, está bastante bien. Y también he llamado a mi informador, pero pasa algo raro. Nadie quiere decir adónde fue Christina después de la fiesta. Las horas entre la medianoche y las tres y diecisiete son cada vez más misteriosas.

– Okey, tienes dos cosas; «Christina temía a las bombas. Habla el chófer particular», y «Sus últimas horas. Crece el misterio». ¿Patrik?

– Bueno, acabo de llegar, pero he tenido tiempo de hacer unas llamadas. Esta noche Tigern estará en busca y captura en Interpol.

– Vaya -dijo Annika-. ¿En todo el mundo?

– Sí, eso creo. Zona dos, dijeron.

– Eso es Europa -dijeron Berit y Annika a la vez y comenzaron a reír.

– ¿Algún país en particular?

– No lo sé -respondió Patrik.

– Bueno, tú te encargarás de lo que ocurra durante la noche -informó Annika-. Yo no tengo mucho de qué escribir, pero me he enterado de unas cuantas sorpresas. ¡Escuchad!

Les habló sobre el primer marido de Christina Furhage, el viejo y riquísimo director, su hijo muerto y la hija pirómana, sobre la devastadora relación amorosa de Evert Danielsson y su incierto futuro, sobre el inesperado arrebato de Helena Starke y que era lesbiana militante.

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[6] Véase nota de pág. 35.