Annika reflexionó mientras comía algo de maíz.
– Se fue del bar a medianoche, con una conocida marimacho. Podrían haber ido a algún sitio juntas.
– Helena Starke estaba borracha como una cuba. Quizá Christina la acompañó a casa.
– ¿Cómo? ¿En el autobús nocturno?
Annika agitó la cabeza y siguió razonando.
– Tenía tarjeta de taxi, dinero y cerca de dos mil quinientos empleados que podían conseguir que un colaborador la llevara a casa. ¿Por qué tenía ella, jefa máxima de los Juegos Olímpicos, Mujer del Año, que acompañar a una lesbiana borracha como una cuba al metro? No tiene lógica.
Las dos tuvieron la misma idea.
– A no ser que…
– ¿Tú crees…?
Comenzaron a reírse. La idea de que Christina Furhage fuera una lesbiana encubierta era demasiado absurda.
– Quizá fueron juntas a registrar su relación -dijo Berit y Annika se desternilló de risa.
Pero se recompuso casi de golpe.
– ¿Y si fuera así? ¿Y si hubieran tenido una relación?
Continuaron mordisqueando la ensalada mientras asimilaban la idea.
– ¿Por qué no? -preguntó Annika-. Helena Starke gritó que conocía a Christina mejor que nadie.
– Eso no quiere decir que se acostaran.
– Es verdad -respondió Annika-. Pero también puede que sí.
Una de las empleadas del restaurante se acercó a su mesa.
– Disculpen, ¿alguna de ustedes es Annika Bengtzon?
– Sí, soy yo -contestó Annika.
– La buscan en redacción. Dicen que el Dinamitero ha vuelto a actuar.
Annika llegó cuando ya estaban todos reunidos en el despacho del director. Nadie levantó la vista cuando entró; todavía tenía algunos pedazos de maíz entre los dientes y el bolso colgando del hombro. Los hombres preparaban la estrategia para exprimir al máximo la teoría terrorista.
– Llevamos un retraso tremendo -anunció Spiken en voz más alta de lo necesario. Annika comprendió. Al volver del restaurante había podido oír que algo había ocurrido. Se sentó al final de la mesa, la silla se corrió, tropezó con sus piernas y estuvo a punto de caerse al suelo. Todos callaron y esperaron.
– Lo siento -dijo ella, y la palabra quedó en el aire con su doble sentido. Se rió de su mala suerte. ¡Ahora tendría que comerse toda la mierda! Hacía sólo una hora que había estado sentada en esta misma mesa y había defendido la idea de que el Dinamitero iba tras Christina Furhage, que no había ninguna conexión con los Juegos y de repente ¡bum! Una explosión más, contra otro edificio olímpico.
– ¿Tenemos a alguien allí? -preguntó Schyman.
– Patrik Nilsson está en camino -respondió Spiken con voz aplomada-. Llegará al pabellón de Sätra en menos de diez minutos.
– ¿El pabellón de Sätra? -exclamó Annika sorprendida-. Creía que había estallado en uno de los estadios olímpicos.
Spiken la miró con aires de superioridad.
– El pabellón de Sätra es un estadio olímpico.
– ¿En qué especialidad? ¿Estadio de entrenamiento para los lanzadores de peso?
Spiken retiró la mirada.
– No, salto con pértiga.
– La cuestión es qué vamos a hacer -cortó Anders Schyman-. Debemos resumir lo que los otros medios han hecho estos días sobre la hipótesis terrorista e intentar que parezca que nosotros también la hemos seguido. ¿Quién lo hace?
– Janet Ullman trabaja esta noche, la podemos llamar algo más temprano -dijo Ingvar Johansson.
Annika sintió que el mareo la invadía, tiraba de ella en un semicírculo hacia el suelo y luego subía por las paredes. Pesadilla, pesadilla, ¿cómo podía haberse equivocado tanto? ¿Realmente le había mentido sistemáticamente la policía? Se había jugado su prestigio para que el periódico cubriera la investigación a su manera. ¿Podría continuar como jefa después de esto?
– Tenemos que ver cómo está la seguridad en otras instalaciones -dijo Spiken-. Debemos llamar a más gente, otro equipo nocturno, otro grupo de noche…
Los hombres volvieron los pechos los unos hacia los otros y dieron la espalda a Annika, sentada en la esquina. Las voces se unieron en una algarabía resonante; ella se reclinó y luchó por conseguir aire. Estaba acabada, sabía que estaba acabada. ¿Cómo diablos podría continuar en el periódico después de esto?
La reunión fue corta y concisa, el acuerdo era total. Todos querían salir a la redacción y enfrentarse al acto terrorista. Solamente Annika se quedó sentada en la esquina. No sabía cómo podría salir de ahí sin romperse, el llanto le colgaba del cuello como una rueda de molino.
Anders Schyman se dirigió al escritorio e hizo una llamada, Annika oyó los altibajos de su voz. A continuación se acercó y se sentó en una silla a su lado.
– Annika -dijo intentando captar su mirada-. No pasa nada, ¿oyes lo que digo? ¡No te preocupes!
Ella volvió el rostro y parpadeó entre lágrimas.
– Todo el mundo puede equivocarse -continuó el director en voz baja-. Es la verdad más antigua del mundo. Yo también estaba equivocado, razoné igual que tú, pero han ocurrido otras cosas que hacen que tengamos que replanteárnoslo todo. Ahora lo que importa es sacar el mejor partido de esta situación, ¿sabes? Te necesitamos en este trabajo. Annika…
Ella respiró profundamente y miró sus rodillas.
– Sí, tienes razón -dijo ella-. Pero me siento fatal, estaba tan segura de que mi teoría era cierta…
– Quizá todavía lo sea -añadió Schyman pensativo-. Por improbable que parezca, puede que Christina Furhage tuviera una conexión personal con el pabellón de Sätra.
Annika no pudo evitar reírse.
– Lo dudo.
El director le puso la mano sobre el hombro y se levantó. -No dejes que esto te desanime. En esta historia has tenido razón en todo lo demás.
Ella hizo una mueca y también se levantó.
– ¿Cómo nos enteramos de la nueva explosión? ¿Fue Leif quien llamó?
– Sí, él o Smidig, de Norrköping, fue uno de ellos.
Schyman suspiró mientras se acomodaba en la silla detrás del escritorio.
– ¿Piensas ir ahí esta noche? -preguntó.
Annika colocó la silla y movió la cabeza.
– No, no es buena idea. Que Patrik y Janet se encarguen esta noche. Yo me pondré a ello mañana.
– Okey. Creo que deberías descansar cuando todo se haya calmado. En este último fin de semana has acumulado una semana de vacaciones.
Annika esbozó una sonrisa.
– Sí, creo que haré eso.
– Vete a casa y deja que los chicos se encarguen esta noche; están acelerados.
El director descolgó el teléfono para mostrar que la conversación había terminado. Ella cogió el bolso y salió de la habitación.
La redacción bullía con la concentración que se produce como cuando ha ocurrido algo grande. En la superficie todo parecía bastante tranquilo, pero la tensión se sentía en los ojos vigilantes de los jefes y en las rígidas espaldas de los maquetistas. Las palabras volaban cortas y concisas, los reporteros y los fotógrafos se dirigían rápida y decididamente hacia la salida. Hasta las telefonistas eran arrastradas por el flujo de noticias, su tono se volvía grave y los dedos volaban más raudos sobre la centralita. Normalmente Annika disfrutaba de esta sensación, pero ahora resultaba desagradable cruzar la sala.
Fue Berit quien la salvó.
– ¡Annika! ¡Ven, vas a oír algo!
Berit se había traído su plato de ensalada y estaba sentada en el cuarto de la radio, el espacio junto a la redacción de sucesos que tenía acceso a todas las frecuencias de radio de la policía de la provincia de Estocolmo y a una frecuencia nacional. Una de las paredes estaba cubierta de pequeños altavoces con sus correspondientes interruptores y reguladores de volumen. Berit tenía encendido el que debía corresponder al distrito de policía de Söder y la City, los que debían encargarse de la investigación de la explosión del pabellón de Sätra. Annika sólo oyó pitidos y zumbidos.